Quijotes desde el balcón

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domingo, 13 de noviembre de 2022

Una rápida (porque si)

 













  Fosos que fueron pisadas  

  alrededor de nuestro árbol.

  Espinas antaño almibaradas,

  hojas de higuera sin besos, envenenadas.


   Nubes de posibles, 

   cielos claros como la nada,

   calles rectas en nuestra corta mirada

   Puñales de gominola con sangre, sin puñalada.


   Risas en tu presente;

   futuros estructurados,

   Humos sin chimenea 

   juegan en bosques cansados,

   reloj solar en días encapotados.

   líneas discontinuas de blancos enmarronados.



                    "If lovin' you kills me, I will go willin"

                                    Si amarte me mata, .......





martes, 1 de noviembre de 2022

EL TERCER OJO

 



   — ¡Vamos José, me cago en tó! le gritó Teresa desde la cama.

Son las cuatro y media de la mañana, las cuatro y media otra vez.

José llego a la habitación dando tumbos de sueño y sin mediar palabra se metió entre las sábanas mientras Teresa seguía riñéndole en lo que ella decía que era voz baja.

   — ¿Otra vez el puto Sandro Rey ese? Estás enganchadísimo. ¿Cuántas veces te he dicho ya que ese y todos esos son un timo, un engaña tontos? José se giró para contestarle y así tratar también de terminar esa conversación de altas horas.

Mira Tere, será todo lo que sea… pero el tío ese, su programa, recibe un montón de llamadas cada noche. Con su tosca forma de ser, su hiriente franqueza y sus gestos y chorradas, Sandro se está hinchando. He leído que se lo rifan en otros canales de televisión.

Esa noche José no pegó ojo dándole vueltas a un asunto que ya llevaba meses tramando. Y aún sin acabar de amanecer del todo, se levantó y llamo por teléfono a su mejor amigo.

   — ¡Pero tú es que no duermes! le gritó Emilio.

   — ¡Shhh, calla, calla! –le contestó José muy acelerado. Está decidido Emi (así le llamaban en la pandilla desde pequeño) lo vamos a hacer. Lo de la secta va p’alante. Nos vemos mañana para el café.


   —Muchas gracias a todos los que veis más allá de ser una simple persona corriente. Muchas gracias a todos vosotros que, como yo, entendéis que dos ojos no son suficientes para absorber tanto poder que nos devuelve la naturaleza. A los iniciados, recordar que ese ojo triangular que se os ha tatuado en el hombro derecho, aparte de destacar vuestro poder que por fin verá sus frutos, conlleva una gran responsabilidad. Id a encontrar tercerojistas como nosotros, mostrarles su verdadero poder e inscribirlos en la orden para que juntos podamos reconducir nuestra energía haciendo el bien a los desafortunados. No olvidéis que el poder del tercer ojo está entre nosotros pero es de responsabilidad humana saber reconducirlo hacía el bien. Que rellenen la solicitud con todos sus datos y paguen el ingreso al nivel 1. Juntos, la fuerza global del tercer ojo entrará en simbiosis entre nosotros y ascenderá a niveles inimaginables.

 

José y Emilio, ambos vestidos de vaquero negro, camiseta negra y zapatillas blancas inmaculadas, subieron el volumen de la canción “Sadeness” de Enigma que había estado sonando de fondo durante toda la charla y se quitaron la camiseta a la misma vez, mostrando, al darse la vuelta, el perfecto triángulo equilátero con un gran ojo en su centro, muy parecido al símbolo masónico de los billetes de dólar, el ojo de la providencia, el ojo que todo lo ve. Los dos de espaldas, con las manos cogidas en alto, aguantaron la postura el minuto que duraron los aplausos de las nueve personas que habían asistido a esa ceremonia de iniciación.

   — ¡Recordad que el ojo está entre muchos de nosotros, nuestra labor es enseñar a esos poderosos a manejar tanta responsabilidad y conducir su energía hacía el bien! ¡Rescatad a todos los tercerojistas posibles de su ignorancia en el poder! Nos vemos dentro de una semana.

