Quijotes desde el balcón

sábado, 30 de septiembre de 2017

La visita

por Rafa Vera

Andaba perdido por entre los angostos pasillos. Cuando acababa uno comenzaba el siguiente. Unas veces tan solo seguía hacia delante, otras llegaba a un cruce y tenía que decidir qué dirección tomar. Seguí los consejos que daba el gato Chesire a Alicia en el País de las Maravillas: si no sabes dónde quieres ir, cualquier camino es bueno.

Esquinas, cruces, sombras. Todo era soledad y cierta decadencia propia del abandono. Conforme me fijaba en los detalles, estos parecían envejecer más aún delante de mis ojos: flores que veía lustrosas se marchitaban en segundos, paredes encaladas que se desquebrajaban sólo con fijar la vista. El suelo, incluso, parecía ceder bajo mis pies aún en las zonas con gravilla.

No tuve más remedio que asumir que andaba perdido. Aquel extraño laberinto me llevó a un pequeño banco metálico, una zona tranquila, ajardinada, y ahí me senté a pensar.

¿Dónde estaba? ¿Por qué no había nadie? ¿Cómo había llegado hasta allí? Juraría que estaba sólo en el banco pero, de repente, una voz  me sacó de mis pensamientos.
- Sé que tienes muchas dudas, es normal, pero yo puedo ayudarte.
Me levanté sobresaltado de aquel banco. Tardé unos segundos en reaccionar y darme cuenta de que había al menos otra persona allí.
- Eh... Gracias. La verdad es que sí, estoy bastante perdido y necesito que alguien me ayude a salir de aquí. No sé cuánto tiempo llevo dando palos de ciego, pero seguro que mi Merceditas estará ya muy preocupada.
De haber sabido el tema de la conversación más me hubiera valido no haberme parado nunca a hablar con ese hombre.
- Tuviste un accidente -me comentó- hace justo una semana. Lamentablemente no se pudo hacer nada para salvarte. Mercedes pudo salir mejor parada. Está aquí, conmigo, por eso he venido a verte.
Miré por todos lados, pero allí no había nadie más.
- No, no la busques. Estoy con ella en vuestra casa, no aquí. Lleva días sin poder dormir por la culpa. La discusión que tuvisteis en el coche fue la que hizo que te despistaras causando así el accidente. Sólo quiere pedirte perdón, decirte que te quiere y que se arrepiente de haber dudado de tu fidelidad.
Poco a poco iba recordando. Es cierto lo que decía esa figura. Durante la cena teníamos en la mesa de al lado a una compañera de trabajo. Lourdes era bastante guapa y muy simpática, llevaba sólo un mes en mi proyecto pero trabajábamos codo con codo. Entre las miradas y las risas Mercedes terminó pensando lo que no era. Dejó de hablarme hasta que estábamos ya en el coche de vuelta a casa.

Fue entonces cuando me giré, buscando el motivo de su silencio, justo en el momento en el que un todoterreno salía de un carril a la carretera. Lo siguiente que recuerdo es estar aquí, en este extraño patio laberíntico.

Me senté. Agotado y abatido por el estado de mi Merceditas. ¿Por mi culpa estaba destrozada?
- Dígale usted que no se preocupe. Tal vez hayan sido los años los que he hicieron no darme cuenta de su incomodidad. Dígale que estoy bien. Un poco más muerto de la cuenta, tal vez, pero bien. Dígale que lo siento, que me porté como un adolescente, pero que es a ella a quien quiero de aquí hasta que me muera... la siguiente vez. Dígale que...
- No, tranquilo, no le tengo que decir nada. Aquí está, acerca tu mano.
Alargué la mano hacia un espacio vacío, no había nada, sólo la extraña confianza que esa figura hablante me infundía. Entonces la noté. La mano. Su mano. La de mi Merceditas: suave pero con callos del trabajo. El índice prácticamente hecho de piedra de las agujas. Y su calor. No había duda, era ella.

De repente todo se enfrió y ya sólo quedaba una voz que me decía: no sé si podré volver, pero puedo garantizarte que lo que hemos conseguido hoy hará que tu esposa vuelva a dormir tranquila.
- ¿Accidente de coche? -preguntó una nueva voz a mi espalda.
- Sí, parece ser que sí.
- Pues vente para acá. Creo que tu nicho es aquel, el único que tiene las flores frescas. Mientras te acostumbras siéntate con nosotros.
Ahí que me senté, junto a varios moteros y conductores de camión que también corrieron mi misma suerte. De vez en cuando vuelvo al banco metálico que hay en la zona tranquila y ajardinada, y espero a que la figura vuelva a contarme cosas de mi Merceditas. No siempre viene, no funciona así el tema, pero sí cada vez que ella se lo pide. 

Cinco años después volvió a casarse y ahora tiene dos chiquillos, pero sigue llamando a la figura cada treinta de septiembre para contarme cómo le ha ido el día y yo contarle el mío. Por un lado, no quiero que venga aquí; por otro, la deseo más que a nada en esta muerte.

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