Quijotes desde el balcón

viernes, 19 de marzo de 2010

AVACAY Y EL ÁNGEL

Segunda entrega del relato. En la primera dejamos a Avacay a punto de marchar con sus padres a la misa de Navidad.

Capítulo II

La niña de la iglesia
Al entrar en la iglesia, Avacay recibió el habitual retemblido(1) que la baja temperatura y la impresión que le causaban las imágenes que poblaban todas las capillas ejercían sobre él. Rápidamente, eligieron un lugar para sentarse, como a la mitad y en la parte derecha de las bancadas de la nave de aquel enorme templo. El coro entonaba algunos villancicos, aburridos en su mayoría para Avacay, que se mostraba cansado de escuchar siempre lo mismo en aquellos días, mientras la iglesia se iba llenando de gente. Algunas de aquellas personas se detenían junto a ellos, saludaban a sus padres y con un felices pascuas(2) en la boca, se acercaba a besarlo o acariciarlo, mientras él correspondía con una sonrisa, perenne, en sus labios.
En un momento, se escuchó un estruendo en la puerta; era una carcajada. Al reponerse del susto, Avacay giró de nuevo la cabeza y, justo a su lado, de pie, junto a una de las pilas del agua bendita, apareció. No se podía creer lo que estaba viendo. Una niña aproximadamente de su edad se había colocado allí mismo. Aunque ella no reparaba en él, Avacay no podia dejar de mirarla. Llevaba unos zapatos negros, una falda gris, un jersey rojo y se cubría con un abrigo también gris y una gruesa bufanda de color rosa. Sus labios eran brillantes y su tez un poco pálida; tenía unos ojos azules, vivos como la candela, una nariz pequeña y curvada hacia una graciosa punta respingona y un pelo liso y castaño, recogido arriba en una diadema oscura, pero que le caía graciosamente en una melena caprichosa, que se mezclaba con las solapas de su abrigo y se volteaba en las puntas, como si se hubiera dejado secar al frío aire de la mañana, justo por debajo de sus hombros. Qué guapa, pensó Avacay casi en voz alta, justo cuando ella cruzó su mirada con la de él y, al darse cuenta de la situación, esbozó una sonrisa que a él le supo a gloria, y con la que casi pudo imaginar su fragancia.
Si normalmente Avacay no prestaba demasiada atención a las lecturas y la homilía, aquella mañana estaba ya totalmente abstraído, fuera de lugar y situación, totalmente embobado, con la mirada fija en su nueva amiga, tan cerca y a la vez tan lejos de ella, saboreando con deseo cada segundo que se iba consumiendo de aquella mañana, que se había tornado placentera en un instante. Mientras el sacerdote hablaba de apariciones y de ángeles, Avacay estaba convencido de que estaba contemplando uno en aquel instante y que Dios le había premiado con un placer divino al ponerle delante de él a aquella joven, que estaba consiguiendo hacer llegar a su cerebro sensaciones y pensamientos de estreno, como los zapatos que aquella mañana amenazaban con hacerle reventar los dedos de los pies, pero en los que ya no pensaba, toda vez que su mente se ocupaba en cosas mucho más agradables que aquel molesto dolor.
De golpe, recordó las conversaciones de las películas y de los mayores, que siempre hablaban del amor. Avacay pensó que ese amor sobre el que la gente debatía y penaba a veces debía ser algo parecido a aquella sensación que sentía y que estremecía todo su cuerpo. De nuevo ella volvió a girar la cabeza y tuvo que hacer un esfuerzo para bajar los ojos rápido y no pasar la vergüenza de ser sorprendido mirándola, porque algo tan bueno tenía que estar prohibido a la fuerza, y pidiendo a Dios que aquello durara eternamente. Ella debió darse cuenta, porque sus ojos también buscaban los de Avacay de vez en cuando, fingiendo a veces coincidencia y retirando la mirada bruscamente, con ese lenguaje universal del coqueteo, que aquella inesperada vecina de misa manejaba a la perfección.
Daos fraternalmente la paz resonó como un trueno en la iglesia e inmediatamente después se organizó ese particular revuelo que algo tan solemne con la celebración de la misa se permite, como una pequeña licencia, favoreciendo el contacto físico entre los asistentes. Avacay inclinó su cuerpo para recibir el beso de sus padres y dar uno a su hermano. Nuevamente la sorpresa se apoderó de él cuando, al recuperar el sitio perdido, ella le miraba esta vez fijamente a los ojos, y se había adelantado hacia él dos pasos, justo la distancia entre la pilastra en la que ella asistió a la celebración y el banco que ocupaba Avacay. Su mano pequeña, tendida hacia él, fue una auténtica alucinación para Avacay, que apenas pudo sacar las suyas de los bolsillos del abrigo. Ella balbuceó muy bajito la paz sea contigo, y él no pudo más que corresponder, pegando un tirón torpemente, y dejando al descubierto el forro del bolsillo, que dejó además caer su guante, el de la mano derecha, que acudió al encuentro de la de ella como un náufrago que vislumbra la orilla salvadora de una isla en la que refugiarse.

(1)Escalofrío, estremecimiento.
(2)Saludo navideño muy habitual en Andalucía.

2 comentarios:

ruyelcid dijo...

Esos primeros amores..son los mejores... ¡Dios que envidia sana me está entrando!

Enhorabuena de nuevo Sr. Vazquez esto sabe a caramelo en un rico flan de viernes santo!!

Nono Vázquez dijo...

Gracias. Y como en el teatro clásico, en el tercer acto llegará el desenlace.

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