Quijotes desde el balcón

domingo, 15 de febrero de 2015

Oscar, Olivia y después Pulgarcito (Cuento Estropeado)

Oscar y Olivia Gro decidieron hace muchos años que lo mejor para envejecer juntos sería vivir en el campo. Y así lo hicieron. Ocuparon una vieja cabaña abandonada y la adecentaron hasta hacer de ella todo un hogar. Cultivaban, recolectaban e incluso domesticaron a algunos animales de los que pasaban por el bosque. Así, a sus recién cumplidos cincuenta años, tenían techo, cama, la comida más sana que se pudiera probar y tareas que realizar todos los días: la fórmula perfecta de la longevidad.

En ocasiones extremas tenían que ir al pueblo que había junto al bosque. Apenas a cinco kilómetros, lo justo para que unos no intervinieran en la vida de los otros y viceversa. Trataban de dilatar las visitas lo máximo posible. No era agradable respirar toda esa polución, escuchar todos esos ruidos, cegarse con tantas luces. Mucho menos las prisas, los empujones. Estaban acostumbrados a una vida tranquila y sosegada. Tenían todo el día, incluso toda la semana, para recoger las verduras y hortalizas de temporada. Había que regar los tomates, claro, pero a lo largo de toda la jornada. Nunca tenían que correr, pues todo lo que tenían y necesitaban estaba a menos de cinco minutos andando.

Pero Olivia enfermó un mal día. Fiebres, mareos. Su cabeza ya no funcionaba como siempre. Tenía las dos peores enfermedades que puede tener el ser humano: muchos años, y muchos achaques. Se le juntó un pequeño resfriado con el dolor de espalda, las articulaciones cansadas de tanto trabajar y el corazón que daba su cupo de trabajo por hecho. Oscar Gro, anduvo día y noche, deambuló más bien, por los pasillos del hospital, hasta que le dieron la peor de las noticias. Sí se sorprendieron los médicos del motivo, ya que en el pueblo había una epidemia de lepra que estaba asolando la población, pero ninguno de los señores Gro estaban afectados. A pesar de tener la misma edad que Olivia, él se encontraba en plena forma. Una ventaja ser varón a esas edades, el cuerpo tiene menos cambios y suele mantenerse mejor.

No fueron aquellos días dignos de recordar. Junto a los médicos veía entrar y salir al mismo tiempo familias enteras. Entraban enteras y salían fraccionadas por la lepra. Charlando con los doctores, le explicaron cómo detectar la enfermedad y cómo, en el caso más extremo de esta, había que sacrificar a los enfermos por ser insalvables y presentar un peligro enorme contagio.

Pese a eso mantuvo el mismo humor que había tenido siempre. Dudaba que Olivia lo quisiera ver llorando. Al menos no por ella, sino por tener que recoger el solo toda la cosecha y realizar las tareas diarias. Así que, tras unos minutos de recogimiento absoluto, en los que lloró a su mujer más de lo que había llorado en toda su vida, salió a hablar con los doctores con todas las fuerzas y el humor recuperado. -En el fondo- les decía -ya no me podéis dar peores noticias. Y pensándolo así, de aquí en adelante todas serán gratas. Tengo una pequeña casita en el campo. Es poca cosa, pero nos... me da para vivir. Su puedo ofrecerla para ayudar a cualquier enfermo del pueblo estaré compensando de esta manera el esfuerzo que han hecho ustedes en mantener a mi Olivia con vida lo máximo posible.-

Y no ya por los enfermos, que lamentablemente fueron muchos, sino por lo que dejaban atrás. Un par de matrimonios había fallecido esa misma semana, dejando a siete huérfanas de entre dos y doce años sin nadie más que a ellas mismas. Oscar no lo dudó. Si una espinita tenía clavada era no haber podido traer a este mundo... bueno, no a este, sino al suyo, al de la cabaña el huerto y la pequeña granja, bebés a los que criar, alimentar y ver crecer hasta poder ayudarle y seguir con su trabajo cuando él no pudiera. Los médicos debatieron durante un buen rato. La situación era extrema, y el tal Oscar se veía buena gente. Así que por unanimidad decidieron entregarle a las siete muchachas para que las criara. Al menos mientras la epidemia remitía y el pueblo volvía a su normalidad.

Dos furgonetas del servicio de salud pública llegaron a la cabaña. Allí bajó cada niña con una cesta en la que tenía lo imprescindible, al menos, para empezar: dos mudas limpias, ropa de cama, varios tarros de leche y cereales en polvo y uno par de zapatos. Entintando su pulgar firmó Oscar todos los documentos que le presentaban. No sabía leer ni escribir. nunca le había hecho falta. Al no poder determinar la dirección del alojamiento de las niñas, los funcionarios de salud pública plantaron un cartel grente a la casa: "O. Gro". Insistieron en poner "Oscar" completo, pero él se negaba a dejar a Olivia en el olvido.

En apenas un mes, Oscar vivía casi en el mismo paraíso que había compartido con Olivia. Las siete niñas no tardaron en ayudarle con todo. Mientras una recogía agua del pozo, otra limpiaba las hojas secas y se aseguraba de recoger las mejores frutas. Otra, la mayor, ayudaba a Oscar en las tareas más físicas: trepaban a los árboles para podarlos desde arriba, asistían los partos del ganado y llevaban las cargas de las distintas faenas diarias. Otra porteaba, cuando haćia falta, frutas y verduras al pueblo, para cambiarlas por ropa y otros menesteres.