José y Emilio salieron por la puerta que había delante de ellos, entrando en la casa particular de este mientras aún se escuchaban algunos aplausos de aquellas mentes de arcilla tan moldeable. Mientras se quitaban con disolvente y crema corporal el ojo que ambos se habían pintado en el hombro, bromeaban mientras sonaba en las notificaciones del móvil los ingresos de las cuotas de los primeros iniciados. Seiscientos treinta euros habían ganado en una escasa media hora que habían estado en aquel altar improvisado montado en el garaje de Emilio. 

   —Les hemos puesto un mínimo de siete nuevos miembros por cada miembro. -Le repetía Emilio a su nuevo gurú de las finanzas sin sudar. Y me da a mí que con lo pletóricos que se han ido, estos lo hacen y sobrados. En cosa de un mes tendremos una tribu de locos, creyentes de un poder intelectual y energético por encima de los demás, soltando billetes a saco.

Llegó el domingo siguiente y la cochera de Emilio se quedó pequeña y aún no habían llegado ni la mitad de los asistentes. José y Emilio los trasladaron al patio y jardín que tenía Emilio tan bien cuidado en la parte trasera de la casa.


 

   — Iniciados y ya casi maestros en el poder del tercer ojo ¿lo sentís? –Les gritó José. 

   — ¡Lo sentimos maestro lo sentimos! gritaron todos casi al unísono, formando una especie de cuadro totalmente negro sobre su jardín, ropa que habían decidido ellos adoptar por su propia cuanta para estar más cerca en la simbiosis de poder con sus maestros.

   — ¡Enhorabuena tercerojista Mateo por compartir y divulgar tu energía con tantos nuevos iniciados! Has doblado el número que os recomendamos, tu poder es un ejemplo y camino a seguir.

Aquel mediodía de un mayo ya casi veraniego, José llego exultante a su casa, besó a Tere y le dijo que hacía ya tiempo que no iban a un buen restaurante a comer.

   — Demasiado Feliz te veo, José ¿no te estarás metiendo en ningún follón, no? 

   — Tranquila Tere, que esta nueva asociación de vecinos que hemos creado va viento en popa, y se ven todos vecinos muy formales.


   — ¿Qué pasa Emilio, qué pasa? Son las tres de la madrugada, has despertado a todos por aquí.

   — José, José, José, José…. le susurraba entre llantos Emilio. Ven rápido a urgencias del Clínico a Carmen le ha pasado algo. –Y colgó.

   — ¿Qué pasa José? le preguntó Teresa frotándose los ojos. Nada Tere, nada, el exaltado de Emilio que no se encuentra bien y voy a hacerle compañía en urgencias. Vuelvo en menos de una hora, verás.

   — Es familiar, puede pasar, le decía Emilio a la enfermera de urgencias mientras José se acercaba a Carmen que estaba con la cara rojiza y llorando casi entre ahogos.

¿Qué te pasa Carmen? –Le preguntó José en voz bajita mientras está le apretó las dos muñecas con sus manos. Sois unos hijos de puta sin cabeza y sin alma. Ojalá os pillen y peguéis los dos en la cárcel. Su boca estaba a punto de soltar espuma de la rabia y el odio que sentía hacía ellos en esos momentos. 

   — Calma, Carmen, relájate. – Le dijo Emilio mirándola a los ojos intentando que no montar más espectáculo aún.

   — ¡Os odio! –les volvió a gritar mientras se daba la vuelta delante de José y se subía el camisón mostrándole el gran triangulo perfecto con un ojo en su interior que a modo de culebrilla rojiza e hinchada abarcaba toda su espalda.

Aquella misma noche, más treinta mujeres ingresaron en urgencias del Hospital Clínico Universitario de Badajoz con un gran eccema rojizo en forma de triángulo con otro eccema o culebrilla como le decían ellas en forma de ojo en su interior. Los médicos nunca pudieron dar con el origen ni la solución a aquellas erupciones tan perfectamente definidas.


lunes, 25 de abril de 2022

Ciclados: nacimiento, vida y muerte (renacimiento)

 - Texto: Pili Gámez, Raúl Góngora y Marina León. - Pintura: Rafa Ruiz.



