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Se
levantó sola, como cada mañana. No hay peor soledad que la obligada
y, siendo considerada bruja por todos los del pueblo, urgía salir
por piernas mejor que con los pies por delante. ¿Maldición? Quien
sabe. El caso es que desde que le diagnosticaran brujería, Abelarda
apenas había entablado conversación con más criaturas que las
propias del bosque. E incluso estas últimas la miraban con recelo.
Diez
años. Que se dice pronto. Diez, desde aquel fatídico día: Malestar
general, fiebre, vómitos, dolor de huesos, … Todo un sinfín de
síntomas que le obligaron a un cambio drástico de su dieta. Algo
complicado y hasta traumático para cualquiera, para la pastelera del
pueblo fue, sin duda, un zás en toda la boca.
Amaba
su trabajo, lo adoraba, vivía por y para el azúcar. Pero no esa
bolsa de papel que todos tenemos en la alacena. Ella le daba una
nueva vida a aquel polvo blanco, como si de un DJ ibicenco se
tratara. Le insuflaba vida, color, formas. Hizo creaciones tales que
quedaron expuestas en las casas del cliente. ¿Quién se comería un
David casi más perfecto que el del propio Miguel Ángel? Y no ya
sólo eso. Se metía en la mente del cliente. Buceaba en su interior
hasta dar con la forma perfecta. Con el cuerpo donde el espíritu del
pastel, tarta o dulce que estuviera imaginando viviría su volátil y
efímera vida.
Creó
desde un pequeño pincel de chocolate para el pintor del pueblo,
hasta un Audi A4 para el alcalde, donde incluso estaban perfectamente
retratados él mismo y su querida. Aquella obra fue sonada. Le
encantó tanto a todo el pueblo, que decidieron lacarla para
mostrarla en la mismísima plaza del ayuntamiento, como si de la
estatua ecuestre de un viejo militar se tratara. Le gustó a todos,
menos al marido de la querida del alcalde. Este, evidentemente, tuvo
noticia de los escarceos al ver la estatua. De los 45978 vecinos del
pueblo, era el único que no conocía la historia.
Y,
mira tu que ya es mala suerte, resulta que era el médico del pueblo.
Así que al ver entrar a Abelarda a su consulta se frotó las manos.
”Esta es mi oportunidad”, pensó, y pergeñó la peor de las
venganzas: diagnóstico de un extrañísimo tipo de diabetes.
Imposible volver a probar el azúcar, olerla ni tocarla. Incluso,
aseguró, que con sólo verla le picarían los ojos.
Ella
no se resistió a abandonar el trabajo de su vida. Su pasión. Así
que se enfundó una máscara de gas, se tapó de arriba a abajo con
chaquetón, mono, bufanda, guantes, sombrero,... y prosiguió su
trabajo. Pero no podía probar ni una sóla de sus creaciones. La
clientela lo notó en pocas semanas: “esto está demasiado dulce”,
“este pastel está amargo”, “este sabe demasiado a naranja”.
Finalmente se vio obligada a cerrar su horno.
No
tardó el médico en correr la voz de que era una bruja que comía
niños. ¿Cómo si no se iba a mantener con vida una pastelera que no
podía entrar en contacto con el azúcar? Su imagen tampoco la
ayudaba: sombrero picudo para tapar toda su cabeza y evitar que se le
depositara el azúcar, máscara de gas que apenas dejaba a entrever
un poco de pelo, guantes raídos por el uso 24 horas al día... Vale
que estuviéramos ya en el siglo XXI, pero el imaginario es el
imaginario. Así que fue desterrada, defenestrada y nadie quiso saber
nunca más de ella.
En
la vieja cabaña de caza que había a las afueras hizo su nuevo
hogar. Todos sus utensilios los llevó allí: el horno, las sartenes
de bronce, todos y cada uno de los distintos aparatos que usaba en su
antigua vida como repostera. Esa era su única compañía. Y así
pasó una década. Muchos más años apra ella. La soledad extrema
hace que cada minuto parezca una vida entera.
¿Qué
hizo durante esos años? Pues lo único que sabía hacer una
repostera de alto standing. Así llegó a cubrir de dulces y pasteles
toda la cabaña hasta el último de sus recovecos. Tenía las paredes
de turrón, las ventanas de dulce de leche y hasta la puerta la hizo
de chocolate negro.
Mientras,
en el pueblo seguía el médico alentando la leyenda de Abelarda.
Aquella repostera que resultó ser una bruja, se comía a los niños
r iba disfrazada para esconder su horrible rostro de bruja.
Evidentemente fueron sus supuestas víctimas, los niños, los
primeros en interesarse por la historia y meterse en el bosque a ver
si era verdad que allí vivía la bruja. Niños, siempre en esa
delgada línea que separa la más adorable de las inocencias del más
cabrón de los hijoputismos.
Y no
era raro el fin de semana en el que aún diablillo se acercaba a la
cabaña de caramelo (que así la llamaban entre ellos) y le tiraba
piedras o le robaban alguna de las ornamentaciones sacarosas que
exhibía en la entrada.
Pero
un buen día ser hartó. ¡Ya estaba bien, caramba, de tanto ataque y
tanta mala leche! Así que cuando vio a dos chavales acercarse no
dudó en atraparlos y encerrarlos en la casa. Al muchacho, un
tirillas enclenque, lo metió en la antigua leñera, y le iba dando
los pasteles más desagradables que había estado haciendo. Los más
amargos. A la muchacha que lo acompañaba, la obligó a barrer cada
dos horas los restos de azúcar y harina que había en la cabaña.
Teniendo en cuenta que siempre estaba elaborando dulces, el trabajo
era más que agotador.
Su
intención era que los chavales se fueran al día siguiente. Y con
suficiente miedo en el cuerpo como para avisar a los amigos y que
nadie, nunca jamás, se metiera en su propiedad a molestarla.
Pero
algo salió mal. Cuando iba a liberar al joven, este salió cual un
morlaco de toriles y la arrojó al fuego. Poco pudo hacer Abelarla
para salir de allí: era un hogar pequeño el de la chimenea, y
demasiada la ropa que llevaba encima para impedir cualquier contacto
con el azúcar. Así que tardó poco en convertirse en una palomita
de maíz de cincuenta kilos entre gritos y alaridos.
A
los chavales los trataron como héroes en el pueblo. Y el cabrón del
médico, el doctor Grimm, dejó su consulta y se retiró gracias al
éxito que tuvo su cuento sobre la historia de los niños.
Evidentemente no tenía nada que ver con la original. Pero, ya se
sabe: la historia la escriben los vencedores. Y para él no había
más orgullo que haber vencido a una horrible bruja, cuyo único
delito fue enseñarle la verdad. Cosa que cada uno de sus vecinos le
había estado ocultando durante meses.
Y,
colorín colorado, este cuento se ha estropeado.
4 comentarios:
Como siempre una genialidad. Rafa tiene la extraña habilidad de hacernos sonreir un domingo por la mañana. Pero algunas veces ocurre también los lunes. Y por extraña casualidad que parezca, se está convirtiendo en una costumbre tan desagradable, que el día que no publica algo, o esta nublado o su corazón está enfermo de la cabeza...
¡Oléééé! Me he ido metiendo en la historia, comiéndomela, y eso es lo que cuenta. En cuanto a "lo que hablamos" de las formas... (¡ya te engancharé, ya!)
Muy buena... La moraleja me ha gustado mucho.
Buenísimo el giro final! Plas, plas, plas
Buenísimo el giro final! Plas, plas, plas
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