Quijotes desde el balcón

lunes, 1 de febrero de 2010

Cuentos del Invierno Burlón

¿Cuántas veces has dejado pasar la oportunidad de saludar a alguien a quien deseabas decirle algo? Su mirada, un gesto intemporal, imperecedero. ¿Cuántas veces te hubiera gustado mirarte en unos ojos que no son los tuyos? Hablarles, acunarlos, egoístamente separarlos del cuerpo, hacerlos tuyos y eternos... ¿Has creído en alguna ocasión que el azar te ha dado una oportunidad en forma de ocasion para actuar y no lo has hecho? Sí, has leído bien, bendición bendita. ¿Una historia por escribirse para que tú la narres? ¿Por qué durante alguna caprichosa hora del día te cruzas con un anónimo y crees conocerlo de toda la vida? Es más, aseguras conocerlo de toda la vida. Por la calidez de sus movimientos, por unas manos hirientes, abrasadoras, que jamás has sentido y, sin embargo, tienes la sensación de haber tocado. Por un algo indeterminado y quejoso, en definitiva, que termina por convencerte, aunque solo te hayas empapado durante un instante de tu propia esperanza. Tengo un buen amigo que suele comentarme cosas de este tipo. Es un tipo lúcido, un hombre fuerte, cercano, de esas personas que siempre parecen asentarse en un sitio al poco tiempo de llegar. Pasa desapercibido, vaya. También he de confesar que me lo dijo tras algunas copas de vino tinto y un par de coñacs. Bueno, lo cierto es que también me aseguró con rotundidad que, en su opinión, las verdaderas escuelas de la vida son las putas, la cárcel y el alcohol. “Y por ese orden, no lo olvides”, me espetó al tiempo que me daba una palmada en el hombro y aflojábamos las billeteras codo con codo en la barra de un bar. Nos descosíamos, abríamos nuestras propias costuras, dejábamos volar nuestras almas, nuestras pequeñas bocas polvorientas, amañadas, malhabladas. Y éramos felices. ¡Diablos lo éramos, vaya que si lo éramos! La primera vez que empecé a diluirme en estas historias fue un día de gotas de alcohol y lluvia. Me disolvía como un pequeño pasquín en un mural bajo un cielo ennegrecido y tormentoso, un gran cenicero donde los dioses se habían poco menos que cagado, una luna a media tarde sin textura apuntalando un firmamento envejecido y miedoso. Los árboles tristones, recogiendo sus retorcidos troncos, intimando vergonzosamente con sus raíces, los pequeños pajarillos trinando en las ramas quemadas. La gente paseando y espolvoreando su figura por una ciudad apagada. Las fábricas gritando a pleno pulmón, las jóvenes muchachas saliendo de sus trabajos de cajeras; tal vez, de recepcionistas, de recaderas. Los hombres, también, por supuesto, trajeados, adornados peligrosamente (esto me hacia gracia, porque, según me comentó durante una partida de cartas mi colega, ¡jugaban con su dignidad sin enterarse!); otros, tipos remendados, de alma y paños, de bolsillo y consuelo. Hambre con hambre, dolor con dolor...un mundo sin mas barreras aparentes que las de aquel vetusto paso a nivel...

1 comentario:

ruyelcid dijo...

Muy bueno..Alfredo..muy bueno.

Archivo del Blog