Esa mañana Oz abrió la ventana con el ademán preciso de quien sabe que nada nuevo habría tras los postigos. Por entre las rendijas entraba aquella luz mortecina que recordaba sin piedad lo que, desde hacía ya demasiado tiempo, aguardaba afuera. Un cielo plomizo envejecido, a veces, por el color del polvo suspendido en el aire, un calor asfixiante que permitía apenas la respiración a pequeñas bocanadas impidiendo así al fuego entrar en las vías respiratorias, y una tierra
cuarteada era el paisaje eterno que no les permitía sacar de sus cabezas aquella palabra maldita: sequía
Con la sequía llegaron las carencias, el miedo y un adiós que lo dejó desvalido y huérfano en el mundo. Cada nuevo día hacía el esfuerzo de repetir cada una de las acciones que antes le eran gratificantes y fructíferas, pero todo era en vano. Su cabeza y su corazón se habían secado como aquella tierra, que, aunque no lo había visto nacer, se había convertido en la mejor madre de acogida.




 

Como cada día Oz encaminaba sus pasos hacia el manantial, como si ese ritual pudiese hacer que el agua brotase de nuevo y él pudiese alimentarse de la música del agua jugueteando entre sus pies descalzos. Lo único que escuchaba era el crujir del suelo a cada uno de sus pasos. Y así, un día igual otro, los días se convirtieron en meses, los meses en años, y los años en una especie de eternidad convertida en piedra por una mirada de La Gorgona.

El tiempo continuó su avance inexorable y la desesperanza y el color gris de sus cabellos se habían convertido en los dueños de ese lugar donde no se podían diferenciar muerte y espacio y el concepto cambio había desaparecido del acervo popular. 

 Por la noche, en apenas un susurro, un remolino de viento inusual había cruzado el pueblo, levantando tras de sí toneladas de polvo que quisieron seguirlo, y posarse en lugares más proclives a la procreación, desvistiendo el lugar de aquel color ocre y mostrando todo aquel colorido de vida que había quedado enterrado. Los vecinos de vista más aguda pudieron ver como en el horizonte se avistaban pequeños jirones de nube que iban a terminar el proceso de desmemorización popular, empujándose unas a otras con algarabía hasta posarse sobre aquel desahuciado lugar.

Y todo cambió con la lluvia…

El manantial deseoso de ruido comenzó a fluir alborotado. Oz sacudió el peso del polvo sobre sus cabellos y empezó a escribir, guiada su mano por el viento desbocado: negras, blancas y corcheas, claves, silencios y compases, fusas… ¡semifusas!, un lenguaje musical con el que parió la sinfonía que insuflaba la vida ausente en su casi muerto corazón. El agua se las iba dictando en una lengua caprichosa, chispeante, chismosa, a la que se dio el gusto en llamar Hierática sinfonía del manantial.

 

 

 

Las nubes, con faldas de vuelo alto, se ruborizaban ante los piropos tan brillantes y directos que ese vigoroso manantial de agua y esperanza les gritaba.

Oz, sentado en la orilla creciente de aquel romance de altos y bajos, contemplaba cual director de orquesta como la naturaleza, antes atascada y casposa, comenzaba a hilar aquel amor. Como aquellos jóvenes huéspedes de su mirada se deseaban sin guardar silencio, se acercaban, en la oscuridad se rozaban y por fin se desnudaban y se amaban.

La pasión del manantial, propia de una fiera de la selva en su recién entendida primavera, atraía aquellas gaseosas flotantes con sus excitantes deformidades. Ardiente in crescendo a cada minuto rozaba sin pudor los salientes de las nubes deseándolos, agitándolos, despertando bestias internas en las alturas que saltaban de arriba abajo cegando por momentos el horizonte.

