Quijotes desde el balcón

jueves, 15 de abril de 2010

EL PANTALÓN (postrelato XXIX)

Los Pantalones.
"Venga. Bájate los pantalones. No tenemos tiempo"
Y allí, en plena frontera entre Marruecos y España estaba yo, bajándome los pantalones sin plantearme posibles consecuencias, y con aquella muchacha de tez canela y ojos azulados que apenas, unas treinta horas atrás, tropezó conmigo en el autobús de Marrakech.
Yo estaba conociendo las ciudades más importantes de Marruecos, con el fin de desconectar un poco de la presión de mi primer año como enfermero en aquel extraño país. Y ella era hija de una familia adinerada del centro de Marrakech, huyendo de las arraigadas tradiciones culturales y religiosas seguidas al pie de la letra por sus cuadriculados progenitores.
Se sentó a mi lado aún con la respiración continua y acelerada, y no paraba de mirar hacía atrás mientras el bus se iba alejando por la polvorienta avenida. Pasaron unos minutos y, ya algo más calmada, miró la pequeña botella de agua que llevaba en mi mano derecha y me pidió, con un acento de español recién aprendido, un pequeño trago; a lo que yo le di toda la botella y saqué otra de mi pequeña mochila.
No podía dejar de mirarla, y ella al darse cuenta, en vez de ocultarse o enrojecerse, se me quedaba mirando también fijamente.
Llegado el medio día, ya nos habíamos contado parte de nuestras vidas y como habíamos llegado cada uno a donde estábamos. Y como ella, rebelándose contra un futuro ya impuesto desde sus primeros años de existencia, luchaba por encontrar, en la “abierta Europa”, su verdadera vocación, lejos de ocultismos, tabúes, machismos, y represiones de entorno extremista arcaico familiar.

Me contó que había robado (“tomado prestado de su padre”, dijo concretamente) algo de dinero para ir tirando. Y que llevaba también cerca de dos kilos de hachís, repartidos en unas ocho bolas de cuarto de kilo cada una, para, llegado el caso, ofrecerlas al contrabandista oportuno, o sobornar al oficial correspondiente.

Y así fue como, una vez en la cola de la aduana para entrar ya directamente en España, mi recién conocida belleza de Marrakech, me sacó asustada de la cola de los hombres y me metió a tirones en el servicio de los caballeros, allí en la misma estación, y me dijo que sí confiaba en ella y creía que su amistad les llevaría a algo en un futuro había que evitar a toda costa que la pillaran intentando pasar el hachís al país vecino. Y sin comerlo ni beberlo estaba, en mis supuestos días de relax, en una estación polvorienta y seca de Marrakech con los pantalones bajados delante de una mujer a la que casi no conocía e introduciendo por “mis orificios bajos” bolas de hachís con la esperanza de que una ayuda a esa peculiar mujer, cambiaría mi vida para siempre.

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