Quijotes desde el balcón

sábado, 30 de septiembre de 2017

El don

por Nono Vázquez


Solo al final de la vida, uno se puede reconciliar con todo. Solo cuando mi vejez se junta a mi caprichosa memoria, soy capaz de afrontar haber tenido el don. Aunque no pueda recordar cómo tengo que atarme los zapatos y las personas que me visitan sean desconocidas para mí. Solo ahora, cuando ya poco puedo esperar, cuando nada debo temer, cuando voy a emprender el último viaje de ida, descargo mi maleta. Ahora que mi vejez se junta a mi vergüenza, puedo; aunque no pueda recordar lo que he desayunado esta mañana.

Yo no quería el don. No lo necesitaba. A lo mejor en verdad nunca lo tuve. Alguien dijo que lo tenía, y con eso bastó.

Vivía lejos de todo, tanto que gritaba y gritaba sabiendo que solo los grajos me escuchaban. Nadie venía a casa, solo el cartero; dos veces a la semana, o solo una, cuando no teníamos carta de mi tía Susana, que vivía en el pueblo, al pie de aquellas sierras afiladas. Pero venía, nos leía el periódico y a cambio mi padre le regalaba un choto o un queso. Fue su hijo, aquel mastuerzo rechiflado, el que me dijo que mi madre no estaba bien porque mis abuelos eran primos. Se llevó un ojo morado: no volví a verlo más.

Mi tía Susana insistía a mi padre siempre en que yo fuera al pueblo. Había una escuela y aprendería a leer y las cuatro reglas, suficiente para levantar un poco la cabeza por encima de aquellos riscos. Recuerdo bien esa noche, con mi padre atizando el fuego y mi madre zurciendo un retal tan pasado que la aguja traspasaba sin pinchar.
- Voy a mandar al zagal con mi hermana -mi padre lo había decidido y yo levanté los ojos casi asustado, mi madre ni se inmutó-. Lleva razón, tiene que ir a la escuela.
- ¿A la escuela? ¿Cómo va a ir a la escuela? ¡Si no sabe nada!
- Por eso, mujer, por eso...
En la respuesta cansada de mi padre entendí que, de verdad, mi madre no estaba bien.

La escuela no era grande. Don Artemio era un buen maestro, y gracias a él aprendí a leer y escribir, algo de historia de España y mundial y un poco de números. Me regaló algunos libros y, tres años después de dejar el cortijo, regresé convertido en un sabio, pero sobre todo me había convertido en alguien que sabía escuchar. Al primero, a mi padre, que me explicó lo duros que fueron aquellos inviernos y lo difícil que fue la aceituna, que por suerte pasto no faltó y que había comprado cincuenta ovejas más y dos cabras. Yo escuchaba y escuchaba, y mi madre me miraba y me miraba.
- No te preocupes por ella, Sebas, hijo -me dijo mi padre arrodillándose un poco y poniéndome la mano en el hombro-. No te ha reconocido, ya sabes que ella...
Era evidente: no estaba bien. Yo lo reconocía, aunque me seguía molestando que la gente lo dijera.

Por las noches, gritaba y maldecía, se escapaba en camisón por el monte y mi padre tenía que salir con los perros a buscarla. Él me lo explicó y yo escuchaba, con tanta atención que casi podía ver aquellas escenas.

La primera noche fue terrible; de la boca de mi madre salían palabras imposibles de aceptar para un niño de nueve años. Era demasiado, salí corriendo todo lo lejos que pude, hasta que ya no escuchaba sus gritos y entendí entonces que huir no era la solución, como Don Artemio me explicó. Regresé y entré al cuarto donde mi padre la encerraba de noche.
- Desátala -le dije con tono muy serio.
Le tomé una mano y ella empezó a decirme cosas que yo no entendía, palabras sueltas, gruñidos. Yo escuchaba, y al rato ella quedó callada, con los ojos muy abiertos, pero ya apenas se movía. Cayó en un sueño profundo y ya no despertó.

En el entierro, noté que la gente me miraba. El cementerio no era muy grande, pero se llenó completamente, de gente de nuestra aldea y de las vecinas, hasta vinieron del pueblo. Al parecer mi padre había comentado con otro cabrero que después de hablar conmigo se calmó y murió dulcemente. Este le dijo a otro que yo le había puesto las manos y había expulsado el tormento que tenía. Ese otro añadió que el tormento le impedía morir en paz, y en menos de dos días en todo el paraje se decía que Sebillas, el hijo de Sebastián el cabrero, tenía el don.

De no aparecer nadie por el cortijo, pasamos a recibir cada día a doscientos o trescientos forasteros. Todos buscaban sanación, inválidos, moribundos, mudos, sordos... Hasta traían recién nacidos solo para que yo les pusiera la mano encima y así quedar protegidos para siempre. Yo no entendía muy bien qué debía hacer, solo escuchaba, y todos regresaban satisfechos. Y así más de treinta años.

En momentos de lucidez soy consciente del alzheimer y del cáncer que me azotan. Después lo olvido. Y veo cómo esto mismo se llevó a mi madre, y no mi sanación o mis manos. Yo solo escuchaba, como escuchaba a todos los que llegaban ante mí. Ese era el don al que se agarraban para volver felices a casa todos aquellos desgraciados. ¿Debo sentir vergüenza? ¿Tengo que arrepentirme de algo? Pronto lo sabré, pero si algo de bueno tuvo poseer el don fue poder conocer el temor de cerca, a lo desconocido y lo conocido, a Dios, a lo sobrenatural, y comprender que la mejor medicina a veces es la confianza y que el mejor don es saber escuchar, y nada más.

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