Un día cualquiera del mes de enero de hace muchos años atrás, tantos que ni recuerdo. Lucía estaba sentada en una sillita baja de enea, algo desvencijada frente aquel hombre enjuto de manos huesudas y de mirada aguosa pero siempre muy afectuosa. En la chimenea había un buen tronco de olivo y las llamas formaban figuras mágicas, desde dragones voladores a brujas (brujas con sus escobas evidentemente) según la imaginación de Lucía aquel día. Bajo las cenizas un maravilloso espectáculo que se repetía muchas tardes de invierno. ¿Quién no ha visto cómo de esos pequeños granos de maíz explotaban las palomitas que la abuela enterraba en el calor de sus cenizas?
Pero es que era tan fácil complacerla. Mientras, ella se apresuraba a coger aquellos rosetones blancos y ricos, a los que ponían un plato algo desconchado de porcelana que ya había pasado más de una aventura a la hora de fregarlo.
- Anda, porfa abuelo. Venga, otro más y ya está.
- Pero Lucía si llevamos toda la tarde y tus padres tienen que estar a punto de llegar de la aceituna -le decía con infinita paciencia su abuelo Pepe.
- Sí, pero abuelo... de verdad el último. Anda, porfa y ya no más ¿vale?
Se acercaba a él y le tiraba del jersey. La verdad es que aquel hombre era el más maravilloso libro de sabiduría. No había historia que no supiera. Siempre tenía una a mano. Desde estudiantes tunantes que engañaban al posadero, a zorras que se iban de boica al cielo, o a brujas que volaban de un tajo a otro del pueblo, y a las cuales había que dejarles unas tijeras abiertas para que no te echaran el mal de ojo.
En fín que, armándose de infinita paciencia, tomó el sorbo de agua de aquel pipo que tenía el agua más fresca del mundo según él; y que había comprado en un viaje a Sierra Morena para ver a la Morenita.
En fín que, armándose de infinita paciencia, tomó el sorbo de agua de aquel pipo que tenía el agua más fresca del mundo según él; y que había comprado en un viaje a Sierra Morena para ver a la Morenita.
- Anda, Lucía estate quieta y escucha porque es la última historia de la tarde. Además lo que hoy vas a escuchar es de verdad.
Mano de santo. Se sentó, y aquellos ojos marrones oscuros y aquel pelo rizado brillando por la luz de la candela invitaban a hablar al abuelo.
Ese hombre también tenía sus caprichillos. Lo que más le gustaba era liarse un cigarrillo de tabaco, de esos que te lías en las papelinas. El abuelo de Lucía sacó del bolsillo unos papelillos algo amarillentos por el paso del tiempo, y que nunca le faltaban.
-Abuelo, ¿eso de quién era?
-Eran de ese hombre, Lucía
-Abuelo, ¿y para qué son?
Entonces el abuelo le contó que cuando a alguien le dolía algo se tomaba uno y sanaba.
Y también le dijo que cierto día apareció por la sierra un hombre subido a lomos de un mulo marrón. Ese hombre era alto y robusto pero en el rostro reflejaba dolor y cansancio, porque subir del pueblo a la sierra, y en su estado, era muy duro. Tocó sin bajarse a la puerta de ese hombre, y se abrió. Era el Santo Custodio, conocido popularmente en el pueblo y en las aldeas. Le llamaban así por su sabiduría y buenos consejos.
Al abrir, el santo le dijo al hombre:
Y también le dijo que cierto día apareció por la sierra un hombre subido a lomos de un mulo marrón. Ese hombre era alto y robusto pero en el rostro reflejaba dolor y cansancio, porque subir del pueblo a la sierra, y en su estado, era muy duro. Tocó sin bajarse a la puerta de ese hombre, y se abrió. Era el Santo Custodio, conocido popularmente en el pueblo y en las aldeas. Le llamaban así por su sabiduría y buenos consejos.
Al abrir, el santo le dijo al hombre:
- Pero hombre ¿qué te trae por aquí? -pues era conocido de él.
-Y ¿por qué no te bajas del mulo? -a lo que el otro le contestó.
- Ay, Custodio vengo muy mal. Desde hace días no puedo apenas mover las piernas, no me sirven.
Y Custodio, socarronamente, porque tenía un sentido del humor algo oscuro, contestó:
- Coge, bájate y ¿ves aquella pocilga? Coge la escoba de vareta y límpiala -el hombre se llevó las manos a la cabeza evidentemente.
- Pero ¡por Dios! si me han tenido que coger en el pueblo entre dos.
Entonces sacó sus papelinas y le dijo:
- Toma, mastica una y ¡ale, a limpiar!
Y eso hizo. Se tomó una, se bajó a rastras como pudo, tomó la escoba y se dirigió a la pocilga. Conforme la iba limpiando las piernas empezaron a cobrar vida, y a responderle tanto que salió con su propio pie y sin dolor.
Lucía estaba de baba caída. Cada día las historias de su abuelo eran mejores, o... ¿acaso eran realidad?
Años después aún me siguen maravillando.
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