Solo había que ir a la Biblioteca de Alcalá la Real |
Le habían hablado de un lugar donde había muchos libros juntos. No tenía más de diez años pero estaba solo en la ciudad, tratando de aclimatarse y de camino comenzar el Bachillerato. Vivía con una familia formada por una madre con tres hijos, y a veces le invadía la nostalgia y pensaba en el pueblo donde había dejado la mitad de su existencia.
Aquel día iba sin rumbo fijo, y atravesó la calle principal, que le llamaban el Llanillo, había un conjunto de casas con fachadas de piedra en la plaza del Ayuntamiento y una estatua que representaba a un tal Juan Martínez Montañés que miraba a la Casa Consistorial. Algo le intuyó para dirigirse al edificio de enfrente, donde un reloj grande daba las horas. En una cincuentena de pasos franqueó las puertas; y al fondo a la izquierda vio como una mujer de mediana edad hablaba a unos hombres y mantenían una conversación acalorada.
De pronto, se dio cuenta que aquella habitación, grande y con ventanas verticales enormes, estaba llena de volúmenes de libros. Abrió la puerta, de cristales, y no dijo nada, sus ojos fueron pasando por todas las estanterías atestadas de libros, había de todas formas y colores. Comenzó a leer los lomos y un sinfín de títulos le llegaban a su pequeña cabeza. Había una música que él nunca había escuchado, era rara pero le gustaba, se repetía una palabra: María... María... María, y retumbaba en aquella sala, con un olor penetrante que venía de aquella mujer que estaba sentada y presidía la mesa.
De pronto, se dio cuenta que aquella habitación, grande y con ventanas verticales enormes, estaba llena de volúmenes de libros. Abrió la puerta, de cristales, y no dijo nada, sus ojos fueron pasando por todas las estanterías atestadas de libros, había de todas formas y colores. Comenzó a leer los lomos y un sinfín de títulos le llegaban a su pequeña cabeza. Había una música que él nunca había escuchado, era rara pero le gustaba, se repetía una palabra: María... María... María, y retumbaba en aquella sala, con un olor penetrante que venía de aquella mujer que estaba sentada y presidía la mesa.
No sé cómo, pero el niño se fue acercando a la mesa principal, su cara iba cambiando de color y en el último momento giró de dirección y se dirigió a la ventana de enfrente que daba a la plaza; había unos libros rectangulares, grandes, de varios colores, tomó uno en sus manos y leyó: Las aventuras de Tintín. Sus páginas se fueron abriendo y había dibujos en colores y letras que se podían leer. Aquellos nombres se hicieron realidad en su mente: Tintín, Milú... tenía un par de hombres con bombines negros, había automóviles, carreras, aventuras; comenzó a leer y buscó un sitio donde sentarse y seguir leyendo. El libro era interesante, lleno de aventuras divertidas que nunca había sentido.
El tiempo pasó sin darse cuenta y aquel libro le cambió el semblante, pero las puertas de la habitación se iban a cerrar y tuvo que abandonar aquel instante de dicha. Volvió sobre sus pasos, sus pies se dirigieron por la calle General Lastres, hacía el Paseo de los Álamos; no dejaba de pensar en aquellos personajes, pero tenía que irse a comer, lo esperaba la familia nueva donde se hospedaba. Por la tarde se fue a jugar al fútbol a las Escuelas de la Safa, no estuvo afortunado y falló casi todo lo que intentó. Se fue cansado para su habitación y se quedó dormido, en aquella nube aparecieron los personajes del libro que había tenido en sus manos por la mañana, y jugaba con ellos, formaba parte de la aventura, podía volar, ir de un sitio a otro, coger la mano de Tintín y correr con Milú.
Aquel fin de semana volvió a su pueblo, en aquel autobús desvencijado con una baca enorme donde se colocaban decenas de paquetes. Estaba ansioso de contarle a su amigo Abelardo que había libros de cuentos y aventuras y que estaban al alcance de la mano, solo había que ir a la Biblioteca de Alcalá la Real.
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