Quijotes desde el balcón

domingo, 8 de septiembre de 2019

Un reflejo en la oscuridad (Por Alfredo Luque)





Como cualquier adolescente, se es con frecuencia,
esclavo del reflejo en el espejo.

La amistad les hace casi inseparables, pero la vida circunstancial los distancia. Se alejan de otras personas, y al mismo tiempo, de ciertos objetos que ya no tienen utilidad o no les hacen lo bastante felices. Los arrojan al vertedero o hacen algún viaje a la nada, con tal de olvidarlos, o tal vez, los silencian en el cajón de un aparador cualquiera. La infancia y juventud convierten al reflejo del espejo en un buen aliado que nos mira en silencio, dibujando impasible, los trazos con los que los demás nos miran. Como cualquier adolescente, se es con frecuencia, esclavo del reflejo en el espejo. Un solo trozo de vidrio esmerilado basta, ya sea grande o pequeño. De bolsillo o aumentativo de la desgracia, a veces se presenta ante nosotros sin llamarlo y sin la necesidad de llevar gafas con  las que imaginar los defectos. Para ella, resultaba agradable mirarse y hasta corregirse. La imagen que el espejo le devolvía, era capaz de anunciarle el presente y el futuro. Pero el tiempo pasó y la adolescente maduró, quedándose sin tiempo para mirarse en el reflejo azul de las horas, mirar a los hijos, mirar al cansancio y mirar a su divorcio interior. Tras años de amistad y alejamiento entre ambos, acordó enfadarse con aquel mundo. Y, como todo vínculo viviente, el reencuentro entre ella y aquel espejo del baño, les hizo prácticamente irreconocibles. La mujer que habitaba en el espejo ya no existía. Las canas y las arrugas, frías y distantes, le devolvieron de un plumazo a la realidad. Así que lo rompió en mil pedazos y la lucha interior comenzó por desenterrar la vieja hacha de guerra: no mirarse en el espejo era una cuestión casi imposible, pero juró no hacerlo, huir de las vidrieras, los espejos de los probadores de ropa, y el retrovisor del pequeño utilitario. Sorprendida de aquella imagen inconformista, necesitaba de otros elementos que la obligaran a ver lo que no quería mirar. Las gafas se convirtieron en su más poderoso aliado; dejó de usarlas cuando lo que veía, no satisfacía los propósitos de su mundo temporal, hasta que como de costumbre, suele intervenir la casualidad: una tarde cualquiera, en un descuido, las gafas resbalaron de su cara, quebrándose sobre la dura loza del lavabo. Supo enseguida que el espejo del baño tuvo la culpa. Habría detenido su mano ahora borrosa, frente a un rosto gris de espesa niebla. Le habría permitido difuminarse lentamente entre el vidrio y el vapor de agua para formar aquella imagen que tanto le gustaba. Lo que el espejo le devolvió, fue algo más de lo que ella jamás hubiera imaginado. Sonrió con una mueca de satisfacción y para cerciorarse, borró con la palma de la mano la cortina de vaho. Lo que apareció frente a sí misma, había regresado. En un primer instante, como un leve reflejo en la oscuridad, y luego, aumentó lo suficiente como para quedarse.


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