Realmente me cuesta trabajo subirme sobre un
escenario en una fiesta como esta. No es la semana más adecuada. No puedo dejar
de acordarme de que la muerte ejerce una enorme fascinación en todos nosotros.
Sin embargo, cuando nos toca demasiado cerca… su mirada deja de tener gracia.
Desde aquí mi abrazo a todos los familiares de las chicas fallecidas en el
Madrid Arena. Valga esta historia, este fragmento de ficción, como homenaje a
su pérdida.
SIN TÍTULO (por Fernando Fedriani)
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A mí me gusta mucho escribir. Y sospecho que si me gusta escribir es
porque cuando lo hago puedo elegir el final de las historias. Cuando escribo decido
cuándo aparecen los personajes, cuándo llegan los besos, cuándo se resuelven
los conflictos y en qué lugar transcurre todo. Escribir es un modo de ordenar
el mundo, nuestro mundo, pues la ficción está siempre mejor planteada que la
realidad, es más coherente. Al fin y al cabo, cualquier relato ha de ser
verosímil. La vida, no.
Total, que se inventar contar historias. Sin embargo, aprovechando la
temática de este recital, aprovechando el carácter íntimo de este recinto… he
pensado que sería más interesante contar algo propio. Una vivencia propia. Algo
que me ocurrió de verdad.
Me remonto al otoño de 2000, antes incluso de la crisis (antes los
años se dividían en antes y después de Cristo, pero sospecho que ahora es más
adecuado hablar de antes y después de la crisis). El año 2000 fue importante
para mí porque cumplí la mayoría de edad y porque comencé a ir a la
universidad. ¡Qué joven era! ¡Y qué ingenuo! Mi familia en Sevilla vive en un
bloque de edificios que está junto al campus de ciencias. Y muchos de los pisos
del bloque suelen estar habitados por universitarios. Por eso para mí siempre
había sido una ilusión llegar a ser universitario. Porque los veía crecer y
representar el ciclo de la vida. Llegaban, se reproducían, se marchaban…
Ocupaban su piso unos años, después se marchaba y… ¡Yo soñaba en ser como
ellos! Por eso el año 2000 fue importante para mí, porque me convertí en
aquello en lo que tanto deseaba convertirme.
Una noche de aquel año estaba en la azotea de casa escribiendo, como
solía hacer, creando historias más verosímiles que la vida. Estaba tumbado
sobre el suelo y tenía la panza en paralelo a las estrellas. Y comencé a
escuchar gritos. Gritos ásperos y sombríos. Gritos que procedían de uno de los
pisos de estudiantes. Eran los gritos de una chica con la que me había cruzado
miles de veces en el ascensor, una de esas personas con las que nunca me había
atrevido a cruzar más que palabras sobre el tiempo (y no sobre el tiempo como
eje motor de los interludios y los periodos, sino sobre si el tiempo aburrido,
el de rellenar huecos incómodos).
Dieciocho años tenía yo. Muchas hormonas. Había visto quizá demasiadas
películas del Oeste. Y me dio por hacer… lo que hubiera hecho cualquiera en mi
situación. Bajé corriendo las escaleras y… Diría que eché la puerta abajo, pero
eso no sería verdad (no estoy tan fuerte, me hubiera destrozado el hombro). Me encontré
la puerta abierta y entré. Y topé con
una humareda enorme. La historia, un clásico, seguro que les suena: un brasero,
una cortina, una siesta… Y todo estaba iluminado por las llamas. Me adentré en
la casa y ayudé a salir a la chica. No contaré que la llevé en brazos (aunque
si quieren, imaginen que fue así, yo prefiero imaginar que fue así), pero sí
puedo afirmar que recogí su primer susurro en el descansillo, al pie de las
escaleras.
¿Puedes quitar el brasero? Entra y desenchúfalo… me dijo. Y yo, sin
esperar a los bomberos, sin avisar a un adulto de verdad, me metí dentro e hice
lo que la chica me había pedido.
