"...pero jamás había entrado allí." |
La del bar
Siempre aceleraba el paso
cuando se acercaba a aquel bar. Sobre todo, a la caída de la tarde, al salir
del trabajo. Lo hacía de forma inconsciente, creía. Pero no podía evitarlo. ¿Y si
se le pegaba algo de la cutrez y la roña que el local parecía exudar por toda
la fachada? ¿Y si el lamentable aroma a contumaces perdedores que mostraban los
escasos parroquianos que frecuentan aquel local infame era contagioso? Por no
hablar del dueño, un mostrenco que parecía salido del jurásico.
Abría siempre. Y a
todas horas. Y nunca había nadie dentro. O casi. ¿Cómo era posible aquel
milagro, sobre todo, cuando ya iban cuatro años largos de crisis y buena parte
de los comercios de alrededor habían echado el cierre? Felipe estaba convencido
de que aquel garito tenía que ser una tapadera, que habría un reservado
pecaminoso al fondo del local o que el dueño se dedicaría al menudeo de drogas,
pero tampoco es que aquellas disquisiciones le llevaran mucho tiempo ya que el
bar, cercano a la oficina, estaba junto al parking en que tenía alquilada su
plaza de garaje: apenas entraba en el coche, se desaflojaba el nudo de la corbata, ponía algún disco de jazz y la
cabeza se le iba hasta Ángela y las niñas.
Echaba jornadas maratonianas
en la oficina, era cierto. Pero… ¡para quejarse, tal y como estaban las cosas!
Precisamente por eso no había podido negarse cuando su jefa le dijo que,
sintiéndolo mucho, tenían que trabajar aquel 31 de diciembre por la tarde. Que
tenían que terminar aquel presupuesto, sí o también. Después, sería libre.
Después, claro.
Felipe y Ángela habían
reservado una casa en las Alpujarras para pasar aquel fin de año con la familia
de su hermano. El gemelo. Y es que, además de la Nochevieja, tenían que
celebrar que cumplían años. Y no una cifra cualquiera. ¡Celebraban los
cuarenta! Llevaban tiempo planeándolo e iba a ser tan perfecto que hasta los
partes meteorológicos habían previsto una nevada de las que hacen época para
ese fin de semana.
-
¿Qué le
pongo?
-
¿Tiene
Alhambra Especial en botellín?
-
Helada.
Si solo dos días
antes le hubieran dicho que iba a estar acodado en aquella barra, en Nochevieja,
se habría carcajeado. Pero sabía que la casa se le caería encima, si no se
animaba un poco antes de llegar. Y aquel era el único local que había encontrado
abierto. Ángela y las niñas ya estaban en las Alpujarras. Se habían ido por la
mañana, con su hermano. Su jefa era una adicta al trabajo venida desde Valencia,
sin familia ni amigos en la ciudad, que aún vivía en un hotel y que,
efectivamente, no le dejó irse hasta cerca de las ocho de la tarde.
-
¿Otra?
-
Si me
hace el favor…
-
¡Marchando!
¿Qué iba a hacer? ¿Conducir
casi una hora para llegar a casa y comerse un bocadillo de mortadela, hartándose
de llorar con “Qué bello es vivir” o alguna otra película navideña, mientras
las luces del árbol de Navidad se encendían y apagaban, recordándole lo solo
que estaba? Porque, efectivamente, el Meteosat no se había equivocado y la
nevada que llevaba cayendo desde mediodía había obligado a cortar el acceso al
remoto pueblo de la Alpujarra en que habían alquilado la casa. ¿No estaba
firmemente decidido a perderse aquel fin de año? Pues, por perderse, hasta la
fiesta de su cumpleaños se iba a perder.
Entonces, entró.
Imposible no fijarse.
¡Otro mostrenco para
la colección! Y eso que, dispersos por la barra, ya había un par de ellos que
merecían estar en un museo. Solo que este se le sentó al lado. Y empezó a pegar
la hebra.
-
Antonio,
deja en paz al caballero, hombre de dios…
-
No. No se
preocupe. Viene bien un poco de charla. Sobre todo, un día como hoy.
Ni al general Patton
dando una orden le habrían hecho tanto caso sus soldados como aquellos parroquianos,
que se giraron hacia Felipe, escuchando lo que tuviera que decir. Y él se
sintió como Moisés, al bajar del monte de Sinaí. Ni en las presentaciones más
exigentes al comité de dirección de la empresa, su figura había concitado tanto
interés ni sus palabras habían despertado tanta atención.
-
Es que mi
mujer y mis hijas se han ido y claro…
-
No. Si
eso no hace falta que nos lo explique. Está claro que un pollo como usted, por
gusto, no entra a este bar. Lo que queremos saber es a lo que se dedica.
-
Pues
trabajo aquí cerca. Soy director financiero de…
-
O sea,
que sabe usted de negocios.
-
Algo sé,
sí. Al menos, eso creo.
-
¡Manolo,
abre otras Alhambras, que vamos a ver lo que opina aquí el señor de nuestro
proyecto!
-
Hombre,
le agradezco la confianza, pero es que no he traído el portátil ni la tablet…
-
¡Ande,
ande! Qué cosas tiene usted…
-
Pero es
que para hacer mi trabajo, en condiciones, necesito unas aplicaciones…
-
¿Aplicaciones?
Coja usted una servilleta y este boli y si nos aplicarnos el cuento, yo creo
que nos apañamos, ¿no?
Al día siguiente, por
la noche, Felipe se sentaba frente a la chimenea del alojamiento rural de las
Alpujarras al que, por fin, había conseguido llegar para disfrutar de las
vacaciones de navidad. Habían pasado el día en el campo, disfrutando del
paisaje nevado, lanzándose bolas y haciendo muñecos con nariz de zanahoria.
Bueno, en realidad, con ramas de árbol. Pero lo habían pasado en grande
disfrutando de las vistas, del jamón de Trevélez y del vino del terreno.
Aprovechando que las
niñas se acababan de dormir y que Ángela estaba jugando al Apalabrados, sacó un
portafolios.
-
Cariño,
¿no me dijiste que habías terminado con el trabajo?
-
Esto no
es trabajo, créeme.
-
¿No? ¿Qué
es, entonces?
-
Sueños.
Son los sueños de un grupo de personas a las que la Nochevieja más surrealista
de mi vida tuvo a bien poner felizmente en mi camino.
Jesús Lens
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