Quijotes desde el balcón

miércoles, 3 de junio de 2015

En Cuerpo y Arma


Qué asco me da ese puto gordo. Lleva años deseando estar ahí, con su bata de medicucho y su sierra del joputonova abriéndome el pecho para hacerme la autopsia. En una comisaría llena de capullos, él sería la gran polla. Bueno no, el jefe de los minipenes científicos. De los tiquismiquis que te echan en cara haber entrado a saco en una escena del crimen. ¿Escena? ¡Esto no es una mierda de obra de teatro de culturetas! Esto es la vida real, lo que hay más allá de tu microscopio, de tu micropene y de tus putas pruebas de ADN. Que además rima, soy el jodido Lorca.

Cuando empecé se sacaban las confesiones a hostias, como debe ser. Ahora te dejas una colilla tirada en la calle y saben hasta la talla de tus gayumbos. La XXL es la mía. O lo era, hasta ese día. Si antes de mediodía te han volado los cojones con un treinta y ocho, es que el día no barrunta nada bueno.

Pero empecemos como suelen empezar estas historias: presentando al héroe. Mi nombre es Felipe, Félix para los amigos. Y no, no soy el “Pilis Marlow” ese de las pelis incoloras. Ya quisiera el enano voz de pito ser la mitad de hombre que yo. Soy un tío lo suficientemente amargado como para ser policía, pero no tanto como para llegar a inspector. Cuatro niñatos que pasan droga. Cuatro empresarios que se creen por encima de todo. Cuatro politicuchos a los que hay que lamerle las bolas como si fueran maná. Ese era mi día a día. A unos entrullarlos rápido para que no den por culo. A los otros hacerlo con cuidado, que los cabrones meten querellas por partirles tres costillas de nada. Y los últimos... amigo, a esos hay que echarles de comer aparte.

Pero como pasa siempre en estos casos, tuvo que entrar ELLA en escena. Y aquello si era una escena y no la de mi crimen. Yo estaba en la trastienda, como siempre. En el negocio de un concejal nunca puede verse un policía, a no ser que fuera para hacerse la foto de rigor. El concejal en sí no era mala persona. Algo gilipollas, tontico de más, pero sin llegar a ser mala gente. No llegaba ni a eso. Pero su hijo trapicheaba sin esconderse lo más mínimo. Había que darle un toque a ambos y, evidentemente, yo era el indicado. ¿Por qué? Porque soy el mamón que tiene menos que perder en el cuerpo. En estas entró ELLA por la puerta. Al ver su movimiento de caderas busqué el tambor de boga que marcara ese ritmo. Y de caderas para arriba casi mejor ni contarlo: un escote que pide a gritos echarse a las armas para su conquista, y maquillaje como para pintar cuatro Camp Nou's y sobraría aún para enlucir el Bernabeu.

Luego supe que no es que simplemente pareciera una escultura, sino que lo era. Y a base de talonario. A saber cómo sería antes de pasar por quirófano, pero ahora era capaz de despertar hasta a un policía cincuentón con más alcohol en sangre que histéricas en un concierto de Justin Bieber.

Algo me decía que no era de fiar. Aparte, obviamente, de ser la mujer del concejal y madre, por lo tanto, del chaval del trapicheo. Pero en aquellos momentos sólo podía pensar con la polla. Y parece que no es tan despierta como lo aparentaba entonces.

Su carne era tersa, la mía débil. Su hotel era discreto y la farlopa que pasaba su hijo, la hostia. ¿Sigo contando? No creo que sea de buena educación dar más detalles estando en una solemne mesa de autopsias. Pero diré, en mi defensa, que si llega a ocurrir veinte años atrás, me hubiera sobrado la farlopa y faltado más látex que en una peli de Wes Craven.

Tardé poco en darme cuenta de que todo era una artimaña. Primero por la facilidad de acceso al catre. Segundo por la rapidez con la que el concejal entró y fue directo a mi cartuchera a coger la pipa. Y tercero, al ver como mi otra cartuchera y mi otra pipa se desparramaban por el suelo. Para descojonarse. Esto lo pensé después, pero hubiera sido una frase cojonuda si hubiera salido de los labios del concejal. ¿Ves? Otra vez la puta manía de ser ingenioso a destiempo.

Del resto poco más que decir. Vi como llegaron los compañeros, como las caderas salían por la puerta del brazo de aquel mamón chupapollas con carnet, y como justo antes le explicaba a mi superior lo que “tenía que haber pasado”: “Un agente medio alcohólico decomisó unos gramos de farlopa y fue a un hotel a gastarlo con putas. El chulo entró y se lió la que se tenía que liar. Y no se preocupe, comisario, que de mantener intachable la reputación del cuerpo, y de su ascenso, ya me encargo yo.”

En esos momentos, o al menos en las películas, es cuando yo debería de haber dicho una frase acusatoria, o una sentencia para la posteridad. Lamentablemente lo último que este puto mundo me escuchó decir fue “¿Pero habéis encontrado ya mis cojones?”.

Dicen que al morir ves la película de tu vida. Y una polla. Yo sólo vi como cuatro cabrones me enterraban en mierda para que un niñato de apenas veinte años pudiera seguir jugando a ser Don Corleone. Como película deja bastante que desear. Todo lo más dará para que cualquier amargado escriba un relato soltando tacos a mansalva creyéndose el puto Dashiel Hammett.

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