Este relato ha sido galardonado con un segundo premio en el I Concurso de Relatos Luna Literaria. En breve saldrá la edición impresa. Mientras tanto podéis verlo aquí.
Lo único que me dejó fue una página arrancada |
Dicen que es muy difícil dejar ir al primer amor. Poco cuentan del segundo, del tercero... menos aún de lo inverosímil y absurdo que es llegar al cuarto cuando aún sigue siendo el primero. Tal vez por eso sea mi historia absurda, pero es la mía. Mía y suya, Susana. O, mejor dicho, la mía con Susana.
Es la primera vez que me encuentro en estas lides, en las de contar mi historia. Conste que no quería, no depende de mí. Pero el infinito tiempo que tengo disponible me obliga, prácticamente a jornal, a repetir días realmente vividos. Así como el Funes de Borges, pero algo más voluntariamente. Eso o la locura. O la nada. Siempre he preferido la locura, pero no quisiera arriesgarme.
Empecemos como empiezan todos los cuentos, con un “érase una vez”... un pringado que encajaba lo preciso en sitio en el que estudiaba. Un instituto normal, vulgar, zafio. Una fábrica de sueños rotos. Yo del grupo de “los raros” y ella del grupo de “las raras”. Ahora podría parecer que estábamos cerca, pero en aquellos tiempos mil kilómetros separaban un aula de la continua.
Entre clase y clase. De recreo a recreo. En los cuatro ratos libres yo sacaba mi libro de El Señor de los Anillos, iba ya por el tercero en primero de B.U.P.. Ella un poemario de Ángel González. Rato a rato nos lo cambiábamos. En el de Susana la gente sufría y moría, pero no tan bien ni por causas tan nobles como en el de Tolkien. Aunque, en el fondo, todo era lo mismo: el amor. No amor de ese de “cuelga tú, no, tú primero, tontorrón...”; amor, Amor.
¿Que carajo sabría yo del amor en aquellos tiempos? Menos aún cuando teníamos las horas contadas. El último trimestre lo pasaría fuera, en Madrid. Madrid estaba en entonces a unos dos mil años luz de mi pueblo. Yo quería aprovechar el tiempo lo máximo posible con ella, y ella lo mismo, pero con todos. De un día para otro eso de leernos en voz alta el uno al otro ya no le llenaba. Eso de los paseos interminables tampoco. Aún no había salido el tema del sexo. Al menos conmigo. Pero ella se doctoró en apenas unas semanas. Todo fuera por llevar la lección aprendida antes de llegar a la gran capital.
Esa fue mi primera vía, mi primer tren. En Granada, con sus padres y los míos presentes, nos despedíamos una familia de la otra. Ellos se llevaban a su hija y yo me quedaba vacío por dentro como la isla sin Robinsón.
Lo único que me dejó fue una página arrancada de su libro preferido, una página en la que el tal Ángel González decía:
Yo, que de armas orcas, de vergeles elfos y de prospecciones en montañas de enanos lo sabía casi todo; me quedé, por decirlo mal y pronto, con los cojones colgando. Meses tardé en estudiar, pensar, repensar, sentir, doler, arrancar, desmembrar, rearmar... meses, en comprender lo que quería decirme.
Creo que me quería. No se si como Arwen a Áragorn, o como la fulana aquella al soldadito marinero. Pero me quería. Y yo la quería. O quería quererla. O querría saber como poder quererla y saber como demonios me quería si es que realmente me quería.
Diez años después llegó mi segunda vía. Mi segundo tren. Ella volvía al pueblo. A mi boda, concretamente. Contra todo pronóstico conseguí, tras dejar los estudios antes de acabar el bachillerato, trabajo en una fábrica local. Y la hija de mi maestro de patio era todo lo que un joven asalariado judeocristiano podía desear: tenía útero, olivos y su máxima aspiración era una casa más grande que la de sus amigas. Nuevamente fui con mi padre, mi madre ya no estaba con nosotros y mira que hubiera disfrutado de la boda. Fui, como decía, nuevamente a la estación de Granada.
Volvía triste. Demasiado. Hablaba más con mi padre que conmigo. Que si como andaba su tío tal, que si como su primo cual, que cuándo había muerto nosequién que no le habían dicho nada. Volvía como quien vuelve a la fuerza donde juró no volver jamás.
La boda fue como estaba planeada. Todo me pasaba siempre como está planeado. Todo menos Susana. La anterior vez que la vi me estaba dejando, completamente feliz. La segunda me estaba acompañando, completamente triste. La tercera... Bueno, espera, que aún queda un rato.
