Quijotes desde el balcón

miércoles, 6 de marzo de 2013

El iluminado

...era un niño raro, especial; un iluminado...
Desde niño fue un chico díscolo. No se conformaba con nada. Quería patatas cuando había carne y pescado cuando le ponían legumbres. Su energía interior contrastaba con su soledad exterior, y era fácil encontrarle jugando solo; muy metido siempre en sus cosas. Decían que era un niño raro, especial; que estaba iluminado.

Al hacerse mayor empezó a querer beberse la vida a grandes sorbos. Tanto fue así que empezó a quedársele muy pequeña su propia existencia, y exploraba en el infinito el fondo de su mente para imaginar otras realidades, otros mundos, otras vidas en definitiva que poder sumar a la suya, a todas luces minúscula para él. Empezó a aficionarse por la lectura, conoció la Edad Media y el imperio Romano. Siendo el Cid, Cesar Augusto y hasta la misma Cleopatra si llegaba el caso se sentía lleno de vitalidad y frescura. Se afanaba en ser por un momento cada uno de los personajes que iba descubriendo. Fue Don Quijote, el Lazarillo, El lobo de Caperucita, todos los príncipes de los cuentos, también El Principito. Fue Romeo y sedujo a Julieta una y mil veces. Fue Don Juan Tenorio. Fue vida, fue sueño, fue todos los personajes de Fuenteovejuna… fue el Alcalde de Zalamea. Fue todos y cada uno de los malos del cine. También alguno de los buenos.

Se empeñó en vivir todas las vidas que pudo. Fue viejo en su juventud, adolescente en su madurez y siempre, siempre, culminó aquellas existencias. En todas sus vidas se enamoró y sufrió el desamor. Sintió el odio cuando fue necesario. En todas ellas padeció el dolor que se sufre cuando se hace el mal, y gozó la recompensa de la acción limpia en su alma. Vivió con ansia, como si realmente la vida fuera un juego en el que bastaba con echar los dados y ver qué o quién le tocaría en suerte en la partida del día a día. Jugó a ser él, pero siendo a la vez un millón de seres más. Jugó desafiando a la lógica y a la naturaleza. Jugó desafiando al tiempo. Casi desafió a Dios.

Decían que estaba loco, y esa fue la última y más dolorosa vida que le tocó vivir. Cuando su locura le mostró la verdadera cara de la vida, de su vida, no pudo por más que agachar la cabeza y asumir que ya no había dados que tirar. En esa locura que no lo era tanto pudo caer en la cuenta de que al final todas las vidas convergían en la misma: una vejez más o menos tranquila, una apacible vida hogareña y un puñado de recuerdos punzantes de tiempos mejores… o no, pero pasados de cualquier modo. Real como la vida misma. El chico díscolo de las mil caras asumió que era la hora. Cerró el tablero, y lo guardó con los dados en una caja, que fue a parar al fondo de un baúl, que a su vez fue a parar al fondo de una oscura habitación que ocupaba el fondo del sótano en el que ya se había convertido su corazón y aquella mente que le permitió descubrir su otro mundo. El juego de la vida había acabado y el iluminado perdió su luz.

No merecía un final así, al fin y al cabo era una buena persona, aunque un poco extravagante, especial; en definitiva, diferente. Eso dijeron muchos cuerdos, propietarios de vacías y mediocres vidas. Con la penosa falsa lástima en la boca todos se lamentaron por él. Aquellos hipócritas ciegos seguían haciéndose cruces. Pero daban más pena de la que tenían. Todos marcharon después a su única y vacía vida, y todos hicieron el mismo pacto para coincidir por una vez en algo: el iluminado murió porque se había vuelto completamente loco... Pobres enfermos, locos de cordura.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Esos locos bajitos...

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