Quijotes desde el balcón

lunes, 11 de enero de 2010

El Carril (Parte 1 de 3)

¡Qué agradable se presentaba la tarde del sábado! Tras la primera sesión de cine y unas cuantas
copas de ginebra para entrar en calor (el otoño se estaba ainvernando por momentos) Paloma y Juan
dejaron a los amigos en el bar para salir a dar un paseo y tomar el aire. Aire hacía, ciertamente, pero en
ese estado de estúpido enamoramiento el cuerpo humano reacciona de manera completamente absurda a
los cambios climáticos, haciendo que el frío no hiele ni el calor agobie ni una tormenta como la que
estaba cayendo empañe los besos. Cosas de la edad.
Aunque aún eran las siete de la tarde, la noche se había presentado algo antes que de costumbre,
precedida de grandes nubarrones y algún que otro rayo ocasional que, en lugar de amedrentar a esta
inocente pareja, les hacía de romántico fondo para sus escarceos. Rondaban casi la treintena, pero tal y
como estaban las cosas por aquellos tiempos hubiera sido imposible adquirir un piso para los dos, con lo
que tenían que buscar lugares alternativos para satisfacer sus deseos y necesidades íntimas. Hacía años
cualquier esquina, portal o banco del parque hubiera sido suficiente, pero ahora no tenían más remedio
que esperar a que algún amigo con más fortuna les prestase la casa temporalmente, o bien ahorrar un poco
para ir a una andrajosa pensión, o simplemente quedarse en el coche, un viejo R5 deslucido que tampoco
tenía hechuras para mucho más.
Así que ahí estaban los dos, esta vez conducía ella mientras Juan volvía a enfadarse por que no le
dejara coger el coche, si apenas se había tomado un par de copillas. Poco duró el enfado. Saliendo por la
zona norte del pueblo un viejo carril, que hacía décadas seguramente llevara a un magnífico cortijo, ahora
apenas se metía unos kilómetros en el enjambre de olivos y ahí se deshacía para formar parte del paisaje.
Tras un magistral cambio de sentido, el coche quedó nuevamente mirando hacia las lejanas luces del
pueblo y medio escondido entre dos olivos.
Eran muy excitantes esos segundos de callada tensión, cuando el motor se quedaba en silencio y
el muelle del freno de mano emulaba al gong del boxeo que da comienzo al combate. Entonces se giraban
el uno hacia el otro, en unos segundos el cruce de miradas dejó claras las intenciones de ambos y
sobraban las palabras. En la radio Diana Krall tocaba el piano en exclusiva para ellos, y dejándose llevar
entre el jazz, el repiqueteo de las gotas sobre el coche y los flashes aleatorios de la tormenta, empezaron a
quererse sin palabras, a danzar el uno sobre el otro y a desgastarse la piel como si ya mañana partiera cada
uno en un dirección opuesta.
Los cristales empañados hacían algo más tétricas las apariciones resultantes de los rayos, en
lugar de olivos se entreveían formas extrañas, a las que les buscaban parecidos lógicos e incluso le ponían
nombre si era menester. Estaban algo sudados, y a medio vestir (o a medio desnudar, mejor dicho) y por
la rendija de la ventana de Juan salía el humo del cigarro mientras alguna gota huérfana le mojaba el
pecho y la pernera del pantalón. Era un poco tarde, qué más daba, el tiempo no existía. Estando juntos el
tiempo no era más que el lapso cronológico que los atormentaba entre que se despedían un día y se veían
al siguiente, todo lo demás era algo aún sin nombre y sin medida ni peso ni magnitud.
Decididos ya a volver cada uno a su casa y separarse hasta el día siguiente, vieron con
desasosiego que el coche no se movía del sitio. La tierra, el agua y las hojas secas habían formado un
adobe que capturaba las ruedas y casi parecía que el coche había echado raíces. Imposible llamar a ningún
amigo para que les echase una mano, los móviles estaban sin cobertura en ese paraje y aunque suponían
que sabrían donde estaban, seguramente no los echarían en falta hasta pasados unos días. A nadie se le
ocurre ir a molestar a una pareja cuando están en esos menesteres lúdicos. Así que asumieron que
pasarían allí la noche. Con los asientos reclinados y las chaquetas por encima, era lo más parecido a una
cama propia que habían tenido en los 2 años que llevaban juntos. De modo que empezaron a soñar con el
futuro, otra de las cosas absurdas que ese estado mental llamado enamoramiento causa en quienes lo
padecen. Hablaron de cómo sería su casa cuando tuvieran dinero para la entrada. El se decantaba más por
un apartamento, con un salón pequeño y alfombra para tirarse los sábados a leer, mientras ella seguía
diciendo que prefería una casa, y si encima tenía chimenea mejor que mejor.
Él prefería por el centro, necesitaba o al menos le animaba mucho tener un “bar de la esquina”,
una “tienda de al lado” y lo que más le hacía ilusión desde pequeño (mira tu que chorrada) era poder
asomarse al balcón y ver la terraza del bar, hablar directamente con quienes llamaran a la puerta sin
necesidad de portero automático y mandarse las cosas por un cubo atado a una cuerda. Un estudio con las
paredes forradas de libros. De todos los tipos: de ciencia, de tecnología, de informática, de novelas, de
cuentos, de teatro, de tratados de filosofía, etc. con una mesa grande donde nunca sobrara espacio y un
gran cenicero caliente y humeante repleto de colillas.
Ella era más hogareña. Una casa a ser posible en el campo. Tranquila, sin ruidos, sin vecinos. Un
jardín en la entrada y un huerto por detrás, con columpios para los niños. Una buena cocina junto al
porche para hacer los guisos con los amigos y familia cuando fueran a verlos, y un gran dormitorio con
bisel en la cama y un gran ventanal para abrirlo cada mañana y que el trasluz de su camisón sea lo
primero que Juan viera cada día. Junto a la puerta los dos coches, para no tener que molestar el uno al otro
y la moto de Juan en una esquina del garaje, cuanto más lejos mejor.
Finalmente se quedaron dormidos. Entre el cansancio del combate y la larga charla eran ya casi
las cinco de la madrugada. Hasta las tres de la tarde no empezaron a abrir a duras penas los ojos. Ya no
llovía, pero seguía haciendo frío. Tres olivos más arriba improvisaron el baño, usando de espejo la cámara
de vídeo llamada del móvil y de grifo el agua que empapaba las hojas picudas. Se terminaron de vestir y
vieron que el coche estaba mucho más hundido de lo que se quedó la noche anterior. La lluvia también
había deshecho el carril y unos troncos caídos junto con algunas piedras bloqueaban la salida lógica.
Dando un paseo por el campo vieron un estanque abandonado, donde se supone habría una casa tiempo
atrás, pero de la que sólo quedaba el estanque y poco más. Estuvieron toda la tarde limpiándolo, con lo
que pudieron encontrar por los alrededores, y cuando se estaba poniendo el sol ya brillaba su reflejo sobre
el agua. Tenían hambre, y gracias a que habían estado en el cine tenían algo de palomitas, unas chucherías
y aún quedaba una lata sin empezar de cerveza. Esa cena, los dos juntos, perdidos en la nada y sentados
sobre el capó del coche les supo a gloria. Así que recogieron la mesa y se metieron en el coche a
resguardarse del frío y fabricar calor artesanal.

Parte 2

1 comentario:

ruyelcid dijo...

Caracoles! pedazo de "Triptico" de actulización..

Me las he copiado y pegado en un documento en orden de la primera a la tercera para leerlas del tirón...

ruyelcid.

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