Quijotes desde el balcón

lunes, 16 de agosto de 2010

Invisible

De vuelta de algunas cosas en su vida, se sentó con un roído ejemplar del Hombre Invisible de Wells entre las manos, con el sol en la cara y con pocas ganas de volver al trabajo aquella tarde. Para su esparcimiento y huida de las presiones laborales cotidianas, eligió un banco cualquiera, no más pintado y firmado que la mayoría e igualmente maltratado por la intemperie que el resto, con sus apoyabrazos oxidados, sus maderas roídas, sus Paco quiere a Mari tallados en el respaldo y sus típicas cagadas de paloma. Buscó una posición apacible, estiró las piernas todo lo que pudo y se dispuso a abrir el libro por donde tenía marcado, para sumergirse de nuevo en la lectura, que había abandonado contra su voluntad al llegar a la estación aquella mañana.
En el momento en que su vista se fijó en la primera frase, el protagonista, un tal Jack Griffin, había experimentado sobre sí mismo, volviéndose del todo invisible, y mientras buscaba una cura entre maldiciones, daba vueltas por la habitación que había alquilado a una posadera de un pueblo cercano a Londres, aumentando así, el color negro de su leyenda personal, y que a estas alturas, antojaba fatal desenlace. En ese momento, al llegar al final de la página nuestro ávido lector descubrió algo que a punto estuvo de dinamitar la cordura que le sostenía todavía.
Él, un varon bien parecido de 32 años, alto, moreno, delgado de tez oscura, a veces simpático, razonablemente inteligente, aficionado a la lectura, música, viajar, amante de los climas de centro, es decir, ni los fríos de derechas ni los calientes de izquierdas, a quien le encanta ser uno mismo, a pesar de lo mal que suena hoy día, era incapaz de entender lo que estaba viendo, o mejor, lo que había dejado de ver. Sus manos habían desaparecido. Es decir, las sentía y todo eso, pero ya no podía verlas, a pesar de notar el tacto de las páginas mugrientas, y de pasarse desesperadamente las manos por el pelo que ya raleaba, y notar que todavía estaba allí, ya solo veía los puños de su abrigo. Solo lo asombró aún más la mirada incrédula de un anciano en babuchas, con una camisa de cuadros que a ojo tendría unos ochenta y pico, y que, apoyado en su bastón de madera pulida, se acercaba con tiento al banco donde él se encontraba. Se levantó de un salto, cerró el libro y comenzó a correr entre los gritos del anciano, saltando entre los charcos traídos por la borrasca del día anterior, sorteando parejas de la mano y balones de fútbol, hasta una zona donde los árboles se multiplicaban y que le permitirían un respiro. Allí, respirando trabajosamente, maldiciendo el tabaco, y agachado con las manos en las rodillas, observó que volvía a tenerlas. Las miró, incrédulo, con cada uña en sus sitio, con el mismo color pálido de piel, con el mismo número de teléfono de la dependienta de la tienda de la esquina, apuntado con números grandes en el dorso con bolígrafo azul.
Hizo memoria para ver si había fumado algo raro aquella mañana, y negó con la cabeza, pensó en la demencia senil, y decidió que con treinta y dos años, uno no puede ser senil. Pensó que igual se lo había imaginado todo, pero entonces se acordó del ancianito, y supo que no. Pensó que lo mejor sería volver al trabajo. Caminó de vuelta, con el libro en la mano, sin mirar a nadie por la calle, y mirando su reflejo en los cristales de los edificios, y sus manos por el rabillo del ojo, con un atisbo de temor, para comprobar que todo había vuelto a la normalidad. Pasó por delante de una parada de Metro, y cruzó la calle a toda prisa, porque el hombrecillo de verde del semáforo amenazaba con desaparecer. Una vez cruzada la calle, y bajo el pórtico de una iglesia, había un mendigo, pequeño, calvo, con la barba sucia, ojos perdidos y tristes, al que un tal  Don Simon, le había dejado la nariz roja, con una americana de felpa regalo de beneficencia, con montones de manchas que parecían condecoraciones, pantalones de pana roídos que dejaban a la vista una rodillitas huesudas, negras de la acera, y chancletas azules de piscina. El