Tras la boda decidió pasar unos meses aquí, en casa, en el pueblo. En su pueblo. Pero no decía nada. No llamaba, no contestaba, había que ir a casa de sus padres a sacarla a rastras para tomar algo, pero tampoco así había manera de sonsacarle nada de información sobre su vida en esos años. El tiempo o la última serie que estaban dando en la tele eran los únicos temas de conversación.
Un buen, un mal día, perdón, me encontré en la puerta de casa, bajo el gran macetero del geranio ese que lleva años muriéndose pero no acababa de sucumbir, un sobre. Una hoja arrancada de un libro y dos pendientes. Los pendientes eran un regalo que le hice a Susana hará ya un millón de años: dos pequeños ojos turcos que simbolizaban la protección.
Y una página arrancada de su libro preferido, una página en la que el tal Ángel González decía:
Creía saber a qué se refería. Pero si me costó comprenderlo la última vez que me dejó una página arrancada de su libro preferido, una página en la que el tal Ángel González decía no recuerdo qué, esta vez me estaba costando demasiado tan si quiera planteármelo.
¿Cómo iba yo, simple eslabón de una cadena recursiva de montaje, a entender las palabras de un anciano que, en lugar de dedicarse a ganarse el pan, perdía el tiempo en decir “ni contigo ni sin tí”? Y es que, pasada cierta edad, un poeta es como una revista guarra bajo el colchón: una máquina de prometer cosas que nunca se harán realidad, y de las que más vale deshacerse cuanto antes. O tal vez no. No las revistas, claro, sino la poesía.
Una década pasó... ¿Una década? O a lo mejor lo recuerdo así por ser un número más redondo. El caso es que llegó un momento en el que la hija de mi maestro de patio resolvió que estar conmigo era perder el tiempo. Un tal Dios no le daba hijos por mi culpa. Sus amigas tenían y ella necesitaba tener más. Yo, muy en mi papel, le insistí en que viniera ese señor a verme, que le daría todos los análisis médicos oportunos. Pero el humor era una de las muchas faltas que tenía la hija de mi maestro de patio. La otra, imperdonable para mí desde ese preciso instante en el que me vi libre, fue no ser Susana.
Entonces me di cuenta de todo. Susana me quería. Me quiso siempre. Si volvió alguna vez al pueblo (unas veces desde Madrid, otras desde Tenochtitland, otras, incluso, desde el pueblo de al lado) era sólo por mí. Y por ella yo me quedé esperando que regresara un día para siempre.
Fue ese uno de los días más orgullosos y valientes que he tenido jamás. El día en que conseguí hablar con Susana y decirle que sí: sí a todo. Que quería estar con ella a las buenas y a las malas, con su Lorca y con mi Philip K. Dick. Ella lloró, supongo que estaría nerviosa o emocionada. Me dijo que esperara, que había que hablar en persona. Quedamos en la estación de siempre una semana después.
Esa fue mi tercera vía. Mi tercer tren. Esta vez fui solo a recogerla. Pero ella no vino sola. De una mano colgaba un personaje que rondaría los cinco años, con cara de malo de película. De la otra un fornido señor alto como una torre. Susana me extendió su mano, en la que lucía el anillo de boda, y me entregó un sobre.
En la parte de atrás sólo ponía “Perdón”. Dentro una página arrancada de su libro preferido, una página en la que el tal Ángel González decía
Aquello fue como un despertar tras el letargo de invierno. Fue un poco como en Mátrix: de repente entré por el auricular del teléfono y aparecí en una triste celda forrada de cojines blancos. Una cama y un escritorio era todo lo que había delante. En el escritorio su libro preferido, de un tal Ángel González, con varias páginas arrancadas. Y un recorte de periódico de hace al menos veinte años: “Fallece una joven al precipitarse a las vías del tren. No se descarta el suicidio”. En la foto, no se veían muchos detalles, pero conocía demasiado bien el libro de Susana y la forma en que se ataba las zapatillas.
Aquella fue mi cuarta vía. Mi cuarto tren. Con mucho cuidado me tumbé entre los raíles y apretaba con la mano una página arrancada de su libro preferido, una página en la que el tal Ángel González decía:
“Largo es el arte; la vida en cambio corta
como un cuchillo. Pero nada ya ahora
Es la primera vez que me encuentro en estas lides, en las de contar mi historia. Conste que no quería, no depende de mí. Pero el infinito tiempo que tengo disponible me obliga, prácticamente a jornal, a repetir días realmente vividos. Así como el Funes de Borges, pero algo más voluntariamente. Eso o la locura. O la nada. Siempre he preferido la locura, pero no quisiera arriesgarme.
