Curro
– Diana Morales Lara. –
Curro es viejo. Es tan viejo que ya
tiene los huesos más ancianos que la piel... Ha ido menguando con el paso del
tiempo, y siempre dice que el día que su estómago esté más cerca del infierno
que de donde lleva cincuenta y cinco años tirando las mejores cañas del barrio,
ese día se acabó todo. Sabe que la fecha se aproxima. Hay días que incluso
siente que los buitres le rondan, volándole tan cerca que siente que le
aplastan. Y también sabe que para cuando ese día llegue, debe llevarse todo con
él. Curro jamás fue un hombre egoísta. De hecho lleva más de media vida
dedicándose en cuerpo y alma a su bar, y a todos los que en él frecuentan. Allí
vio ganadores y perdedores, pasiones, risas, amores de barra de bar, allí
sintió su primer rock, y su primera balada. Pero, sobretodo, allí es donde
sigue ella.
Todos saben que es un tema del que jamás
deben hablar a Curro, aunque sobre ella se han murmurado innumerables
historias. Unos dicen que sólo sirve para tapar las manchas de lo que quedó de
todo aquello, otros, que ella fue quien le hizo morir de amor. Se dice incluso,
que en realidad nunca existió... pero la única verdad es que sólo Curro sabe lo
que ocurrió aquel día, y cómo ella fue a parar a nuestro querido bar.
Fue un día frío de Octubre. Aquella
tarde, mientras fuera se deslizaba apacible el otoño desde los árboles, y el
sol refulgía a la noche, dentro de nuestro bar, a falta de sexo, los vividores
intercambiaban el humo de sus pitillos. Bullicio, carcajadas y tinto
entremezclados de la mano de Curro. Todo parecía seguir el estado natural de
las cosas. Pero un grito repentino, a las 12.30 de la noche, enturbió aquel bar
hirviendo, dejando a los presentes atónitos, mudos, mientras observaban cómo el
artífice de aquel desgarrador sonido se levantaba de su mesa, arrojando el
tapete y los vasos. Sangrando aquel mus en el suelo. Y cómo con violencia
levantaba su brazo derecho, con el dedo índice tan estirado, que parecía una
pistola apuntando con su cañón. Juan pasó así varios segundos. Señalando, con
gesto histriónico y sacudidas violentas, aquel pedazo de pared del bar. Nadie
comprendía nada. Nadie hacía nada, sólo observaban. Juan, en un esfuerzo contra
la locura, volvió a gritar: ¡Allí está! ¡Era ella! Y a los dos segundos,
comenzó a arremeter contra todo lo que encontró a su pasó. Del silencio
momentáneo, se pasó al caos. Todos los que allí estaban, fueron desalojando con
prisas el bar. Nadie se explicaba qué estaba pasando. Juan había enloquecido.
Comenzó a tomar alma de huracán.
Destrozaba todo aquello que veía a su paso. Curro trataba de calmarle desde la
barra. Pero Juan se comenzó a golpear la cabeza contra la pared mientras
gritaba, con los ojos desorbitados. Llegó a tal punto su locura, que se arrancó
los dientes uno por uno, se clavó el cuchillo más afilado del bar, y allí… el
olor al sudor de sus pestañas tornó color rojo, y desangrándose como el sol
cuando llega la noche, se dio muerte.
Nadie sabe que pasó después de
aquello. Curro desalojó el bar, y se quedó durante horas a solas con el cadáver
de Juan.
Al día siguiente el bar abrió, como
de costumbre. Y Curro esperó a que sus habitantes lo alojaran, poco a poco,
hasta que se llenó. Todo el mundo mantenía un silencio expectante, mientras
cientos de preguntas rondaban sus cabezas. Curro se subió a la barra, y
dirigiéndose a todos, exclamó:
-
Como sabéis ayer ocurrió una gran tragedia en este bar. Juan
murió... pero él, como yo, siempre ha participado para que este bar siga
adelante. Y os comunico que así lo voy a hacer. Aquí todo volverá a ser igual,
a excepción de dos cosas, que como dueño de esto desde aquí os pido. ¿Veis ese
cuadro en la pared?, ese fue el lugar donde Juan murió. Allí se mantendrá hasta
el día que yo me muera, y con él, también se mantendrá el silencio. Jamás me
preguntareis el por qué de ese cuadro, ni volveréis a hablar de lo ayer
acontecido en mi presencia.
Al principio, todos quedaron
atónitos. Tanto por las palabras de Curro, como por el cuadro. Era la pintura de
una mujer de una belleza increíble. Poseía unos intangibles ojos negros,
colgados como imperdibles, tras unos párpados de cristal roto, y su piel era
tan blanca como nieve que engendra el alma, casi transparente…
Así, entre confusión y sorpresa,
comenzó una nueva jornada en el bar de Curro. Y poco a poco, los que allí se
daban a la mala vida, fueron recuperando sus viejas costumbres, olvidando, como
se olvida a veces al otoño.
Pero llegaron las 12.30 de la noche,
y todos los que allí estaban presentes, recordaron inevitablemente lo que había
sucedido apenas unas horas atrás en ese mismo lugar. Entonces, en ese momento,
todos pusieron la mirada en aquel punto donde Juan apuntó con su dedo índice
gritando, donde Juan perdió el raciocinio. Todos miraron al punto donde pocos
minutos después de aquel imborrable grito, Juan se suicidó.
Y allí estaba ella, pero no era tan
hermosa como por la mañana, en ese justo instante, pareció embellecer hasta
explotar de dulzura. Miraban, engatusados, aquella imagen, que aun con aquella
irreal belleza, parecía que iba a salir de aquel cuadro en cualquier momento,
para tocarles.
Desde ese día, todos viven felices
con la pintura de aquella muchacha. Pasan el día esperando contemplarla durante
esos segundos, en los que sueñan que es su princesa, y que algún día saldrá de
aquel cuadro, de aquel cuento, para abrazarles a ellos.
Curro es el único que no la mira. Él
ha pasado todos estos años detrás de su barra, dando la espalda a aquella
pintura. Y observando, lo que mientras el resto pasa mirando a la muchacha,
nadie observa… Curro, cuando llegan las 12.30 de la noche, mira a la pequeña
ventana que hay en frente del cuadro. Y es que, lo que sólo él sabe, es que es
ella, la Luna ,
la que asoma todas las noches a esa hora su carita por el bar. La que aquel día
de Octubre, decidió bajar hasta el mundo mortal para pasear su terrible figura
frente a los hombres que allí paran a beber, con su nimio corazón. La que
consiguió volver loco de amor a Juan. La que se divierte cada noche desde
entonces, asomándose por esa ventana, dejando su reflejo en la piel de la
muchacha que Curro decidió poner ahí para que los mortales no vuelvan a
enloquecer de amor, para que sueñen con la imagen de algo tan bello como real.
Para que esa puta deje de asomar su reflejo de perfección inalcanzable, de
explosión encantadora de sueño irrealizable, a quienes imperfectos por
necesidad, jamás podrán sino es muriendo, poderla alcanzar.
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