Quijotes desde el balcón

viernes, 18 de febrero de 2011

Papeles en blanco

Una pequeña ventana que da al oeste, siempre a media persiana; su único vínculo con el mundo real. Una larga enfermedad y las escasas ganas de vivir que ya tenía habían hecho de él un tipo solitario, aunque no del todo por voluntad propia. Tenía todas las comodidades, eso sí, que precisa hoy el hombre de a pie: antena parabólica, internet, teléfono móvil… Aunque él siempre pedía que no faltara papel en su escritorio, junto a su descacharrada y casi inservible máquina de escribir Olivetti. Demasiado papel para tan pocas ideas, desgastadas, vacías y manidas ya por el tiempo, acaso oxidadas como su vieja osamenta, quizá vacías como su cada vez más silencioso pecho.

Echaba de menos las cosas de siempre; el campo, las flores, sus paseos en coche, los conciertos y la tertulia del bar de abajo. Pero sobre todo añoraba el contacto con la gente: los abrazos, los estrechones de manos, las felicitaciones, los homenajes y las inauguraciones. Todas esas fiestas a las que un escritor de fama siempre es bienvenido le habían convertido en una persona que, además de escribir bien, siempre estaba de moda. Pero las modas cambian. Ese contacto humano ya se había limitado al casi inaudible buenos días diario de la asistenta, las esporádicas visitas de su sobrino o las diplomáticas llamadas de su editor, más pendiente de rentabilizar la obra de un escritor muerto que verdaderamente interesado por su salud.


Echaba de menos los hijos que no tuvo, y la mujer que nunca llegó a querer. Hubiera dado todo cuanto tenía por volver a las andadas y cortejar a alguna de las mozas de su pueblo, para llevarla a la era y, a hurtadillas, robarle un beso. Quisera volver a ser joven y casarse, para llenar su casa de risotadas y travesuras, pero era tarde. De reojo miraba sus premios, sus condecoraciones y todas las fotos que acumuló en aquellos tiempos felices. Su sonrisa lo decía todo: era un triunfador. Ahora… mejor no pensar. Hasta las personas tienen fecha de caducidad. Estar viejo y enfermo es demasiada carga para la sociedad. Los amigos son a veces como un virus; se acercan a un organismo sólo cuando está sano y, cuando han conseguido lo que querían de él, lo abandonan a la que en muchas ocasiones es su última suerte. Y sin amigos, sin futuro y casi también sin pasado, olvidado ya entre la neblina de la senectud, uno tiene tiempo para pensar en el presente. El presente casi nunca satisface. El presente es dañino, puntual e hiriente. En el presente no se es nada, y, por más que se quiera, no ofrece nada por lo que pelear.


Un enorme montón de papeles en blanco, y nada más. Todo un mundo que describir, criticar o reinventar en ellos, pero ninguna relación más allá de su pequeña ventana y aquella infatigable media persiana. El que posee unas manos que acariciar o unos labios que besar pone sin querer su cara a los escritores de las solapas de sus libros. Los escritores de las solapas de los libros, a veces, tienen que escribir sobre el amor y las caricias sin saber exactamente lo que son. Nadie está contento; nadie es totalmente feliz. Nadie se hace a la idea de ser uno mismo, pero la vejez y la enfermedad son un espejo liso y pulido, en el que se aprecia todo con mayor claridad llegada la hora.


Un tímido buenas tardes, hasta mañana y el sonido de la puerta al cerrarse es también el colofón de otro día. Un puñado más de papeles sobre la mesa y cien ideas menos para plasmarlas en ellos es parte sustancial de una vuelta más del planeta. Ni un triste estrechón de manos, ni un canapé. Ningún abrazo en ninguna presentación. No hay más que muchos papeles en blanco, la vieja y desvencijada máquina de escribir y una ventana que da al oeste, siempre a media persiana, quién sabe si un poco más cerrada cada día…

1 comentario:

Anónimo dijo...

Como siempre, un gran y sencillo relato...cruel como la vida misma y tan cierto...

Archivo del Blog