hombrecillo sostenía un cartón de leche en el que había escrito con rotulador negro y demasiadas faltas de ortografía, que andaba enfermo por el mundo que estaba en el paro y que tenía un número de hijos suficiente para montar un equipo de fútbol. Entonces, al leer aquello, nuestro hombre se asusta, no por lo triste del panorama, sino por los espasmos que empieza a sentir en uno de sus brazos. En primer lugar, intenta tranquilizarse, pero sus temores no hacen más que crecer cuando su brazo fuera de control, se mete bruscamente en uno de sus bolsillos, y con frenética tensión sus dedos escarban furiosamente en el interior de su pantalón, sin que nuestro amigo supiese muy bien qué buscaban. Y sus dedos que ya no eran sus dedos, sino partes independientes de su cuerpo se detienen de pronto. Su brazo, se mueve ahora como un resorte y saca rápidamente una moneda del bolsillo, que curiosamente guardaba para el café, y que de pronto, cae en la cestita del mendigo impulsado por un giro muñeca magistral, al que se le escapa una sonrisilla y una mirada a medio camino entre las gracias y la extrañeza. Aquello fue lo que le terminó por convencer de que su salud mental, empezaba a ser escasa.
Dio media vuelta, dio la espalda al mendigo, y continuó su camino, a paso ligero y pálido del susto, de vuelta al trabajo. Una gota de lluvia le cayó en la cara, miró hacia el cielo, y bajo la pancarta de la media maratón que se había celebrado el fin de semana anterior, empezó a correr, sin entenderlo y sin poder detenerse, a una velocidad que su edad, los excesos del fin de semana y su condición de fumador, consideraban desmesurada. La gente lo miraba extrañada, probablemente por la cara de susto que tendría a aquellas velocidades absurdas, o porque pensarían que acababa de robar un banco, un bolso, o alguna que otra joyería. Pero él, no podía dejar de correr, no sabía a dónde iba, doblaba esquinas, subía y bajaba pendientes horriblemente empinadas, sorteaba obstáculos por el camino, con el pecho a punto de la desintegración y gotas de sudor cayendo por el rostro asustado, con un dolor horrible y punzante en sus piernas, que no pararían ni amputándolas.
Durante algo más de hora y media siguió corriendo, sin rumbo fijo, hasta que de pronto paró, y con la cara pálida y una espumilla asquerosa en las comisuras de sus labios, se desplomó como un saco en el suelo, a medio camino entre la consciencia y la inconsciencia, bajo la línea de meta del medio maratón que acababa de hacer en un tiempo razonable. No supo cuánto tiempo durmió, ni dónde estaban sus ropas, ni por qué había tanta luz en aquel cuarto tan blanco, tan limpio y tan horrible, ni por qué le dolían tanto las piernas. En ese momento, en el que solo se acordaba de su jefe con cara de perro de presa, y una carta de despido en la mano, una enfermera más blanca que la habitación en la que se encontraba entró en el cuarto. Con un “me alegro de que hayas despertado” la mujer de rostro amable, se dirigió a él y a él, lo único que se le ocurrió fue preguntar dónde estaba. Y estaba en un hospital relativamente nuevo, después de dormir algo más de dos días, durante los cuales una verdadera procesión de familiares había ido a visitarlo, y él sin enterarse de que incluso su prima la del pueblo, la que estaba tan buena, se había acercado a verlo. Y la enfermera salió y se quedó solo durante un rato, y miró a la habitación, se incorporó y vio los muebles nuevos, la tele que iba a monedas, y una mesita en la que había restos de comida, el periodico del día anterior, y un folleto del departamento de psicología del hospital en el que ponía con letras grandes y de color azul la palabra amnesia. Y olvidó para siempre quién era y qué hacía allí, porque no podia ver sus manos ni sus pies...

1 comentario:

ruyelcid dijo...

Muy bueno Alfredo...ya era hora de que se volviera a abrir la caja de cohetes y se fuera deshumedeciendo la pólvora...

Espero los próximos "perdigonazos" de nuestros colaboradores habituales..

Un abrazo y hasta pronto!!

¡La peonza no se vio parar!

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