Quijotes desde el balcón

miércoles, 12 de julio de 2017

Melodía

por Ricardo San Martín

Así se llamaba: Melodía. Nunca un nombre coincidió mejor con la persona a la que identificaba.

Quizás rondase los cuarenta. Lucía, casi siempre falda larga, y cubría su pelo ensortijado con un sencillo sombrero de fieltro.

Era menuda, de movimientos etéreos y pausados en su cuerpo; no así sus dedos, largos y fibrosos que parecían volar con vida propia cuando grácilmente deslizaba el arco sobre las cuerdas de su violín.

Alguien me contó que había realizado estudios de música en el Conservatorio Nacional de Viena. En esta ciudad acudía a las clases de violín con un afamado maestro alemán. Al parecer, ella se enamoró de su profesor, con el cual tuvo una relación amorosa durante meses. Enterada la esposa del maestro de su aventura extraconyugal, le amenazó con abandonarlo, llevándose sus hijos de regreso a Berlín, si no ponía fin a aquella relación. Puesto en esta tesitura, el alemán renunció a su amada y puso fin al idilio. Fue un duro desencanto para Melodía que permaneció encerrada en su apartamento vienés durante dos semanas. Después, sabiendo que nunca volvería a estar con quien había rendido su cuerpo y su corazón, decidió regresar a Alcalá, su pueblo natal, aunque aquí no le quedaba familia.

Lo hizo con un aspecto desaliñado y un espíritu abatido.

Vivía en el Paseo. Allí pasaba los primeros días, mañana y tarde, tocando melancólicamente su violín y recibiendo las monedas de quienes le ayudaban con sus dádivas. Se sentaba en el banco junto a la estatua del músico y el perro, bajo el alto pino y allí tocaba ensimismada, como ausente. Sonaban quejumbrosas sus notas. Llevaba sus pocas pertenencias (algunas ropas, otro sombrero y varios libros) en un desvencijado carrito de la compra. Al llegar la noche subía lentamente hasta las Cruces y ocupaba una casa abandonada en la que dormía.

Algo vino a cambiar su vida: un día, mientras tocaba el violín en el parque, un perro mínimo y lanudo se le acercó y se tendió a sus pies mirándola con ojos lastimeros. Melodía sacó los restos de un bocadillo de su carrito y se los ofreció al chucho. Los comió con ganas el perrillo y, agradecido, restregó su cuerpo contra las piernas de la violinista. Parecieron quedar unidos por un vínculo invisible. Quizás era un lazo entre seres abandonados.

Pero desde ese día, desde esas caricias del animalito, Melodía recobró progresivamente la alegría en su vida. Parecía bastarle con aquel afecto animal que nada le pedía y nada esperaba. Le dio un nombre, decidió llamarle Mozart por un doble motivo: su pelo blanco como el de la peluca del compositor austríaco y por su carácter alegre y juguetón.

Se entendían en sus silencios, se complementaban en su soledad. La vida de ambos fue mejor a raíz de su mutua compañía.

Los acordes del violín de Melodía adquirieron vivacidad, alegría; su aspecto volvió a ser pulcro y aseado.

Ahora, durante el día, se podía ver a la pareja por diversos puntos de Alcalá. Tocaba Melodía en el parque, en los bares y terrazas, en el compás de Consolación, junto a los andenes de la estación de autobuses despidiendo o recibiendo a los viajeros o los martes moviéndose entre quienes hacían la compra en el mercadillo, con Mozart escoltando su mínima figura.

Así se ganaba la vida: tocando alegres canciones, con una sonrisa en los labios y un fiel compañero a su vera. Interpretaba piezas clásicas y otras de su propia creación; todas ellas impregnadas de positividad y dulzura, la misma que el singular dúo emanaba.

Formaban parte del paisaje y paisanaje alcalaíno. Dejaba Melodía oír sus arpegios y cuando recibía una propina de un transeúnte, sonreía mientras pronunciaba un suave "gracias". Mozart ladraba vivaz.

En un momento determinado, se comenzó a extender por Alcalá el rumor de que el viejo Tomás, aquejado de una dolorosa artritis, se sentía más aliviado a raíz de las reiteradas audiciones callejeras de los sones de Melodía.

Luego se habló de beneficios en las jaquecas que padecía Luisa y en la depresión que arrastraba Ramiro. Ambos eran asiduos a las sesiones de música improvisada en el parque.

El efecto determinante, su salto definitivo a la devoción popular, llegó cuando Bernarda, diagnosticada de un cáncer de mama, afirmó sentirse curada tras prolongados ratos oyendo la música de Melodía. Sin embargo, hubo quien aseguró que lo de Bernarda había sido un caso de diagnóstico  médico erróneo, que nunca había habido cáncer y, por lo tanto, no había lugar a la curación.

Pero para entonces las gentes habían decidido creer en el poder curativo de las notas del violín de Melodía y buscaban a ésta para que fuese por las casas donde había enfermos, confiando en ella y su música, como en una nueva "santa" de las cuales había larga tradición en la Sierra Sur.

Melodía se avenía a acudir a quienes la requerían y se despedía de los enfermos con una sonrisa y un "Dios te bendiga", que parecía ser refrendado por los ladridos de Mozart. Jamás aceptó ninguna remuneración por sus visitas musicales.

Seguía la violinista deleitando a los paseantes del parque. Se situaba bajo el pino, junto al músico y su perro, componiendo un llamativo cuarteto, o cerca de la fuente de las ranas e interpretaba sus partituras. En primavera sus notas flotaban en el aire mezcladas con el olor de las rosas.

Fue algo súbito, sucedió inopinadamente. Una mañana que la gente caminaba por el paseo, el silencio se adueñó del lugar desde la fuente de Remigio del Mármol hasta la Biblioteca. Los días que siguieron fueron del mismo tenor. Los alcalaínos se preguntaban si Melodía habría caído enferma y Mozart, fiel compañero, permanecería a su lado. Subieron a la casa que ambos ocupaban en las Cruces, pero el lugar estaba desierto.

Corrió la noticia de que Melodía había recibido la visita de su antiguo amante, el profesor austriaco, quien, tras dejar a su esposa, habría decidido volver con su enamorada. Decían que la había buscado y cuando supo que vivía en Alcalá había venido a nuestra ciudad. Tras el imaginado reencuentro la pareja, junto con Mozart, habrían retomado su idilio en alguna ciudad de la Costa del Sol.

Hubo quien especuló que, dada la inusual capacidad curativa de Melodía y su violín, una prestigiosa clínica privada le había hecho una oferta para atender y sanar a sus clientes ricos en no sé qué ciudad del centro de Europa.

El misterio y la intriga sobre la desaparición de Melodía y Mozart sigue hoy en día, pero son muchos los alcalaínos que aseguran que, en las cálidas noches veraniegas, si te sientas en el banco del paseo, bajo el pino y pones atención, en medio de la oscuridad parecen oírse los sones acompasados de un violín y una tenora.

Incluso hay quien mantiene que la estatua del músico y su perro parecen tener ahora un gesto más alegre, como transmutados por algún maravilloso y salutífero sortilegio.

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