Quijotes desde el balcón

lunes, 6 de mayo de 2013

El corredor de nubes

Relato ganador del primer premio en categoría absoluta (mayores de 16 años) en el I Concurso de Relato Corto Peregrino, organizado por la Hermandad de Gloria de Nuestra Señora del Rocío de Alcalá la Real.

Era una nube "estándar"...
Ricardo tenía, desde los años de educación primaria, muy bien aprendida la explicación del ciclo del agua, de su evaporación; de las nubes, la lluvia, los ríos y los mares. Ya de joven lo seguía tarareando, con la letra de Pablo Carbonell, en Mi agüita amarilla.

Todas las mañanas, cuando el sol ya había desayunado, al menos un par de veces, y Ricardo revisaba correos y blogs en su PC, había una nube remolona que se quedaba como enganchada en la antena del tejado de enfrente de la ventana de su habitación. Era una nube estándar, sin ningún rasgo a simple vista que la diferenciara de la idea de nube que todos tenemos en la cabeza, de esas que dibujábamos en el cielo de forma natural al pintar la típica casita con jardín y un sol en la esquina del folio en nuestros primeros dibujos de infantes.

Ricardo se quedaba mirándola todas las mañanas y preguntándose el por qué esa nube en concreto, cuando las demás parecían que llegaban tarde a su destino, se detenía unos minutos enfrente de su ventana. Y así fue durante todo el tránsito invierno-primavera de ese absurdo y desafortunado año. Pero el caso es que la nube seguía su viaje y Ricardo la envidiaba por ello.

Una mañana del mes de las lluvias, Ricardo, tal vez alentado por la sobredosis de teína que ya circulaba por sus venas, comenzó a preparar un pequeño macuto con zapatillas, un par de camisetas, y algo de aseo personal. Cogió la cámara de fotos, un par de manzanas y una tripa de salchichón casero y decidió que aquella nube no le volvería a dejar ese sentimiento de absentismo y sumisión con el que cada mañana, una vez la nube se había alejado, Ricardo desayunaba, imaginando por dónde iría, que colores estaría contemplando desde ahí arriba y cómo serían las caras de la gente que, al igual que él, la estarían mirando al pasar por sus tejados y ventanas.

Ya no se lo preguntaría más veces, esta vez lo iba a descubrir por sus propios medios.

- ¡Mamá! No me esperes al mediodía que hoy tengo una carrera.
- ¿Una carrera?
- Si, si… una carrera ¡Nos vemos!

Y Ricardo bajando, por las escaleras esta vez, a toda prisa salió a la calle y observó su nube, en dirección al castillo recién lavado que protegía su legendaria ciudad.

- ¡Vamos, aquí me tienes con la mente y el corazón abiertos de par en par! ¡Enséñame a ver lo que tu ves, a no quedarme, a moverme siempre, a aprender y transformarme! ¡Enséñame el secreto para sentirme pleno sin perder la esencia, lo que soy! 

Le gritó desde abajo. Esta aventurilla iba tomando tintes vertiginosos, geográficamente hablando, y tuvo que buscar su coche, sin perder de vista, claro está, la progresión de su nube.

Las dos primeras provincias, fueron algo rutinarias para él, pues atravesaron extensos olivares, entre los que se había criado, y ya le habían contado casi todo lo que le tenían que contar. Pero no para ella, ella nunca se aburría. Los pájaros la atravesaban, tal vez movidos por la curiosidad de sus entresijos, (¡qué envidia les tenía a esos alados!). Ricardo la miraba ahora por delante, y parecía que sonriera, tal vez imaginando que aquellos extensos olivares eran caras de gigantes adolescentes llenos de acné juvenil apunto de estallar... (¡Puagh!).

Hasta ahora, a Ricardo, esta mini carrera que había emprendido con su nube (es injusto que se la haya apropiado sin pedir permiso a nadie, pero nadie la había reclamado, ni la reclamará) no le había enseñado mucho, sino la envidia de aquellos que pueden contemplar las cosas desde miles de puntos de vista y lo equivocado que estaba al pensar que su visión de la vida era la correcta. La visión que tengas de la vida dependerá de la altura a la que te encuentres en el instante en el que te pares a pensarla.

Siguieron, la nube y Ricardo, Ricardo y la nube, yendo uno delante de otro a ratos y viceversa, hasta que en un momento dado, que Ricardo paro a beber agua con cierta ventaja sobre esta, se quedó observándola mientras se acercaba a él, y notó como le faltaba algo de chispa, de felicidad, estaba algo más pálida, delgada y decaída. Siguió unos kilómetros más dirección sureste y Ricardo, ya merendando desde lo alto de una cima, vio como casi de golpe, su nube ya no era ella, era un pequeño algodonzucho de último día de feria, pero que había ido derramando todo su azúcar. Ya no se movió más; su maestra había desaparecido. Todo lo que Ricardo esperaba aprender de ella se había esfumado en tan solo unos kilómetros, antes de llegar al gran azul. 

Recogió su mochila, revisó las fotos del fallecimiento de su nube, y tragando saliva y repleto de decepción volvió hasta su ciudad, hasta su ventana, donde permaneció gran parte de la tarde-noche sin hablar con nadie, tan solo mirando el tejado de enfrente. Si quien crees que te va a pegar el último empujón en el despegue definitivo, resulta que no es más que una ilusión óptica, un amasijo de sustancias volátiles, estás condenado a tu autoflagelación impuesta por el miedo a correr más allá de lo que ves.

Ricardo tomó una tila esa noche, no quería pensar en nada ni recordar ningún tipo de sueño.

A la mañana siguiente, al subir las persianas, se le abrieron los ojos como linternas, y se quedó con un agradable sabor a autosatisfacción tras un empate técnico, al ver que su nube de nuevo estaba allí enfrente, entera, recargando fuerzas en la antena de aquel tejado. 

Ricardo, bajó la persiana, se vistió y se fue a la calle a echar unas risas con sus amigos, a desayunar con su familia, y a darse una vuelta por la calles de su ciudad, disfrutando de la realidad tangible que le rodeaba. Esa mañana no miró al cielo en ninguna ocasión. Y a partir de ese día, cada mañana miraba a su nube con algo de pena y compasión, sabedor de que él si podía cambiar su propio curso de la vida, su propio ciclo, y no estaba condenado a rutinas movidas por hilos ajenos.

Ricardo dibujaría su propia vida a partir de ahora, colocando el sol y las nubes dependiendo de donde se encontrara a cada momento.

Autor: Angel Raúl Góngora.

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