Entrego todo lo que representa al fuego |
En ese mundo revuelto de los años treinta, había que ir contra el espíritu no alemán. Desterrar de la memoria colectiva todo pensamiento diferente, mediante la destrucción de la cultura. Escenas similares se repitieron ese día en toda Alemania. Los estudiantes en prácticamente todas las ciudades universitarias, quemaron títulos de autores que no cuadraban con sus marcos ideológicos. Unas semanas antes, ellos mismos habían comenzado a asaltar las bibliotecas, tanto públicas como privadas, y en los hogares de los intelectuales, procedieron a retirar los libros, de escritores, poetas y periodistas considerados indeseados, de los estantes e incluso de las academias. Para ellos, los libros contenían un ideario nocivo para la nueva Alemania que ansiaban, ya que sus autores eran considerados enemigos del nuevo orden nacionalsocialista. Estos autores, representados por socialistas, comunistas, pacifistas y autores judíos, estaban proscritos. Aquella noche, la multitud miraba impasible las hogueras sin pestañear, hechizados por el gran espectáculo del fuego. Entre ellos, había algunos de los autores señalados. Lágrimas de impotencia y desesperación, rabia y tristeza, corrieron y fueron alimento de aquellas llamas infames.
A finales de enero los nazis se habían hecho definitivamente con el poder y se acababa la República de Weimar. Un mes más tarde ardía el Parlamento, y Herr Hitler obtenía plenos poderes dictatoriales. Ahora comenzaba la verdadera conquista de las mentes alemanas. El Estado ha sido conquistado. Faltan las Universidades fue la proclama de La Unión Alemana de Estudiantes en aquel mes de abril de 1933. El motor detrás de las acciones era la Unión de Estudiantes Nacionalsocialista que había iniciado ese mismo mes la acción contra el espíritu no alemán, que culminaría en la gran quema de esa noche. Era francamente sorprendente la iniciativa propia de los estudiantes universitarios para cometer la barbarie cultural, sin requerir siquiera de la planificación de los jerarcas nacionalsocialistas.
Ardieron incluso libros de autores infantiles. Como si el contar cuentos y leyendas estuviera prohibido, rechazando y manipulando así el soñar de los niños Y todo por alimentar esa maquinaria insaciable y propagandística, que todo devora a su paso. La gran maquinaria del poder.
Las piras de libros en la Opernplatz fue el acto central de una barbarie medieval que fue transmitida a los hogares alemanes a través de la radio. Muchos de los estudiantes habían aparecido aquella tarde vestidos con uniformes de las organizaciones nazis. Algunos líderes estudiantiles seleccionados arrojaban pilas de libros, alimentando las llamas con sus denominadas proclamas de fuego. ¡Contra la decadencia y la corrupción moral!, gritaban. ¡Por la disciplina y las costumbres en la familia y en el Estado, le entrego al fuego los escritos de Heinrich Mann, Ernst Glaeser y Erich Kästner!, vociferaban con inigualable sed destructiva. Erich Kästner, autor de numerosos libros infantiles, internacionalmente conocidos como Emilio y los detectives, observaba desde la plaza, la macabra escenificación que más tarde describiría como repugnante.
Llegada la medianoche, un vehículo oficial del nuevo ministerio, negro y brillante, entraba en la plaza a toda velocidad, escoltado por motoristas. Se trataba del Ministro de Propaganda del Reich y sorprendentemente, Doctor en Filología Germánica, Joseph Goebbels en persona, quien declamó, encaramado al estrado: "Hombres y mujeres de Alemania, la era del intelectualismo judío está llegando a su fin y la consagración de la revolución alemana le ha dado paso también al camino alemán". A la mañana siguiente, los medios de comunicación de todo el mundo, expresaron reacciones de espanto, describiendo la imagen como dantesca e incluso irreal. Pese a las palabras incendiarias, durante un tiempo al menos, Herr Hitler trató de moderar a sus seguidores, temiendo quizás, que el movimiento se le fuera de las manos. La revista norteamericana Newsweek llamó a aquella noche de las hogueras El Holocausto de libros.
"Donde se queman libros se terminan quemando también personas", había predicho Heinrich Heine. El poeta, de origen judío, era uno de los tantos autores que los nazis querían hacer desaparecer de las bibliotecas. La frase de Heine, muerto en 1856 en su exilio parisino, resultó profética. Solo algunos años más tarde, comenzaría la persecución contra todo tipo de minorías y personas consideradas indeseables. Todo lo que el nuevo régimen necesitaba era un país sin poetas ni pensadores. Entre los intelectuales y artistas alemanes de la época, comenzó aquel año fatídico, un éxodo sin precedentes. La nación a la que desde el exterior a menudo se refería con admiración como el que fuera un país de poetas y pensadores obligó a muchos de sus talentos emigrar, entre ellos los hermanos Thomas y Heinrich Mann, los escritores Anna Seghers y Lion Feuchtwanger y tantos otros de su talla. Muchos se organizaron durante aquellas semanas para luchar contra los nazis. Otros fueron apresados y deportados a los Campos de Concentración y cárceles, e incluso asesinados meses mas tarde.
El premio Nobel Thomas Mann, cuyos libros se habían salvado milagrosamente de ese 10 de mayo, habló a través de las ondas de la emisora británica BBC a los oyentes en Alemania. "Esta es una voz de advertencia. Quiero advertirles que es el único servicio que un alemán como yo puede prestar hoy", alertó. A los autores que no emigraron, como Erich Kästner, se les prohibió la publicación de sus obras en Alemania. En 1934, existía una lista con más de tres mil publicaciones censuradas. La mayoría de los alemanes, sin embargo, entre ellos muchos intelectuales críticos y profesores universitarios aceptaron en silencio, la quema de libros y la censura. Algunos incluso la aprobaron. Tal vez, tan preocupante como lo anterior fue el papel determinante que desempeñaron los estudiantes en destruir y aplanar la diversidad de la creación intelectual alemana. Pero a pesar de todo, y tomando el ejemplo de lo que ocurriera milenios atrás, en la Gran Biblioteca de Alejandría, la verdadera llama, que es la del conocimiento auténtico, siempre perdurará.
Aquella noche del 10 de mayo, entre la multitud, una jóven estudiante de pelo rubio se acercó hacía la hoguera central de la plaza. En su regazo llevaba una gran pila de libros. Ningún guardia, ni la misma Werhmach, que controlaba el acceso, se percataron de su presencia insignificante. En silencio, fue arrojando, uno a uno, los libros de la pila que portaba, a las llamas, que comenzaron a elevarse velozmente hacia el cielo con aquel nuevo alimento. A la mañana siguiente, cuando todas las hogueras prácticamente ya se habían extinguido, aun quedaban algunos restos de paginas, tapas duras a medio quemar y restos de papeles humeantes, barridos por el viento. Uno de los trozos de papel, revolotéo en la acera, medio quemado. En él, había una fotografía de un rostro familiar y debajo, unas letras medio chamuscadas e impresas en rojo. Si alguien se hubiera tomado la molestia de agacharse y tomarlo en ese instante, habría leido el siguiente título: Mein Kampf, por Adolfo Hitler, 18 de julio de 1925.
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