Quijotes desde el balcón

lunes, 29 de enero de 2018

Unas tranquilas vacaciones

por Ricardo San Martín

Estaba deseando que llegaran aquellos días. Los necesitaba; después del arranque de la temporada de ventas en la empresa, los nervios de tratar con proveedores, negociar pedidos, lidiar con los representantes sindicales... por fin llegaba el puente de la Constitución y la Inmaculada.

El miércoles por la tarde, mi secretaria me despidió con una sonrisa:
- Que disfrute de estos cuatro días en Sierra Nevada, don Gonzalo. Se lo merece.
Apagué el ordenador, desconecté el móvil, bajé al garaje, fui a casa y me puse mi atuendo de intrépido esquiador.
-Gonzalo, Snowman, dispuesto para unas relajantes vacaciones en Sierra Nevada. ¡A tope! -me dije.
Conduje durante tres horas y media. Ya en Granada, con la noche cayendo, pude distinguir la luz de la tarde desmayándose sobre la cima del Veleta. Aparqué en Pradollano frente al hotel Gran Mulhacén y me registré en recepción. El hotel estaba casi lleno, numerosas familias habían planificado unos días de disfrute en la nieve. Me duché y bajé al comedor para cenar. Apenas llevaba cinco minutos sentado cuando sentí que un rostro infantil me sonreía desde la mesa de al lado. Era un joven matrimonio con un niño rubio de pelo ensortijado, de unos seis años.
- Es guapo el chaval y tiene cara de espabilado -pensé.
A mitad de la cena noté que me tiraban migas de pan. Una me dio en un ojo con notable precisión. Allí estaba el vecinito lanzando bolitas de pan cuando sus progenitores no se daban cuenta.
- Vaya, habemus graciosillo -dije para mis adentros.
De forma precipitada e imbuido de un deseo de vacaciones en paz dejé la mesa y me dirigí a un sofá del salón a leer un rato. Antes de acabar dos páginas de lectura fui sorprendido por un manotazo que me cerró el libro.
- ¡Pero bueno! -exclamé.
El rapaz salió corriendo como un perdigón. Respiré hondo y volví a concentrarme en la lectura. Eran mis días de vacaciones después de unos estresantes meses de trabajo. Necesitaba el descanso y la paz.
No debieron pasar diez minutos cuando sentí un fuerte golpe en la cabeza. Una risa de triunfo y unos ojos traviesos contemplaban cómo me salía un chichón después de que una lámpara hubiese impactado en mi coronilla.
-¡Niño del demonio! -bramé, y me lancé en su persecución. Fue a esconderse en la sala del bar donde sus progenitores tomaban una copa-. Perdonen ustedes, pero su hijo me ha golpeado la cabeza con una lámpara.
 Con cara de extrañeza me miraron ambos padres, mientras tras sus piernas una mirada beatífica me contemplaba.
- ¿Mi Damianín? Debe estar usted confundido. Mi hijo es más bueno que el pan -le defendió su madre.
No eran horas de comenzar una diatriba, así pues murmuré algo entre dientes y rascándome el chichón me dirigí a mi habitación. Dormí mal esa noche, incomodado por el recuerdo del incidente y el dolor de cabeza.

Me levanté cansado, los nervios algo alterados, pero con una firme voluntad de disfrutar de un día de esquí en la nieve. Pagué unas clases y compré un forfait de cuatro días. Allí estaba yo, en la cola para coger el telecabina que me llevaría a Borreguiles. El ambiente en la cola era festivo, la gente vestía ropas multicolores, rostros bronceados, ojos protegidos por gafas. Cargado con esquís y bastones, lastrado por unas pesadas botas, avanzaba en aquella fila de forma lenta y torpe. De pronto, delante de mí, en la cola vi aquella figura diminuta enfundada en un mono rojo.
-¿No será el...? -no pude acabar mi silenciosa pregunta. El enano hizo pivotar sus esquís de abajo arriba y éstos me alcanzaron dolorosamente en los testículos. Ante mi grito lastimero, sus padres fijaron su atención en mi:
-¡Cuidado, señor, ha tropezado usted con el equipamiento de nuestro hijo! Le podría haber hecho daño.
Doblado como estaba, con mis partes hechas unos zorros, no tuve ánimo de contestarles. El teleférico llegó a las pistas y vomitó su carga multicolor y multiedad. Me tomé un tiempo para recuperarme y vi alejarse a Damianín -¡vaya diminutivo!- con una sonrisa que se me antojó burlona. Pero yo estaba allí para esquiar, para disfrutar de la nieve... Me puse los esquís y me uní al grupo de aprendices. La instructora me enseñó a mantener el equilibrio, deslizarme ladera abajo y frenar haciendo cuña. Al cabo de una hora mi ánimo se había recuperado, y me creía ya un Paquito F. Ochoa bajando con cierta seguridad por la pendiente. Iba cargando el peso de forma alternativa en cada uno de los pies y zigzagueando. ¡Qué sensación tan agradable y relajante el oír los esquís rozando la nieve!

