Quijotes desde el balcón

jueves, 17 de junio de 2010

Arturo (el pozo)

135 x 94 cm
Lápiz e hilo sobre papel

En medio de aquel océano tenebroso en el cual no había arriba ni abajo, ni Oriente, ni Occidente... se afianzaba a la sola certidumbre de la brújula... siempre, la que llevaba el curso del timón era ella.

—Federico Andahazi


Le llamaban así sus amigos por lo cansino que se volvía todas las tardes, cuando quedaban en los bancos del parque principal del pueblo. Él hablaba y hablaba y hablaba sobre Rimbaud, el poeta, y sobre lo último que había leído de éste; no solo de sus poemas sino de sus correrías y andanzas de aquí para allá. Los demás inquilinos de aquel banco, resoplaban sumisos con ganas de contar la pelea que habían tenido en el recreo con "los jevis" por lo del balonazo "a casico hecho" que les dieron y que a uno de ellos le costó quedarse sin su ansiado bocadillo de jamón york y aceite.

Arturo, Luis Argote ponía en su DNI, empezaba a quedarse sin espacio en su cuerpo para tantas ideas, sentimientos y pensamientos, abstractos, metafísicos y sobre todo carnales propios de sus dieciocho años alimentados en exceso por su obsesión por Arthur Rimbaud. Comenzó a escribir todas las noches hasta altas horas. Por las tardes,cuando se cansaba de estudiar, o sea a los cuarenta y cinco minutos de haberse puesto, estaba deseando ir a la biblioteca para investigar y leer más y más sobre el poeta francés, por esos años internet era aún un privilegio. Y así quemaba las tardes hasta la hora de la cena, que llegaba a su casa con su madre orgullosa por la sana costumbre que había adquirido su hijo de estudiar en la biblioteca.

Fueron pasando los años y Arturo se asfixiaba dentro de la iluminación eterna de su pequeña bombilla. Sentía que todo lo que había visto, sentido, respirado, viajado, en cada frase de los poemas y escritos de Rimbaud, al final quedaría en eso, en escritos. Les faltaba, a esos libros, un artificio mecánico que le diera al lector una patada fuerte en el culo justo al cerrarlo. Así, cada brazada, cada flexión de piernas y cada toma de aire que daba en su nado servirían para algo. Se le salía el corazón día tras día. Y su recorrido siempre le llevaba a una vuelta más y una vuelta más y una vuelta más, sin parar de agitar los brazos y piernas para estar siempre a flote.

De vez en cuando, Arturo, con resignación, giraba la cabeza y desde el fondo de su circular oscuridad, veía una luz lejana. Pero nunca vio, o la oscuridad le impidió ver, la cuerda que estaba justo al lado, y las alas que, años atrás su madre había construido, sabedora de la tremenda luz que guardaba su único hijo, y que algún día le llevaría a explotar por todo el mundo.

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