Quijotes desde el balcón

martes, 14 de diciembre de 2010

LA RIÑA (por Emilio Sánchez)



Relato Corto del escritor alcalaino Emilio Sánchez, autor de la exitosa novela histórica "El Escudo Nazarí" y la recientemente publicada "Cuentos del Condestable" disponibles ambos en nuestras librerías locales.

LA RIÑA, por Emilio Sánchez.



Corrían los años cincuenta en aquella apaleada Andalucía rural de la posguerra –eso de corrían es un eufemismo; más que correr parecía que se arrastraran penosamente- y a la gente, con el pan escaso, racionado, y los bolsillos vacíos, los días se le hacían muy largos, interminables, ya fuera por estar mano sobre mano, esperando que ocurriese el milagro de que alguien les llamase a trabajar, o, todo lo contrario, por tener trabajo, demasiado, y deslomarse de sol a sol.

Pero… ¡qué leñe!...de alguna manera habría que distraerse de las miserias -las cartillas de racionamiento no daban para muchas alegrías- así que cada quien se las ingeniaba, ya fuera haciendo de pujarero, en las rebuscas, la caza, o qué se yo, el hecho es que el que más y el que menos acababa en alguna taberna donde ahogar sus penurias en vino barato. Como complemento, unas partidas de brisca con el atractivo de que con ellas se dilucidaba el pago de la consumición. Generalmente, lo que se jugaba era un medio litro de blanco Valdepeñas -un litro en partidas de postín-, servido en un ennegrecido, por el mucho uso, jarro del recién inventado plástico y con un único vaso que circulaba, de boca en boca, entre los jugadores y algún parroquiano voluntario que servía y así participaba del convite. Para acompañar al caldo –en su doble acepción, vino y caliente- unos trozos de bacalao salado -que entonces era barato- o un tomate picado, si era estación.

Aquel día, Valico Rosalío, hombre simpático donde los haya, y por lo general de talante amable, no estaba de humor. Le habían cascado cuatro partidas y culpaba a su compañero, a los contrarios que le pareció que hacían trampas, e incluso a alguno de los mirones por no sé qué comentario delator.

Al salir de la taberna se despidió con una sarta de improperios y, tambaleándose, inició el regreso a casa donde hacía dos días que le esperaban. Valico era así, se sabía cuando salía pero nunca la hora de su vuelta. Tenía buen corazón pero le perdía el vino. Se había aficionado a él desde joven y, aunque todos los días prometía dejarlo, si pasaba por la puerta de algún tugurio –lo que era casi inevitable- ya estaba perdido: una fuerza irresistible le empujaba hacia dentro. Luego, después de la primera, ya había que recorrer todas las estaciones y su periplo podía prolongarse por días.

Zigzagueando, tomó el camino de tierra maldiciendo, enfadado consigo mismo y con el mundo entero. Su propio yo discutía con el ausente compinche de naipes por aquella mala jugada: “si hubieras echado el as, no nos habrían matado el caballo y no habrían sacado la brisca, pero como eres un cochino cabezón no lo echaste y esos bandidos…nos ganaron la partía y encima… el cachondeo. ¡Los mu cabrones!

Y así, bandeándose de lado a lado del camino, parándose cada tres pasos para discutir, lentamente, avanzaba. Como recuerdo de su escapada restos de barro y vómito salpicaban su indumentaria, unos arrugados pantalones de pana, una camisa con algunos zurcidos y más botones huidos, y una sudada pelliza de grueso paño, cuyo cuello adornaba con la piel despeluchada y mal curtida de un zorro que cazó con la “jumosa” un lejano día que le cogió sobrio. Hacía tres días que no había comido otra cosa que algún trozó de aquel bacalao salado, pero se mantenía en pie gracias al alcohol, aunque su cara de pergamino estaba más demacrada que nunca por más que su barba entrecana de varios días se empeñara en esconderla.

A su enésima polémica, empezó a llover. Sin haberlo notado el cielo se había ido llenando de nubes, luego se puso negro, de tormenta cerrada, y cuando llegó a la Venta, su próxima parada, ya no llovía, diluviaba. Parecía como si toda el agua del mundo la estuvieran vaciando allí, a cubos, a espuertas…precisamente sobre su cabeza, sus hombros, sus costillas, su... Sin embargo, a Rosalío aquella manta de agua parecía no importarle, él seguía con su gresca aunque ya no viese lo que tenía a un metro por delante. Por suerte, el camino se ensanchaba justo junto a las paredes del edificio, precisamente por donde subía una borrosa figura con la que, de no apartarse, inexorablemente iba a tropezar.

Cuando estaba borracho, es decir, casi siempre, Valico era valentón y camorrista, así que con sólo intuirlo le salió la vena agresiva y se plantó en jarras ante el que se acercaba. Aún no podía haberlo reconocido, era seguro que la cortina de agua y la borrachera se lo impedían, pero…

-¡Apártate o te aparto yo! –estalló como un trueno más de la tormenta.

El otro era Félix, el Gato, de los Gatos de la Cerradura, otra buena ficha. Si valentón y camorrista era Valico, Félix no le iba a la zaga. También había trasegado lo suyo y tampoco era su día. Cuando escuchó su reto, a pesar del frío, a Félix se le erizaron los vellos, se le encrespó el ánimo y en el mismo tono, respondió:

- ¡Tendrías que tener más cojones!

- ¡Cojones! Cojones me sobran con un mierda como tú. ¡Apártate!

El problema no era de espacio, por aquella parte del camino no sólo podían pasar los dos a la vez sino todos los habitantes de la aldea, incluidos burros y ovejas. El problema era que había que demostrar quién era el más macho.

