Quijotes desde el balcón

lunes, 11 de enero de 2010

OSCAR




... Sin imaginarse lo que iba a cambiar su vida y la mía desde ese preciso momento. "Oscar, yo ya no puedo ocultar esto por mucho más tiempo; la situación en mi casa se está enrareciendo minuto a minuto, día a día, y mi madre cada vez insiste más en que cuando le voy a presentar a mi novia. Siento que la engaño en cada mirada, cada vez que me siento junto a ella en el desayuno y en la cena. Y, como bien sabes, dada su gran tradición familiar católica, anunciar lo nuestro sería mandarla directa al cementerio. Ya sufrió bastante hace dos años con la muerte de mi padre y ahora su único hijo le viene con esto".
La carta estaba torcida y muy mal escrita dado que la escribí una noche sentado sobre mi almohada y pendiente de que mi madre no fuera a entrar como siempre a decirme: "buenas noches, a ver si apagas ya la luz, ¿eh?"
Al día siguiente mi madre estaba blanca, en la mesa de la cocina donde desayunábamos cada día. No me dirigió la palabra en ningún momento. Y cuando me disponía a irme hacía el colegio, esa mañana llevaba algo de prisa pues teníamos claustro a las ocho, me cogió del brazo apretándolo y me dijo: "Ya he llamado al tito Enrique para que te apañe una cita con él lo antes posible para empezar a tratarte".
Mi tito Enrique era jefe del departamento de psicología del Hospital Real en Madrid. "¿Tratarme qué, qué andas maquinando ahora?" le dije. Se levantó, me soltó la mano bien abierta en toda la cara, y me dijo: "Tu padre resucitaría para encerrarte de por vida si supiera que su hijo le ha estado engañando todos estos años ocultándole esta escandalosa aberración. ¿Quién es ese Oscar, donde vive? iré a ponerle una denuncia, ¡Hijo mío! ¿Cómo has podido hacerle esto a tu familia con lo que nosotros hemos hecho por ti? Te hemos pagado los mejores colegios, nunca te ha faltado de nada, y ahora tú nos lo pagas con esta perversión propia del mismo demonio... ¡FUERA DE ESTA CASA! ¡FUERA!
Cogí mi carpeta y la chaqueta y salí dando un portazo sin mirar hacía atrás. Esa noche la pasé en el pequeño y oscuro piso de Oscar, al que ya le advertí que no me apetecía hablar de ese tema, ni de ningún otro esa noche.
Al día siguiente de vuelta a colegio, me llamó el director y me comentó, usando los eufemismos más rebuscados que jamás había oído antes, que mi madre los había llamado por lo de mi "enfermedad" y que él ya se había adelantado preparando el documento de "dimisión voluntaria" para que lo firmase. Yo, que llevaba toda la mañana moviéndome y actuando por inercia, como transportado por una gran nube gris, firmé, sin pensar lo que hacía ni las consecuencias que tendría, me levanté sin hablar y me fui. Al llegar al piso de Oscar, él ya tenía las maletas, las suyas y la mía, preparadas, y el coche apunto y me dijo: "no subas al piso si no quieres, salimos ahora mismo hacia Montpellier, a vivir en la pequeña casa de campo que me dejó mi tío en herencia".
Y así, mientras aún en silencio subíamos por la A7 dirección a Francia, empecé a blanquear mis ideas y me entró una gran melancolía e impotencia por el acontecer de los hechos a raíz de esa gran curiosidad por leerlo todo de mi madre. Me desvinculé por completo de mi familia, conseguí, con una pequeña ayuda de la familia de Oscar, dar clases en una academia del centro de Montpellier y a los pocos meses de estar allí de nuevo el cielo volvió a parecerme azul y el oxigeno al fin circulaba con tranquilidad por mis pulmones.

5 comentarios:

Elba dijo...

Cambio de aires!!!

Buen comienzo!!!

Rafa Vera dijo...

Este relato no se sujeta por ningún sitio. La A7 está cortada por la nieve, así que tendrían que haber pasado la noche en la Junquera, con los camioneros. A partir de ahí...

Lenmelon dijo...

Me gusta, me gusta. Buen estilo, don Rodrigo.

Begoña dijo...

Me gustó en su día, y me gusta ahora.

ruyelcid dijo...

Ha sido un mago.

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