Quijotes desde el balcón

domingo, 18 de septiembre de 2022

Horquillas de plastico

 

 

Fotografía: https://www.instagram.com/carlosdiazfotografia71/



   —No estás solo. –le repetía Sofía día si y día si.

Brais llevaba años hablando con teclas y aplicaciones de móvil. El péndulo de esperanza que le vendieron desde la primera hostia que le dieron en su escuela católica ya rujía de dolor por oxidación.

Aquellos bloques de piedras perfectamente cuadriculadas unas con las otras se habían convertido, a la par que el pelo de Brais, en blanquecinos recuerdos desgastados por el paso de pisadas que nunca se detendrían para bucear en mares sin señalizar.

La arena del reloj, desgastada por el roce, cada día bajaba con más velocidad a cada giro. Las decisiones de Brais, con el tiempo, dejaron de ser decisiones, tan solo vaivenes de viento que de vez en cuando refrescaban su corazón, nunca su mente.

Una mañana, mientras paseaba por los alrededores de su casita de campo, vio como una gallina, chiquituza e insignificante entre las demás, saltaba sin mirar atrás la alambrada de la jaula donde vivía y salía corriendo por la alameda de enfrente hasta perderse en el horizonte. Brais se quedó inmóvil hasta que sus ojos tan solo veían un puntito moverse hacia la libertad, su libertad, su impulso animal.

Con escalofríos y las lágrimas saltadas comprendió al instante lo que la vida le estaba diciendo con aquel pellizco de realidad.

Al día siguiente, en el buffet de comida rápida donde echaba dos turnos seguidos cada día seis días a la semana, comunicó a su jefe que se iba, que dejaba el trabajo en dos semanas. 

   —Me voy Nuno. 

Éste, callado y pensativo durante unos escasos segundos tan solo le contestó, con la frialdad propia de saber que había currículums de sobra sobre la mesa a diario para reemplazarlo.

  —Avísame el día de antes que liquidemos cuentas.

Ni una simple pregunta, ni porqués, ni adóndes ni cómos.

Aquella mañana de finales de agosto con Brais en el túnel de embarque hacia Zúrich, las nubes se esforzaban por intentar llorar, cargando de melosa pomposidad literaria la marcha de aquel coruñés amante de su tierra, de su gente y de los olores a confianza y espacios abiertos.

   — ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué estoy haciendo? – se preguntaba atragantándose con su propia saliva amarga, mientras miraba fijamente la pantalla donde se mostraba el trascurso del vuelo y los pocos kilómetros que faltaban para aterrizar.

En el tercer piso del número 53 de la calle Bahnofstrasse. Brais tocó al timbre con los dedos como sacudidas de tierra entre dos placas tectónicas. Una voz fresca y veloz le preguntó en alemán:

   —Wer? ¿Quién es?

   —Soy Brais respondió con una sonrisa de oreja a oreja.

Tras unos escasos segundos de silencio, sin destinatario ni remitente, se oyó un tartamudeante:

   — ¡No, no, no, no! Esto no lo hemos hablado nunca, esto no es así. No, no, no Brais no te abro.





¡No, no, no, no! No te abro.


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