La música que salía del corazón y las manos de Oz se veía cargada de inclusión sexual, se sentía partícipe en aquella orgía de la naturaleza, en aquel coito atmosférico cargado de gemidos luminosos de placer de arriba abajo y sudor, calor y verticalidad en sentido contrario El manantial ardía de placer en manos de las nubes. Las nubes gritaban con grandes ecos excitando a Oz, que como espectador involuntario se sentía más vivo que nunca. pronto un gran rugido celestial consumó aquel amor. 

La creatividad constante de los primeros elogios al manantial que tan vivo bailaba en las retinas de Oz se convirtió en un juego de voyerismo inolvidable. El joven manantial había excitado a las nubes y viceversa de tal manera que, sin importar vencedores o vencidos, dejaron que el placer de sentir antes que el de existir ganara aquella batalla.

   —¿Amor?  -Se preguntaba Oz ante aquel espectáculo que acaba de vivir y aprovechar. Y a lo lejos, como jóvenes videntes seguros de sí mismos, las nubes y lo que quedaba del manantial sabían de la insuficiencia de la palabra amor para describir los minutos de extrema pasión compartida.



 

La pasión compartida en un extraño trío formado por dos milagros de la naturaleza, nubes y manantial y, por una tercera parte, los maduros ojos de un Oz que, maravillado por lo contemplado, había dejado llevar el ritmo de sus manos en una erótica sinfonía que había surgido de una profunda fuente de creatividad musical llena de lívido nunca antes sentida en ninguno de sus placeres, ni propios ni compartidos.

A la vez que las nubes y el manantial se reunían en el horizonte y las manos de Oz terminaban de escribir más corcheas, negras y redondas, la música que plasmaba en el papel comenzó a surgir visualmente del propio manantial. Como si de un geiser se tratara el manantial respondía con potentes columnas verticales de agua a la música que Oz tenía en su cabeza. Al mismo tiempo, se iba expandiendo, formando amplios canales de forma fálica que llenaban los secos valles de agua, anunciando la prometida y ansiada primavera que los habitantes de la zona llevaban esperando desde hacía años.

La creatividad de Oz era el reflejo musical en consonancia con la naturaleza, que lo llamaba con los susurros del agua y los remolinos que seguían surgiendo. Las nubes se habían parado, como esperando a que el manantial se recuperase de ese momento compartido, para volver con más fuerza y más pasión a dar rienda suelta a esos momentos íntimos que la tierra, sedienta, esperaba con ansias.

Y el espectáculo comenzó otra vez. Pero esta vez Oz no se mantuvo al margen, quiso participar de tan grata experiencia. Se dirigió al lugar en el que nubes y manantial se aunaban, guiado por la música que surgía de su cabeza y que el manantial dibujaba con sus variados canales. Dejando atrás las partituras llenas de la hierática sinfonía del manantial, no pudo resistirse al movimiento del agua. Se sentía parte de él. Como llamado por un canto de sirena se dirigió a la orilla, sumergiéndose en el agua hasta que lo cubrió por completo y siendo uno con nubes, manantial y agua.

Lo que había sido la tierra seca en la que Oz había nacido, se convirtió en un valle próspero en el que cada año, para rememorar el día en el que la lluvia había vuelto a dar vida y esperanza, se realizaba un concierto sinfónico que llenaba el aire con las notas que Oz había plasmado ese glorioso día en el que su creatividad había formado parte de la vuelta a la prosperidad de la humanidad.




 

 

 

 

 

 



domingo, 1 de noviembre de 2020

Algo contigo por Raúl Góngora


(cantado) ☝¿Hace falta que te diga que me muero por tener algo contigo?

¿Es que no te has dado cuenta de lo mucho que me cuesta ser tu amigo?☝


   — ¿De verdad, Anabel, no me lo vas a contar? Llevamos aquí día y medio, los dos sabíamos desde jóvenes que tarde o temprano nos veríamos aquí, tal vez haya sido demasiado pronto ¿no crees? El caso es que tú sabes porque estoy aquí, lo sabías desde aquella noche que dormimos en las faldas del Veleta, pero por más que intento pensar en algo extravagante o rebuscado no puedo adivinar ni suponer por qué estás tú aquí tan pronto.