Bastaron tres minutos dentro, el humo procedente de plásticos fundidos,
la falta de oxígeno... me desmayé. Sin llegar a apagar el brasero, me desmayé. Caí
(literalmente) en un sopor densísimo. Primero todo lo vi muy negro, salpicada
la negrura por el brillo de las llamas, todo se fue volviendo muy blanco. Y
después… Después…
Y así fue como lo vi. La cuna. El mar, desde un coche blanco. Las
puertas de un colegio. El Puerto de Santa María. Un helado de fresa enorme con
trocitos de almendra, sobre los bancos de La Noria. La sierra, y la nieve
cayendo sobre mis pies. Y los ojos de una chica dulce y radiante, apoyada sobre
mi hombro, dormida en un autobús de camino a Barcelona. Y la misma chica, más
tarde, caminando conmigo por las Ramblas, en el Barrio Gótico, comiendo
castañas y robándonos besos mientras comenzaba a rozarnos la lluvia, y nuestro
miedo.
Es cierto que la vida pasa por delante de nuestros ojos cuando estamos
al borde de la muerte. Lo que no me podía esperar… es que no fuera mi vida la
que vi, sino la de otro.
¡Porque yo nunca había estado en Barcelona! Ni siquiera había visto la
nieve (en Sevilla nieva lo justo). ¡Yo jamás había hecho ese viaje en autobús!
Y, sobre todo, nunca había visto los ojos grises de aquella chica.
No, definitivamente no era mi vida. Era la de
otro. La de alguien muy afortunado.
Ahora llega la parte más aburrida del relato. No quiero hablar en él
de los años que pasé pensando en aquello. Fui a Barcelona y a mi lado en el
autobús, a la ida, se sentó un hombre bajito, que vendía seguros. Y a la vuelta
una señora que iba a ver a sus nietos, y que tenía pinta de necesitar un seguro.
¡Ni rastro de aquella chica! Y tampoco en Barcelona la vi. Intenté ver todo aquello
que había pasado frente a mis ojos, pero no tuve suerte, no coincidimos. Fui
conduciendo hacia el puerto de Santa María, pero nada quedaba de aquellos
recuerdos. ¿A quién pertenecerían? Aún hoy me lo pregunto. ¿De quién sería esa
vida tan bonita que había pasado por delante de mis ojos, al borde de mi muerte?
Perdí la esperanza. Y me olvidé de todo eso. Pero… ¿Han visto que
tengo un coche nuevo? ¡Es súper bonito! Es un Citroen C3 blanco. Lo tengo
aparcado en la puerta. Me lo compré hace dos semanas. Y tuve que hacerlo porque
tuve un accidente. Conduciendo hacia Málaga iba, y me empotré a gran velocidad
contra un automóvil en el que viajaba una familia de turistas asiáticos en un
coche de alquiler. ¡Menudo porrazo! La explosión me hizo verlo todo negro. Y
después todo blanco, por el airbag. Pero después de eso…
La playa. La nieve sobre mis pies. Una hoguera y un grupo de amigos.
Las casas colgadas de Cuenca y un estudio de arquitectura. Y al girar el
pasillo, una habitación, una cama de matrimonio. Y bajo las sábanas blancas,
una chica de ojos grises. La chica de los ojos grises. La misma chica… Aquella
misma chica y… ¡Hubiera dado cualquier cosa por detener el tiempo ahí, en ese
recuerdo, en el arcén de la A45! Busqué un botón del DVD, pero llegó una ambulancia,
me metieron en ella, llegué al hospital… Y allí estaba yo, deseando llegar a la
luz. ¿Por qué trataban de reanimarme, maldita sea, con lo bien que estaba entre
aquellos brazos?
Por ese motivo llevo tres semanas queriendo morir. O más que morir…
queriendo que mi vida vuelva a pasar por delante de mis ojos. Y que mi vida no
sea mi vida, claro. Y siempre, cuando doy el penúltimo paso, cuando tomo la
decisión, en ese preciso instante, vuelvo a sentir aquella caricia, aquel
vientre: su presencia. ¡Pero nunca logro retenerla! Y me giro… pero no está. Y
dejo lo que estoy haciendo. Dejo la cuchilla de afeitar, las pastillas, la
puerta del horno. ¡Yo quiero abrazarla! Quiero saber quién es. Necesito saber
quién es aquella chica que me persigue, la dama de la muerte, mi compañera. Necesito
darle un abrazo vivo, en vida, de carne y hueso. Que me haga saber que estamos
vivos.
Quizá esta noche la vea, de camino a casa. En algún rincón de Alcalá,
contemplando La Mota, con la mirada perdida. ¡Ojalá suceda! Al fin y al cabo, me
muero de ganas de hacerle una pregunta.
1 comentario:
Pero qué cosa más bonita, por favor...
Enhorabuena.
Una lástima que no hayamos podido disfrutarlo en directo.
Saludos.
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