Empecemos como empiezan todos los cuentos, con un “érase una vez”... un pringado que encajaba lo preciso en sitio en el que estudiaba. Un instituto normal, vulgar, zafio. Una fábrica de sueños rotos. Yo del grupo de “los raros” y ella del grupo de “las raras”. Ahora podría parecer que estábamos cerca, pero en aquellos tiempos mil kilómetros separaban un aula de la continua.
Entre clase y clase. De recreo a recreo. En los cuatro ratos libres yo sacaba mi libro de El Señor de los Anillos, iba ya por el tercero en primero de B.U.P.. Ella un poemario de Ángel González. Rato a rato nos lo cambiábamos. En el de Susana la gente sufría y moría, pero no tan bien ni por causas tan nobles como en el de Tolkien. Aunque, en el fondo, todo era lo mismo: el amor. No amor de ese de “cuelga tú, no, tú primero, tontorrón...”; amor, Amor.
¿Que carajo sabría yo del amor en aquellos tiempos? Menos aún cuando teníamos las horas contadas. El último trimestre lo pasaría fuera, en Madrid. Madrid estaba en entonces a unos dos mil años luz de mi pueblo. Yo quería aprovechar el tiempo lo máximo posible con ella, y ella lo mismo, pero con todos. De un día para otro eso de leernos en voz alta el uno al otro ya no le llenaba. Eso de los paseos interminables tampoco. Aún no había salido el tema del sexo. Al menos conmigo. Pero ella se doctoró en apenas unas semanas. Todo fuera por llevar la lección aprendida antes de llegar a la gran capital.
Esa fue mi primera vía, mi primer tren. En Granada, con sus padres y los míos presentes, nos despedíamos una familia de la otra. Ellos se llevaban a su hija y yo me quedaba vacío por dentro como la isla sin Robinsón.
Lo único que me dejó fue una página arrancada de su libro preferido, una página en la que el tal Ángel González decía:
“Ninguna era tan bella como tú
durante aquel fugaz momento en que te amaba:
mi vida entera”.
durante aquel fugaz momento en que te amaba:
mi vida entera”.
Yo, que de armas orcas, de vergeles elfos y de prospecciones en montañas de enanos lo sabía casi todo; me quedé, por decirlo mal y pronto, con los cojones colgando. Meses tardé en estudiar, pensar, repensar, sentir, doler, arrancar, desmembrar, rearmar... meses, en comprender lo que quería decirme.
Creo que me quería. No se si como Arwen a Áragorn, o como la fulana aquella al soldadito marinero. Pero me quería. Y yo la quería. O quería quererla. O querría saber como poder quererla y saber como demonios me quería si es que realmente me quería.
Diez años después llegó mi segunda vía. Mi segundo tren. Ella volvía al pueblo. A mi boda, concretamente. Contra todo pronóstico conseguí, tras dejar los estudios antes de acabar el bachillerato, trabajo en una fábrica local. Y la hija de mi maestro de patio era todo lo que un joven asalariado judeocristiano podía desear: tenía útero, olivos y su máxima aspiración era una casa más grande que la de sus amigas. Nuevamente fui con mi padre, mi madre ya no estaba con nosotros y mira que hubiera disfrutado de la boda. Fui, como decía, nuevamente a la estación de Granada.
Volvía triste. Demasiado. Hablaba más con mi padre que conmigo. Que si como andaba su tío tal, que si como su primo cual, que cuándo había muerto nosequién que no le habían dicho nada. Volvía como quien vuelve a la fuerza donde juró no volver jamás.
La boda fue como estaba planeada. Todo me pasaba siempre como está planeado. Todo menos Susana. La anterior vez que la vi me estaba dejando, completamente feliz. La segunda me estaba acompañando, completamente triste. La tercera... Bueno, espera, que aún queda un rato.
Tras la boda decidió pasar unos meses aquí, en casa, en el pueblo. En su pueblo. Pero no decía nada. No llamaba, no contestaba, había que ir a casa de sus padres a sacarla a rastras para tomar algo, pero tampoco así había manera de sonsacarle nada de información sobre su vida en esos años. El tiempo o la última serie que estaban dando en la tele eran los únicos temas de conversación.
Un buen, un mal día, perdón, me encontré en la puerta de casa, bajo el gran macetero del geranio ese que lleva años muriéndose pero no acababa de sucumbir, un sobre. Una hoja arrancada de un libro y dos pendientes. Los pendientes eran un regalo que le hice a Susana hará ya un millón de años: dos pequeños ojos turcos que simbolizaban la protección.
Y una página arrancada de su libro preferido, una página en la que el tal Ángel González decía:
“Le comenté: -me entusiasman tus ojos.
Y ella dijo: -¿Te gustan solos o con rimmel?
