Quijotes desde el balcón

lunes, 29 de marzo de 2010

AVACAY Y EL ÁNGEL


Capítulo III

(resolución del encuentro de Avacay y su precoz amor)


Más frío que el hielo

Y contigo... fue todo lo que Avacay pudo decir a su nueva amiga, a la que sólo tres minutos antes hubiera puesto la tierra, los mares y la luna en sus pies. Después de más de media hora pensando todas las cosas bonitas que se pueden decir a una niña también bonita, sólo se le vinieron a los labios unas tristes y contigo..., que no dejan lugar a dudas sobre la impotencia del enamorado, y que podría comprender mucho mejor años después. Todo terminó y con la bendición del sacerdote llegó la maldición para Avacay, al que algo le decía que no volvería a disfrutar de algo parecido a las sensaciones vividas aquella mañana en el preciso instante en que despareció ella. El frío, de nuevo, se apoderó de él cuando en el tumulto de la salida de misa perdió de vista al ángel que le había anunciado aquella mañana la verdadera buena nueva para él: el descubrimiento de un corazón vivo, capaz de sentir algo distinto a lo vivido hasta ese momento, y que bien podía ser el amor.
La buscó en la puerta, en el parque y de vuelta a casa. No dejaba de mirar hacia atrás, esperando encontrarla nuevamente, por sorpresa, como había irrumpido aquella misma mañana. Se lamentaba por no haber tenido nada mejor que decir; por no haber encontrado otras palabras distintas a unas ambiguas y contigo... frías y vacías de mensaje, todo lo contrario de los ojos y los labios de ella, que le habían hablado alto y claro, quizá sin él entenderlo aún, de la pasión y del deseo. Sólo aquella imagen quedaba en su recuerdo... y algo más. Compulsivamente, retiró su guante de la mano derecha y se la llevó a la cara. Ahí, por primera vez, reconoció el aroma de aquella criatura divina y sonrió, justo antes de recibir la reprimenda de su madre por ir sin guantes bajo aquel sol que no calentaba nada. Avacay no borró de su cara la pícara sonrisa de niño que dibujó segundos antes y dio por bueno el regalo. Quizá después de todo Papa Noel no era un fraude y aquella mañana quiso dejarle un regalo pagano en forma muy humana, pero que a él le pareció un auténtico trozo de cielo en la tierra.
Avacay llegó a casa, desparramó toda la ropa de los domingos por la habitación, la cambió por una mucho mas de estar en casa y marchó muy aprisa a buscar su regalo de la noche anterior. Jugó largo rato con su Tente, haciendo y rehaciendo la nave espacial con la que imaginaba conquistar nuevos mundos y, por qué no, ofrecerlos a su amada. Una amada de la que no conocía el nombre, ni dónde vivía, ni el colegio al que iba... Una amada anónima, que había hecho de Avacay el chico más feliz del mundo sin siquiera rozarlo, y por la que merecía la pena haber vivido, y por la que valió la pena aguantar aquel frío de la mañana de Navidad, aquellos zapatos nuevos dolorosísimos y, lo que casi era peor, el plomo de la misa de aquel insufrible cura. Después de todo, había que hacerlo; era habitual que su familia hiciera siempre lo mismo la mañana del veinticinco de diciembre y aquella, evidentemente, no iba a ser una Navidad distinta.
Llegó después Año Nuevo y, unos días después los Reyes Magos dejaron en el balcón de Avacay los regalos habituales; regados con alguna chuchería y, sobre todo, las risas, y sobre todo de la abuela, al ver las caras de Avacay y su hermano pequeño al descubrir que su casa estaba de nuevo en la ruta de aquellos tres personajes, que nunca fallaron a la cita, como siempre, como todas las Navidades.
Pasaron los años y Avacay siguió acudiendo muchas veces a aquella iglesia. En momentos incluso se aproximó al rincón en el que sintió la frescura del amor advenedizo, como aquel Papa Noel de su infancia, extraño hasta ese momento y recién instalado en un corazón aún sin llagas. Allí le vi por última vez, con una amplia sonrisa, palpando con su mano el lugar en el que ella apoyó su joven y aún pequeño cuerpo la mañana de Navidad de su encuentro, y llevándosela al rostro, con los ojos cerrados, como hizo ese mismo día, aspirando profundamente para tomar hasta la última pizca de su esencia que pudiera quedar allí y, soñando, quién sabe, con la ocurrencia nuevamente del milagro.
Los regalos de Navidad siempre son sorpresivos y el de Avacay se convirtió en una completa enseñanza de vida. Nunca volvió a ser el mismo, y desde ese día amó con abundancia, y temió y sufrió por amor, como todo ser humano mortal. Su regalo fue ese: haberlo comprendido con el ejemplo vivo. Haber podido comprobar que si los ángeles existen, deben ser muy parecidos a su amiga del abrigo gris, a la que vio una vez, y a la que quiso durante un instante que fue vital en su existencia, a la vez que amargo en su final. Fue una Navidad como las demás, pero para Avacay fue muy distinta: aquella fue la única en que recibió de verdad la visita de un ángel.
FIN

2 comentarios:

Nono Vázquez dijo...

Ahí tenéis el último capítulo del cuento. Espero que os guste.

ruyelcid dijo...

Me ha gustado la trilogía en general, esperaba algo más de "carnaza" tal vez; pero eso será por mi incipiente revoltijo hormonal en estos inicios de la época floral, jijiji.

Gracias.

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