Un relato de Ricardo
San Martín Vadillo
Paré
mi coche frente al semáforo en rojo y miré a ambos lados, de forma
mecánica, sin ánimo de buscar nada ni a nadie.
De
pronto, al ver a la conductora del ciclomotor, me asaltó el pasado.
Esa cara… Llevaba un casco rosa, pero reconocí su tez blanca, su
mentón afilado, sus pestañas larguísimas. Grité por la
ventanilla: -¡Miriam!
Cambió
el semáforo a verde y oí el pitido del taxi que estaba tras de mí.
Aquella cara linda de la motorista se volvió, miró a través de la
ventanilla y me vio. El segundo pitido fue prolongado y apremiante.
Oí la voz del taxista:
- ¡Arranca ya, pasmao!
- ¡Arranca ya, pasmao!
La
conductora de la motocicleta dudó un momento y, a continuación,
hizo un gesto que interpreté como “sígueme”. Y eso hice; en
medio del tráfico denso conduje atento a los coches, pero sobre todo
pendiente de la espalda de la chica que había creído reconocer.
Ella
paró unos diez minutos después, en una isleta, junto a una
marquesina para la espera del autobús. Se bajó de la moto y se
acercó a mi coche: - Hola -dijo y esbozó una tímida sonrisa.
Nervioso,
me bajé del coche y me aproximé a ella: -Miriam… ha pasado tanto
tiempo. Te marchaste sin despedirte, sin darme una explicación…
Tú… Yo, yo…
-¿Y
tú, Fernando? Te veo bien… Tan, tan… como siempre.
Entonces
nos besamos. Un saludo de compromiso, un choque de mejillas y un
“muac” al aire.
Ambos
coincidimos en un breve: -Dime, ¿dónde…?
Fue
en ese momento cuando llegó el autobús e interrumpió el incipiente
intercambio de lapsos de vidas, de recuperación del pasado. Mi coche
y la moto de Miriam ocupaban la parada y el conductor hizo sonar su
claxon y con la mano nos indicó que retirásemos ambos vehículos.
Nos
miramos angustiados, presionados por la realidad del momento. Para
hacer todo más estresante se oyó el pitido agudo, prolongado, del
guardia de tráfico que con gesto imperativo nos decía que nos
retirásemos de allí. Forzados por la situación, nos subimos cada
uno en nuestro vehículo. De nuevo fue ella la que me indicó: -
Sígueme, buscaremos un sitio donde aparcar y poder hablar.
Asentí.
Partió ella y tras su estela yo. Pronto el tráfico fue, de nuevo,
un mar de coches, motos y alguna bicicleta. Estuve a punto de
atropellar a un peatón por ir sólo pendiente de su moto. Ella
miraba constantemente en su retrovisor; estuvo a punto de chocar con
un coche que frenó delante.
Y,
de pronto, sucedió, por mi derecha un coche me adelantó y lo
maldije a la vez que perdía de vista el casco rosa. Pitidos,
frenazos, voces…
Miré
delante y aceleré con dos maniobras arriesgadas. Nada. -¿Dónde
estás, Miriam? Empecé a dudar. -¿Va ella delante de mí o la he
dejado atrás? Miraba a ambos lados sin verla, al espejo retrovisor,
adelante. Cientos de coches, decenas de motos, pero ni rastro de
Miriam.
Al
cabo de quince minutos de errático conducir, me detuve en una nueva
parada de autobús con la esperanza de ver llegar por detrás o
regresar de frente el ciclomotor de Miriam, su casco rosa, su esbelta
figura, su fino mentón, su piel nívea, sus negros ojos.
Pero
nunca llegó y me quedé preguntándome dónde nos habíamos perdido
la primera vez en nuestras vidas y esta segunda; esperando que un día
cualquiera de intenso tráfico me devolviera la oportunidad de un
nuevo encuentro.
Así conduje muchos días, más pendiente de los ciclomotores y los cascos rosa que de la seguridad del tráfico. Sin embargo, nunca volví a encontrarla.
Así conduje muchos días, más pendiente de los ciclomotores y los cascos rosa que de la seguridad del tráfico. Sin embargo, nunca volví a encontrarla.
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