Al principio eran pequeñas gotas de indignación diseminadas por la península. Enseguida, se fue formando un charco de personas que buscaban cambiar las cosas. Durante semanas, siguió lloviendo indignación a cántaros en calles y plazas. A veces, caían chuzos de enfado, cabreo, enojo, irritación e ira. Los meteorólogos no encontraban explicación. Con el paso de las semanas, el agua dio origen a un río que arrastró a amas de casa, parados, mileuristas, inmigrantes, estudiantes y ciudadanos. La indignación caló pueblos y ciudades, regó la semilla para que germinasen aires de cambio. Aquello fue el diluvio, un torrente de personas hastiadas de la política, los bancos, el paro, las hipotecas y las injusticias sociales. El río de indignados desembocó en el mar y las olas bañaron el planeta de libertad y espíritu democrático.
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