Por una mirada, un mundo |
Llego a la biblioteca a primera hora, me acomodo en la mesa y comienzo a leer o consultar documentos, pero a la vez miro a mi alrededor y veo a las otras personas que allí leen, estudian o charlan en voz baja. Les conozco a todos, o casi; son los habituales, percibo sus vidas o las intuyo.
Aquella muchacha del fondo es Luisa. Debe tener unos treinta y siete años. Está casada y tiene dos hijos. Su marido trabaja de dependiente en una tienda de alimentación. Luisa estudió magisterio y lleva cinco años tratando de sacar las oposiciones de Infantil. En las tres ocasiones que se lleva presentando a oposiciones siempre ha hecho buenos ejercicios escritos con notas de 8'5, 8 y 9'2. Pero no es suficiente para sacar la plaza. Luisa es víctima de unos baremos que priman a los interinos y ella nunca ha hecho sustituciones.
Pasa toda la mañana centrada en el estudio, subrayando temas, memorizando posibles futuras preguntas. Para poder estar en la biblioteca toda la mañana, Luisa trabaja duro en su casa atendiendo a su marido e hijos, preparando la comida del día siguiente. A veces le dan las doce de la noche repasando apuntes, hasta que el cansancio le envía a la cama.
Yo la veo estudiar y le deseo la mejor de las suertes, esperando que su esfuerzo y constancia obtengan la merecida recompensa.
Frente a ella se sienta un grupo de alumnos y alumnas de secundaria que consultan algún libro, charlan y envían y reciben mensajes por Whatsapp durante horas. Me pregunto si no sería mejor salir a la calle y encontrarse con los destinatarios de los mensajes electrónicos. Una conversación de tú a tú mientras se miran a la cara y comparten un refresco. Eso sí, sin dejar la lata vacía tirada por el suelo del parque. Sus dedos vuelan sobre el teclado y pienso que con esa rapidez en las manos serían magníficos pistoleros en el oeste.
De vez en cuando se centran en el libro de texto o comparten apuntes. Pero el móvil parece ejercer sobre ellos y ellas una atracción irresistible y pronto retornan a consultar la pantalla. Vuelven a mandar mensajes, entre risas. Me digo: "En casa, con sus padres, durante las comidas o frente al televisor, ¿se comunican con sus progenitores por e-mail, Whatsapp, Twitter o Facebook?"
En la planta baja, en la sala infantil, veo a un padre con su hija de pocos años en un carrito. Él le selecciona libros, le muestra las imágenes y la niña, toda ojos, mira los santos y escucha la narración pausada del cuento por su padre. Sé que ahí late una futura lectora, una muchacha prendida por las historias, los relatos, las novelas, tal vez la poesía. Esa semilla de la imaginación germinará y llenará su vida de entretenimiento, de placer, porque los libros pueden ser tus mejores compañeros en el deleite de la lectura.
También en un extremo de la biblioteca, al fondo de la planta baja, suelo ver a Renato, anciano de unos ochenta años, que día tras día pasa horas informándose de lo que acontece en el mundo, por los periódicos. Cuando un día hablé con él me dijo: "No me gusta la televisión para conocer la marcha de España y otros países. Es información desinformada que te llena los oídos y no te deja reflexionar. Al leer el periódico mi mente selecciona lo que considera relevante, analiza y valora. La televisión te tira las noticias como quien tira un cubo de agua a alguien. Los periódicos traen editoriales, artículos de opinión, reportajes... eres tú quien filtra la información en su justo término".
Y de nuevo, arriba, en el piso superior, trato de centrarme en la lectura de ese libro que escogí de las estanterías, aunque a veces pienso que fue el libro el que me eligió a mí: me llamó con el color de su lomo, su llamativo título, las primeras frases que leí de pie...
Levanto la vista y veo a Gerardo, de unos diecisiete años. Le observo: tiene toda su atención centrada en la chica que está sentada a mi izquierda: Laura, una peliroja que realiza sus tareas escolares, ajena a la mirada de Gerardo. Para él los temas del próximo examen no son atractivos, lo que atrae a Gerardo es Laura. Se le nota que bebe los vientos por ella, casi se le cae la baba cuando la observa. ¿Cómo va a compararse cualquier historia con lo que está viviendo y penando Gerardo en su amor hacia Laura? Tan sólo siente alivio cuando lee una y otra vez los versos de Gustavo Adolfo Bécquer:
Por una mirada, un mundo;
por una sonrisa, un cielo;
por un beso... yo no sé
qué te diera por un beso.
Le veo suspirar, quizás esperanzado en que su sueño se haga realidad.
Y aquí estoy yo, Patricia, con todos ellos. Entre libros y legajos, jubilada; llenando mis horas libres tras tantos años enseñando Matemáticas en el instituto. Con los recuerdos de mis alumnos y alumnas a los que traté de enseñar y educar durante treinta y cinco años. La números, me decían los adolescentes. Aquella etapa de mi vida acabó y ahora paso las horas en la biblioteca, investigando la historia de Alcalá, mientras mi marido sigue trabajando en Granada. Mis hijas volaron hace tiempo del nido. Trabajan ahora en Liverpool y en Münich. Y yo sigo aquí, entre las estanterías, los libros y los documentos, esperando encontrar ese dato, hasta ahora desconocido, que sea un aldabonazo para la historia de esta ciudad que yo hice mía.
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