Pasaron unos años. En el pueblo sabrían cuantos, pero en la casa de Oscar y su nueva familia el tiempo se medía de otra manera. El caso es que, con las noticias que traían las niñas del pueblo cuando iban a comerciar, supieron que por fin había pasado la epidemia, apenas quedaba una docena de enfermos. Todos se alegraron, un poco amargamente por lo que ya habían perdido, pero se alegraron. Y, si bien la noticia era una bendición para todos, las consecuencias eran todo lo contrario. El pueblo se hallaba sumido en la ruina. Los que habían sobrevivido no tenían qué comer y no quedaba nadie en el pueblo mejor que otro para pedirle ayuda.

Así, comentando un buen día un padre qué hacer con sus hijos enfermos, el médico se acordó de Oscar y le relató como se hizo cargo de varias niñas hacía unos años. Aquellos padres no lo dudaron ni un momento: "en esta casa no se entierra ya ni a dios, así que los niños los mandas al bosque con el señor O. Gro y que el se haga cargo". ¿Qué iba a hacer el médico? Era un peligro mantener a los niños allí, los pocos infectados que quedaban. Y era muy caro tener que quemar y reponer cada sábana que tocaran o silla donde se sentaran. No dijo ni si ni no. Miró hacia otro lado lamentando haberles referido el nombre de Oscar, pero aliviado, en el fondo, por haberse quitado ese marrón de encima. Y fueron camino del bosque los siete hijos con sus padres. El pequeño, ¡Que pequeño era! Pulgarcito le decían.

Fueron acogidos como de la familia los niños que llegaron desde el pueblo. A unos metros los dejaron los padres y se dieron la vuelta. Se les dió cama, alimento y abrigo. Oscar no le dijo nada a las niñas, pero vió en la cara de los muchachos los mismos signos y síntomas que los médicos le habían enseñado años atrás. Lloró para adentro, y supo que sólo había una solución: a juzgar por las marcas en rostro y brazos, los niños estaban ya en un estado final. Les quedarían apenas unos días de vida. ¿Y mientras? No podía poner en peligro a las niñas. No en el mismo peligro del que las había salvado años atrás.

Ese día se retiró antes a dormir. Si apenas lloró unos minutos la pérdida de Olivia, la futura pérdida de estos niños recién llegados le produjo varias horas de la más absoluta de las penas. A Olivia la perdió, pero a los muchachos sería él el que "los hiciera perder". Era demasiado, pero por otro lado estaban las niñas. Si seguían juntos un día más, todos enfermarían. Era el mal menor lo que tenía que buscar. Sacrificar una parte para que el conjunto perdurara. Y siguió llorando un rato más.

Mientras, los niños hablaban sólo entre ellos, sin relacionarse con nadie de aquella extraña (para ellos) casa. -"En la puerta pone O.Gro, seguro que es como el de los cuentos y nos quiere comer. Seguro que también se comió a papá y mamá, y por eso no han podido venir aún a rescatarnos ¿Qué hacemos?"- la respuesta fue unánime por parte de todos los hermanos: engañarlo y tratar de escapar esa misma noche.

Así aprovecharon para cambiarse por las siete niñas, las siete reinas, lo siete soles que Oscar tenía como timón de su vida tras la pérdida de Olivia. Y así Oscar, con los ojos húmedos y los capilares reventados de tanto llorar entró a la habitación. Acababa de terminar el preparado que le comentaron los médicos en su día: un poco de tal hierba, otro poco de tal otra, y poco de aquí, un poco de allá y, en apenas unos minutos, el enfermo caería en un placentero y fatal sueño. Era cruel, si, pero la crueldad más suave que se les podía aplicar.

Oscar entró en el cuarto de sus nuevos pupilos y, tras pedir mil veces perdón para sí mismo, les acercó uno a uno un paño empapado en su ungüento horrendo. Sabía que lo estaba haciendo bien. Eran sólo ellos o toda la casa. Dura decisión, pero la más correcta sin lugar a dudas.

A la mañana siguiente no salió de la cama. Esperaba que si el no lo hacía, nadie en la casa lo haría. Sólo podía pensar en sus siete niñas. Las pobres. ¿Cómo les explicaría que los muchachos que vinieron se habían tenido que ir? ¡Hostias, los niños! Tenía siete cadáveres que enterrar, antes de que se despertaran las muchachas y descubrieran la piadosa atrocidad de Oscar.

Salió corriendo hacia el dormitorio, arrancó de un tirón las siete mantas y vió, con el alma caída a los pies, que no eran ellos, sino ellas las que yacían sin vida en los camastros. -Ya las lloraré después, ahora hay que evitar que vayan infectando a todo el que encuentren por su camino- pensó, y salió por la puerta vociferando -¡Niños! ¡Pulgarcito! ¡Volved!- Justo le dio tiempo a ver como saltaban la verja del fondo y se metían en el bosque camino del pueblo.

Lo siguiente que supo es que un nuevo brote mermó la poca población sana que quedaba en el pueblo. Hasta el punto que todos los que pudieron salir por su propio pie, y con el beneplácito del servicio de salud pública, abandonaron para siempre aquella villa. Los que quedaron tardaron poco en morir. Toda la zona fue vallada y puesta en cuarentena.

Mientras, sólo en su cabaña del bosque, el señor O.Gro trabajaba todo el día en su huerta. Por las noches trataba de evitar, entre llantos y sollozos, las pesadilla que lo atormentaban. Rara vez pasaba alguien por la zona. Pero tiempo le faltaba a Oscar para ahuyentarlo. De fuera le vino lo mejor que tuvo en su vida, y también lo peor. Mejor no volver a tentar a la suerte.

Y colorín colorado, este cuento se ha estropeado (y vaya si se ha estropeado)

1 comentario:

erreuve dijo...

Estupendo, como siempre!

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