-Grandes. Respondí sin dudar.
Y también sin dudar
me los dejó en un plato y se fue a tientas.”
Y ella dijo: -¿Te gustan solos o con rimmel?
-Grandes. Respondí sin dudar.
Y también sin dudar
me los dejó en un plato y se fue a tientas.”
Creía saber a qué se refería. Pero si me costó comprenderlo la última vez que me dejó una página arrancada de su libro preferido, una página en la que el tal Ángel González decía no recuerdo qué, esta vez me estaba costando demasiado tan si quiera planteármelo.
¿Cómo iba yo, simple eslabón de una cadena recursiva de montaje, a entender las palabras de un anciano que, en lugar de dedicarse a ganarse el pan, perdía el tiempo en decir “ni contigo ni sin tí”? Y es que, pasada cierta edad, un poeta es como una revista guarra bajo el colchón: una máquina de prometer cosas que nunca se harán realidad, y de las que más vale deshacerse cuanto antes. O tal vez no. No las revistas, claro, sino la poesía.
Una década pasó... ¿Una década? O a lo mejor lo recuerdo así por ser un número más redondo. El caso es que llegó un momento en el que la hija de mi maestro de patio resolvió que estar conmigo era perder el tiempo. Un tal Dios no le daba hijos por mi culpa. Sus amigas tenían y ella necesitaba tener más. Yo, muy en mi papel, le insistí en que viniera ese señor a verme, que le daría todos los análisis médicos oportunos. Pero el humor era una de las muchas faltas que tenía la hija de mi maestro de patio. La otra, imperdonable para mí desde ese preciso instante en el que me vi libre, fue no ser Susana.
Entonces me di cuenta de todo. Susana me quería. Me quiso siempre. Si volvió alguna vez al pueblo (unas veces desde Madrid, otras desde Tenochtitland, otras, incluso, desde el pueblo de al lado) era sólo por mí. Y por ella yo me quedé esperando que regresara un día para siempre.
Fue ese uno de los días más orgullosos y valientes que he tenido jamás. El día en que conseguí hablar con Susana y decirle que sí: sí a todo. Que quería estar con ella a las buenas y a las malas, con su Lorca y con mi Philip K. Dick. Ella lloró, supongo que estaría nerviosa o emocionada. Me dijo que esperara, que había que hablar en persona. Quedamos en la estación de siempre una semana después.
Esa fue mi tercera vía. Mi tercer tren. Esta vez fui solo a recogerla. Pero ella no vino sola. De una mano colgaba un personaje que rondaría los cinco años, con cara de malo de película. De la otra un fornido señor alto como una torre. Susana me extendió su mano, en la que lucía el anillo de boda, y me entregó un sobre.
En la parte de atrás sólo ponía “Perdón”. Dentro una página arrancada de su libro preferido, una página en la que el tal Ángel González decía
”No hay otra solución:
si de verdad amas a Eurídice,
vete al infierno.
Y no regreses nunca.”
si de verdad amas a Eurídice,
vete al infierno.
Y no regreses nunca.”
Aquello fue como un despertar tras el letargo de invierno. Fue un poco como en Mátrix: de repente entré por el auricular del teléfono y aparecí en una triste celda forrada de cojines blancos. Una cama y un escritorio era todo lo que había delante. En el escritorio su libro preferido, de un tal Ángel González, con varias páginas arrancadas. Y un recorte de periódico de hace al menos veinte años: “Fallece una joven al precipitarse a las vías del tren. No se descarta el suicidio”. En la foto, no se veían muchos detalles, pero conocía demasiado bien el libro de Susana y la forma en que se ataba las zapatillas.
Aquella fue mi cuarta vía. Mi cuarto tren. Con mucho cuidado me tumbé entre los raíles y apretaba con la mano una página arrancada de su libro preferido, una página en la que el tal Ángel González decía:
“Largo es el arte; la vida en cambio corta
como un cuchillo. Pero nada ya ahora
-ni siquiera la muerte, por su parte
inmensa-
podrá evitarlo: exento, libre,
como la niebla que al romper el día
los hondos valles del invierno exhalan,
creciente en un espacio sin fronteras,
este amor ya sin mí te amará siempre.”
inmensa-
podrá evitarlo: exento, libre,
como la niebla que al romper el día
los hondos valles del invierno exhalan,
creciente en un espacio sin fronteras,
este amor ya sin mí te amará siempre.”
2 comentarios:
Que gran relato, precioso de verdad, me encanta su estructura. Enhorabuena por el relato y por el premio.
Enhorabuena. Leer tranquilo tiene la recompensa de saborear, y cuando lo saboreado es bueno, mucho mejor.
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