Lo último que supe de ti es que por fin te habías decidido con Juan, ya era hora, eso llevaba ya muchos años a fuego lento y al final los guisos de deshacen y pierden su fuerza si se cocinan demasiado.

Anabel desvió rápido la mirada de los ojos de Héctor en un vano intento de que no se notara el acierto directo que éste había tenido al meter a su amado universal Juan en la conversación sobre los porqués.

   — ¡Hostias, hostias, te pillé! Lo sabía, sabía que tarde o temprano tu causa para el hospedaje gratuito en este antro eterno sería el mal de amores (o el bien de ellos, según quien los mire). Venga Anabel, nos conocemos de toda la vida. Empecemos de nuevo. Mírame a los ojos y sácalo.

    — ¡Joder Héctor contigo no se puede una guardar nada! Detective tendrías que haber sido. ¿No tienes hoy aquí más calor que otros días?

    — No me cambies de tema, Anabel. Si, hace más calor, pero es que está entrando bastante carne nueva estos días y están echando a arder al fuego final a una partida de condenados históricos que ya se habían arregostado demasiado al calor del infierno.

   — Mira Héctor, han sido muchos…muchos años ¿recuerdas? Desde que te dije que me gustaba Juan. Estos dos últimos años, comenzó a contestar más a menudo mis charlas; whataspps, privados en Facebook, en fin. El caso es que, flipauras del destino, yo estaba por segunda vez en mi vida, intentando visitar las miles de recomendaciones de la ciudad de Nueva York que no pude ver en mi primer viaje y vi que su empresa estaba teniendo un simposio sobre nuevas tecnología y sus beneficios en el sector turístico en la misma Nueva York. Aluciné al saber que estaba allí. 

Ahora viene la parte “más bonita” de la historia, Héctor. Como sabes, te he hablado muchas veces de, por extrañezas inexplicables, a los dos, a Juan y a mí, nos gustaba de siempre la película “Algo Para Recordar” la de Tom Hanks y Meg Ryan y su famosa escena final en el Empire Street. Pues le planteé que podríamos recrearla, y después de muchos años, vernos en las alturas. Le encantó. Quedamos esa misma noche a las ocho allí. ¡Aiiinnsss! -Suspiró Anabel con fuerza.

   — Sigue, sigue, me tienes intrigadísimo! –le dijo Héctor con los ojos como platos de atención máxima.




Él estaba ya allí, subido en el bordillo que rodea la terraza, ese en el que se sube un pelín la gente para asomarse y comprobar la altura del asunto, con una rosa blanca en la mano. Yo salí directamente del ascensor y sin titubear ni un solo paso me fui hacía él, le brillaban los ojos a distancia de la emoción. Me subí al bordillo, cogí la flor, le arreé uno de los mejores besos que he dado jamás a nadie y le empujé fuertemente edificio abajo. Bajé, me senté junto a ese pudding de sesos, huesos y sangre que se formó junto al borde de la acera y con mi rosa blanca siempre en la mano esperé que llegase la policía y fin. Aquí estoy Héctor. Lo de la inyección lo pedí yo mismo. Juicio rápido y fin. Le dije al juez que me encantó lo que hice, que lo volvería a hacer por muchos años que me tuvieran vestida de naranja y que no me iba a arrepentir jamás. 

Héctor permaneció unos segundos con los ojos como platos y una sonrisa extraña, como de complicidad sumisa. 

   — ¿Has alucinado, eh? Ahora tú, cuéntame, aunque te he puesto el listón muy alto ¿eh?

   — Vas a alucinar tú también. Hace unas tardes me llamó Juan todo ilusionado, que había quedado contigo para una especie de reencuentro tras muchos años de tensión amatoria no resulta. Me alegré por los dos y le dije ve sin falta, no te arrepentirás jamás. Lo clavas si le llevas una rosa blanca, son sus favoritas. Suerte Juan. 


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