Quijotes desde el balcón

miércoles, 1 de noviembre de 2017

Espectómetro en masa

por Raúl Góngora (ruyelcid)

Esa madrugada, la herida de su muslo no cicatrizaba, Eduardo se había apretado el cilicio más fuerte que nunca. Aún con las manos llenas de barro y arañazos de su jardín, se volvió a asomar a hurtadillas, con el pulso a mil, para cerciorarse de que la manta de lluvia que estaba cayendo esa noche no levantara la tierra de su jardín.

Esta vez ni se había molestado en preguntar su nombre, bueno su nombre, el nombre que les apetecía darle. Así su inmediato destino se le hacía mucho más impersonal.
 - Señor soy tu siervo hasta el final, ayúdame a eliminar el pecado de estas tierras.
Así se repetía, hasta cinco veces al menos, mientras se quitaba el cilicio y lo enjuagaba.

Una ducha templada y esa noche, Eduardo, volvería a dormir en paz con Dios y con él mismo.

Pasaban ya un par de horas desde la purificación de almas perdidas, así es como Eduardo llamaba a sus matanza de prostitutas por un bien común, cuando de pronto notó como un empujón lo hundía en su colchón, manteniéndolo ahí unos segundos. Abrió los ojos y vio una cara desfigurada y unos brazos como iluminados por una extraña radiación sujetando su torso.
- Ahora te toca a ti pagar tus pecados. ¿Quién eres tú para juzgar?
El espectro continuaba apretando, cada vez con  más fuerza, el cuerpo de Eduardo contra el colchón.
- Por cada una de nosotras que hayas matado, tendrás que matar a uno de vosotros. Si, de vosotros, de esos limpios de pecado ante la gente y en armonía con Dios y con el mundo, de esos que mostráis vuestra creencia y compromiso de día y sacáis el monstruo que lleváis dentro cada noche. De esos como tú que buscan placer a escondidas de Dios y de sus fachadas. Ya sabes, cada una por cada uno como tú o no durarás mucho más en esta santa vida que llevas.
Eduardo, se levantó de la cama, ya sin ningún tipo de espectro presente, al borde de la asfixia y con las dos marcas de la fuerte presión de las manos de aquella mujer en sus hombros.

Atónito, cogió su rosario, lo apretó con fuerza en su puño y metió la cabeza sobre el agua fría de la ducha.

Así, durante los siguientes días, el jardín se fue llenando de pequeños montículos de tierra removida, vagamente disimulados con montones de hojarasca y algún saco de semillas de tulipanes y otras flores de jardín por si algún vecino curioso se asomaba por encima del vallado. Las heridas del cilicio cubrían ya todas sus piernas.

Al final de aquella semana, tras su ducha de madrugada y tomar una tila alpina para intentar adormecer su conciencia y descansar, cayó profundamente dormido. A los pocos minutos, un puñado de brazos comenzaron a sujetar sus piernas, su cabeza y a apretar sus manos. Eduardo abrió los ojos de pronto y vio cuatro siluetas luminosas de hombres vestidos de traje y con la cabeza semi aplastada y llena de moratones.
- ¿Qué estás haciendo Eduardo? Te estás equivocando. ¿Por qué nos matas? ¿No te das cuenta que la mayoría de nosotros nos hemos visto empujados a buscar prostitutas y otros vicios por culpa de nuestras mujeres? Ellas nos son infieles a escondidas, nos arruinan con sus caprichos, frenan en seco nuestros deseos por su estrecha moral. Ellas, son ellas las que nos han condenado a la soledad y a buscar el vicio en puerta ajena. Esos religiosos de sotana impoluta nos vendieron una vida maravillosa en el matrimonio, rodeado de amor y siempre bajo la gracia de Dios; pero haciendo hincapié en el fin último del matrimonio, fomentar la familia y la expansión de la moral cristiana entre sus miembros. ¿Y la pasión, Eduardo? ¿Y el deseo y la creatividad? ¿Y el placer por el placer? Ahora nosotros te condenamos a matar a uno de esos religiosos, consejeros de la moral y la castidad selectiva, por cada uno de nosotros que hayas matado o nos apareceremos cada noche de forma más violenta y temeraria.
Poco a poco las noches de Eduardo se fueron convirtiendo en una ida y venida de espectros, que campaban por su habitación a deshoras como el que se aloja en un albergue de estudiantes en Amsterdam en plena temporada de recolección. Los curas, los últimos en llegar al jardín de Eduardo, charlaban con aquellas exuberantes mujeres de falda corta y tacones de circo, las invitaban a arrodillarse, pero para recibir el perdón de Dios, esta vez. Los maridos infieles, aún miraban a aquellas mujeres con ardor, preguntándose si su nueva forma espectral sería inconveniente para satisfacer sus extravagantes deseos carnales. Y a todo esto, Eduardo, ya sumiso con el estado actual de la situación, contemplaba en las noticias como las fuerzas del orden intentaban resolver, sin éxito, la extraña oleada de crímenes que asolaba aquella parte de la ciudad.
- ¡Se sospecha de las mafias rusas! -exclamaba con firmeza el jefe de policía.

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