Quijotes desde el balcón

miércoles, 8 de mayo de 2013

El devoralibros

Estar aquí puede ser el principio...
Era fácil saber si alguno había o no pasado por sus manos… Al terminarlos, estaban desvencijados, arrugados, estropeados… Su voracidad a la hora de leer era un peligro para la supervivencia de cualquier libro que mereciera la pena conservar. Todos merecían la pena, según él, pero sin darse cuenta les suministraba un trato sádico, a la vez que cariñoso. En la biblioteca pública recibió más de un toque de atención y su padre, que nunca leía, hubo de aparecer por allí en no pocas ocasiones para justificar que lo de su hijo Barto no era ni mucho menos falta de cuidado, sino exceso de celo en el trato de las páginas.

Se sabía casi de corrido todos los libros que había en su casa. Cuando en la biblioteca no estaba amonestado por destrozos a alguno, los tomaba prestados de tres en tres y los devoraba con avidez. Si en alguno se enzarzaba personalmente, podía pasar un par de días sin comer y casi sin dormir hasta comprender una frase, ubicar un capítulo o digerir un final. Eso le hacía volver páginas y avanzar con una ansiedad que resultaba ser fatal para la integridad de los, a veces, pobres y mal encuadernados volúmenes.

Barto era un lector imprevisible. No era el mejor ejemplo a seguir. Leía mientras jugaba, mientras caminaba, en la mesa y a la vez que hacía sus deberes del colegio, lo que llevó a su madre a ejercer de centinela advirtiéndole que siempre es antes la obligación que la devoción. No se conformaba con cualquier cosa; si un libro no le gustaba o no se sentía cómodo con él, buscaba una edición diferente para encontrar la mejor forma de adaptar la convivencia el corto espacio de tiempo que le duraba su lectura.

Para leer en la calle le gustaban los libros enormes, de grandes letras. En ellos podía recrearse alejando sus ojos, como queriendo abarcar más cantidad de página con ellos. Los de bolsillo los guardaba para leer en casa, sobre todo cuando su madre le ordenaba ir a la cama y tenía que refugiarse con ellos bajo la cobija, a la luz de una pequeña linterna; cómplice luminaria de sus excesos. A veces pasaba sus manos por los lujosos y bien terminados libros antiguos, pero retrocedía ante ellos sabedor de que corrían peligro si se topaban con él.

Siempre tenía siete u ocho empezados, y alternaba su lectura según su estado de ánimo. Por la mañana solía zambullirse en los de aventuras; por la tarde gustaba de los temas más cotidianos, a veces también los de terror, sus favoritos, y dejaba los mundos fantásticos y la ficción para la noche, justo antes de apagar su linterna y dormir. Ante un fenómeno natural tan enérgico, todos daban por sentado que Barto perdería el juicio cualquier día. Sus padres lo cuchicheaban cuando él se hacía el sordo. Todos estaban convencidos de que el pequeño devoralibros pasaría sus últimos días desquiciado y apartado del mundo. Casi ya de hecho vivía aislado. Fue entonces cuando alguien reparó en él; era un viejo profesor jubilado que supo de la afición de Barto por la lectura.

Lo hizo llamar a su casa y puso sobre sus manos un extraordinario volumen encuadernado en piel. Apenas un palmo de largo, no más de trescientas páginas y un título cautivador grabado en color miel sobre la desgastada tapa. Léelo -le dijo el viejo-. Termínalo por mí. Yo no he sido capaz. Barto abrió los ojos sin entender muy bien aquello. Pero si es muy pequeño -dijo, a lo que el profesor respondió tras una sonora carcajada: Eso pensé yo, y en cuarenta años no he podido acabarlo.

Barto salió corriendo y estuvo tentado de empezarlo a las mismas puertas de la casa del profesor, pero esta vez quiso ser cuidadoso. Volvió los ojos y el anciano miraba desde la ventana. Cerró de nuevo el libro, lo guardó con cuidado en su mochila con los otros y marchó a casa. Lo sacó, colocándolo delante suyo en la mesa. Con mucho cuidado esta vez, abrió por la primera página y leyó su única frase:
Estar aquí puede ser el principio, pero también el final; lo mejor siempre está en la siguiente página, en el próximo párrafo, y no hay que tener prisa en llegar.
Hoy Don Bartolomé enseña lengua y literatura en un desconocido instituto de secundaria. Presume de haber leído a los clásicos, y enseña a sus alumnos sobre el placer de la lectura y la necesidad de cuidar los libros, como tesoros, como garantes de la sabiduría. Les enseña que la prisa es mala consejera y les advierte sobre el peligro de buscar el placer, o el triunfo, a escondidas y con fanatismo. Les dice que leer, sobre todo, es buscarse a uno mismo en cada página.

Al acabar cada clase, vuelve a su taquilla y allí remueve entre sus cosas para colocarse delante de los ojos un pequeño volumen, de un palmo de largo, terminado en piel y con el título grabado en un bellísimo color dorado. El marcapáginas apenas ha pasado de la mitad. Sabedor de que lo mejor todavía está por llegar, Don Bartolomé pasa los dedos por la página y susurra un nos vemos después, antes de marchar a casa. Esa próxima página, la de mañana, sin duda será la más interesante.

2 comentarios:

Pilar Gámez dijo...

Bonito relato y bonita reflexión final. Lo bueno, la vida, hay que beberla a pequeños sorbos para poder disfrutar plenamente de todo. Ojalá no tuviéramos siempre tanta prisa para todo. (Por cierto, con lo que me gusta a mí la profesión de "maestro" y todo el mundo prefiere la de "profesor".) Un saludo

Nono Vázquez dijo...

Es cierto, Pilar... A mí también me gusta más la palabra "maestro", pero por alguna razon el cerebro me ha obligado a usar "profesor". Celebro que hayas llegado a esa conclusión. Nos estamos acostumbrando a tener las cosas rápido y, a veces, fácil. Saborear y degustar... son cosas para las que ya casi no tenemos tiempo. Un beso y gracias.

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