Y en un segundo sucedió. Vi venir una figura roja por mi izquierda, chocar con mi cadera y proseguir su raudo y confiado descenso. No así yo que, desequilibrado por el impacto, se me montó un esquí en otro, el peso del cuerpo se venció adelante y mordí el polvo, quiero decir la nieve. Con el impacto perdí las gafas, el pie izquierdo se dobló torpemente y noté un intenso dolor en el tobillo. Desde el suelo vi alejarse un pequeño esquiador con mono rojo que se reía descaradamente de mi caída. Allí acabaron mis deseos de disfrutar de la nieve, relajarme durante unos días y calmar mi espíritu. Por el contrario sentí ganas de estrangular a aquel ser perverso aunque mínimo. Me levanté como pude, volví a caerme y maldije a Damianín, a la madre que lo parió y al padre que lo hizo. Me olvidé del esquí, de las lecciones... Tan solo deseaba regresar al hotel y tenderme en mi cama. Tampoco esa noche pude dormir bien: el dolor del tobillo era intenso y no lo calmaba ni el hielo que apliqué ni dos Nolotil.

Al día siguiente, cojeando, bajé a desayunar y miré en derredor en busca del monstruo. Ni rastro de él ni de sus padres. ¿Se habrían ido? Pedí una tila y me senté al sol en una butaca en la terraza del hotel. Al cabo de media hora, mecido por la reverberación de un sol de altura, casi me dormí. Entonces oí una voz infantil ¡Eh, tú! ¿Era otra vez el alien que acechaba? Abrí los ojos y me incorporé de la butaca. No lo vi venir, fue tan solo un leve silbido en el aire, dos segundos... Luego, plof. La bola de nieve me impactó en plena cara, se metió en los ojos, nariz y boca, chorreó por el cuello y llegó hasta el pecho. No pude verlo con claridad, tan sólo una forma rojiza desapareciendo entre las mesas.
-¡Hijo puta! ¡Lo mato!
Exclamé perdida toda calma e inundado por un ansia de estrangular a aquel ser abyecto. Me quedé allí, rumiando mi frustración, notando el frío de la nieve derretida en el cuello y pecho, pensando cómo darle un escarmiento a aquel Damianín o Demonín. Pasé toda la tarde tumbado en la cama de mi habitación, dándole vueltas a la cabeza. Para la noche había urdido un plan maquiavélico que libraría al mundo de aquel demonio rojo.

El tercer día de mis malogradas vacaciones amaneció con niebla cubriendo las pistas de esquí. Me levanté temprano y vigilé la salida del niño con sus padres hacia Borreguiles. Subí en el siguiente telecabina y una vez arriba los busqué entre los esquiadores. Allí estaban, los padres por un lado, el diablo rojo autónomo, deslizándose con seguridad y haciendo gráciles eses sobre la nieve. Me acerqué al telesilla y aproveché que sus padres habían tomado uno para la pareja. Fingiendo indiferencia, me puse al lado del niño en la cola y ocupamos una silla del remonte. Evitaba mirarle mientras la silla iba alcanzando altura. A los cinco minutos, con el corazón latiéndome a mil por hora, creí llegado mi momento. Me giré y lancé mis manos hacia Damianín, con intención de tirarle del remonte. Para mi sorpresa, el diablillo esperaba mi ataque, esquivó mi impulso y en un segundo me vi desestabilizado, lanzado hacia delante y con mi cuerpo fuera del telesilla. Mientras caía en el vacío oí la voz de Damianín:
- ¡Adiós, pringao!

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