Como cualquier adolescente, se es con frecuencia, esclavo del reflejo en el espejo. |
La amistad les hace casi
inseparables, pero la vida circunstancial los distancia. Se alejan de otras personas, y al mismo
tiempo, de ciertos objetos que ya no tienen utilidad o no les hacen lo bastante
felices. Los arrojan al vertedero o hacen algún viaje a la nada, con tal de
olvidarlos, o tal vez, los silencian en el cajón de un aparador cualquiera. La infancia y juventud convierten al
reflejo del espejo en un buen aliado que nos mira en silencio, dibujando
impasible, los trazos con los que los demás nos miran. Como cualquier
adolescente, se es con frecuencia, esclavo del reflejo en el espejo. Un solo
trozo de vidrio esmerilado basta, ya sea grande o pequeño. De bolsillo o
aumentativo de la desgracia, a veces se presenta ante nosotros sin llamarlo y
sin la necesidad de llevar gafas con las
que imaginar los defectos. Para ella, resultaba agradable mirarse y hasta
corregirse. La imagen que el espejo
le devolvía, era capaz de anunciarle el presente y el futuro. Pero el tiempo
pasó y la adolescente maduró, quedándose sin tiempo para mirarse en el reflejo
azul de las horas, mirar a los hijos, mirar al cansancio y mirar a su divorcio
interior. Tras años de amistad y alejamiento entre ambos, acordó enfadarse con
aquel mundo. Y, como todo vínculo viviente, el reencuentro entre ella y aquel
espejo del baño, les hizo prácticamente irreconocibles. La mujer que habitaba en el espejo ya no existía. Las canas y
las arrugas, frías y distantes, le devolvieron de un plumazo a la realidad. Así
que lo rompió en mil pedazos y la
lucha interior comenzó por desenterrar la vieja hacha de guerra: no mirarse en
el espejo era una cuestión casi imposible, pero juró no hacerlo, huir de las
vidrieras, los espejos de los probadores de ropa, y el retrovisor del pequeño
utilitario. Sorprendida de aquella imagen inconformista, necesitaba de otros
elementos que la obligaran a ver lo que no quería mirar. Las gafas se
convirtieron en su más poderoso aliado; dejó de usarlas cuando lo que veía, no
satisfacía los propósitos de su mundo temporal, hasta que como de costumbre,
suele intervenir la casualidad: una tarde cualquiera, en un descuido, las gafas
resbalaron de su cara, quebrándose sobre la dura loza del lavabo. Supo
enseguida que el espejo del baño tuvo la culpa. Habría detenido su mano ahora
borrosa, frente a un rosto gris de espesa niebla. Le habría permitido difuminarse lentamente entre el vidrio y el
vapor de agua para formar aquella imagen que tanto le gustaba. Lo que el espejo
le devolvió, fue algo más de lo que ella jamás hubiera imaginado. Sonrió con
una mueca de satisfacción y para cerciorarse, borró con la palma de la mano la
cortina de vaho. Lo que apareció
frente a sí misma, había regresado. En un primer instante, como un leve reflejo
en la oscuridad, y luego, aumentó lo suficiente como para quedarse.
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