- Apártame tú, valiente. Vamos a ver qué güevos tienes –agregó Félix, para terminar de liarla.

A esto Valico mete mano al bolsillo de la pelliza y saca una navaja albaceteña de muelles y a dos manos la fue abriendo despacio, casi recreándose. Cra-cra-cra-cra-cra-cra-cra. El arma crac-queó siete veces, una por cada uno de los muelles. Más que navaja parecía cimitarra morisca y, con ella en la mano, a pesar del peso de la empapada pelliza y de que empezaba a tiritar, Valico se creció.

- ¡Pues apártate o tendré que abrirte en canal como a los cochinos en la matanza! –amenazó.

¿Qué Félix se arrugó? ¡Pues claro que no, bueno era él! Al contrario, metió mano a la faja y sacó una chotera descomunal. De las que para liquidar a un animal se tarda un suspiro. Era aguda, fina, larga, afilada…

- Yo a los burros como tú les saco las tripas –respondió, en un tono retador que no dejaba lugar a dudas.

Las voces, a pesar del estruendo de la tormenta, resonaban en las paredes del caserío como martillazos sobre tambores gordos. El herrero, alarmado, soltó en la fragua la pieza que trabajaba en el yunque y, machota en mano, se asomó a la calle. La escena que entrevió le llenó de alarma.

- Aquí va a pasar una desgracia –aseguró a su mujer, y, decidido, salió a la calle dispuesto a terminar por lo sano con la pendencia.

Aquel hombretón, de casi dos metros de alto, 120 kilos de músculo ejercitado y un marro en la mano debía imponer respeto… ¿no? ¡Pues no! En llegándose a los dos contrincantes, Félix, que era el más cercano, poniéndose de puntillas, se alzó, y le arreó un bofetón tan fuerte a aquella mole de ferralla que rebotó y fue caer al encenagado suelo, momento que aprovechó el grandón para, con el rabo entre las piernas, salir hacia a la fragua con tanta bulla que por poco pierde la machota.

- ¡Que los zurzan! – exclamó al entrar, tratando de aparentar indiferencia para disimular el canguelo ante la mirada inquisitiva de su costilla.

Entretanto, Félix trataba de localizar en el barro a su chotera que obviamente se le había escapado de la mano al esfuerzo del guantazo. Cuando la encontró, la lavó con lluvia y, agarrándose a los pantalones del otro, se fue incorporando, cosa harto difícil, pues a punto estuvieron los dos de irse rodando camino abajo. Sin embargo cuando de nuevo estuvieron frente a frente, ahora mucho más cerca, casi nariz con nariz, se reconocieron, y, por un momento, surgió la duda, pareció que se iban a olvidar de su pendencia, incluso Valico había bajado la albaceteña, pero lo que son las cosas del vino, del orgullo, de la honrilla, de la hombría…de pronto recordaron que algo tenían que demostrar, que aquello no podía terminar así…sin más ni más, y Félix exclamó:

- ¡¿Qué?!

¿Para qué lo diría? A Valico nuevamente se le incendiaron los ojos.

- ¡Que te apartes, cabrón!

- ¡Se va a apartar tu puta madre!

Nuevamente empecinados en no ceder ninguno, a pesar de conocerse y ser casi amigos, se enganchan por las solapas y entre empujones e insultos van a parar junto a las paredes de las casas, precisamente bajo las canales. El agua, que éstas descargaban de los tejados, había ya formado una barranquera en el piso de tierra y dentro de ella, cuan largo era, fue a parar Félix y, sentado sobre su estómago, apareció Valico. Mientras forcejeaban, las navajas, o se les cayeron o las tiraron. En realidad…al no agallinarse ninguno… ¿para qué las querían? “No iban a matarse por una tontería”, además que ninguno era capaz de matar a una mosca, pero tampoco había que dar el brazo a torcer, por eso allí estaban insistiendo en los pescozones y manotazos. Tendido como estaba en el reguero, a Félix le entraba un río por el cogote y le salían torrentes por los perniles y por las mangas, mientras que Valico se duchaba bajo la cascada y soplaba agua en los ojos del otro. Tras unos minutos en semejante posición Félix, en un desesperado esfuerzo por no ahogarse, dio vuelta a la tortilla. Ahora era Valico el que se ahogaba en el reguero y el Gato quien lo cabalgaba. Permutando la posición, ya arriba, ya abajo, llueve que llueve, puño que viene, insultó que va, estuvieron un buen rato hasta que la tormenta pasó y con ella se llevó las borracheras y, con ellas, las ganas de reñir. Por aquella tarde lo dejarían en empate o, si acaso, para la próxima borrachera.

Cuando se levantaron del lodazal, la pelliza de Valico era como una gigantesca esponja; el hombre ya no podía caminar por el peso del agua que acumulaba. Félix, haciendo de buen samaritano, le ayudó y dos cogidos fueron a colocarse bajo el canalón para quitarse algún barro de sus cuerpos enfangados. Cuando terminaron de su improvisado aseo, la piel apareció llena de arañazos y, sobre todo, tan arrugadita que parecían dos garbanzos tras una noche en remojo, para colmo les entró tal tiritera que a la herrera le pareció que podían enfermar, así que rogó al herrero. Éste dudó, lo estuvo pensando un ratito, pero luego olvidando el manotazo y su miedo, les gritó:

- ¡Anda, entrad!

Al final el buenazo del gigantón avivó el fuego de la fragua y junto a ella los puso a secar como si fueran dos morcillas recién hechas. Para tonificar sus cuerpos ateridos, la herrera les preparó sendos ponches, de huevo crudo con vino, que el vino no les debía faltar.

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