-Faltan quince minutos, quince.
Un sudor empieza a invadir su frente. Emilio es un chico de unos quince años de mirada limpia y tímida.
-Diez, faltan diez minutos.
De complexión delgada. Mira a ambos lados del aula para ver si sus compañeros le están mirando. Un puñado le encoge el estómago.
-Cinco, cinco minutos.
Si pudiera se volvería invisible. Su cara está llena de moratones, su nariz tiene aún la sangre seca del día anterior.
Ring,ring... el timbre. El timbre tan temido anuncia la hora de salir de clase. Para cuando sus compañeros cogen sus carteras, él ya está al final del pasillo. Puede que, con un poquito de suerte y ventaja, hoy no reciba otra paliza.
Emilio es un chico que llegó al pueblo seis meses atrás acompañado de su madre Adela y de su padre Fermín, y de una hermana de unos dos años, aunque pareciera de uno pues estaba algo raquítica y desnutrida. Llegaron a ese pueblo casi olvidado de la mano de Dios porque había una plaza de sepulturero. Aquel oficio no estaba bien visto allí, y tardó bastante en cubrirse la plaza. Ellos no podían rechazarlo, había que comer, y precisamente el padre de Emilio no era un trabajador nato, por lo que le habían echado de varios sitios. Eso unido a su afición, a la bebida, hacía el resto y no duraba mucho en ningún sitio. Era bien conocida su fama de borrachín.
¿Qué decir de Adela? Era una mujer entrada en carnes de frente cubierta de arrugas y manos llenas de callos de lavar en el río para sacar un dinero para comer. Aunque ni haciendo malabares le llegaba, pues cuando Fermín daba con el bote de tomate, donde lo solía guardar, lo gastaba en vino.
- Allí, allí va. No corras. Te cogeremos. ¡Entierra muertos! Tu padre seguro que es uno de ellos. ¡No huyas!
Aquél día corría y corría, mirando de vez en cuando hacia atrás. Jadeaba y sentía detrás de su cuello el aliento de los otros. Atravesar el pueblo hasta la casa, al lado del cementerio, cada día era más difícil siempre le cogían y se ensañaban con él. Si se libraba algún día era porque su madre se asomaba por la ventana y los ahuyentaba.
- ¡Malandrines fuera! ¡a vuestras casas!
Pero ese día Adela no asomaba y él no tenía fuerzas. Si algo había que amedrentara a equellos rufianes era la leyenda sobre el cementerio. Cuentan que un alma vagaba todas las noches por allí con una luz en la mano, vestida de blanco y descalza. Nadie en su sano juicio entraría allí sin ser día de entierro. Y Allí se quedaron con cara de estupor cuando lo vieron entrar.
- Ése ya no vuelve. El alma seguro que lo abduce y lo deja con ella para toda la vida.
Emilio corrió y corrió dentro del cementerio sin ser consciente ni a dónde se dirigía. Él nunca entró allí sin su padre. Sólo entraba el día de entierro para echarle una mano. Así estaba hasta que se hizo de noche, pegado a un enorme ciprés paralizado como si las ramas quisieran alcanzarlo. Sentía hasta murmullos cuando el viento mecía el árbol, voces de personas, llantos, risas... Emilio cerró los ojos.
- No, no, no... Esto es sólo el viento. Esto es un árbol.
Pero estaba petrificado, no era capaz de moverse. De pronto algo le hizo reaccionar. Su corazón iba a mil por hora, tanto que era lo único que parecía oírse allí. A lo lejos una luz se movía lentamente. Emilio ya no podía abrir ni los ojos. Tenía cara de espanto.
- Ya, ya viene a por mí -decía conforme la luz se acercaba rodeada de algo blanco. Pum, Pum, Pum, Pum latía el corazón-. Pero... ¿si? ¡oh! ¡mierda! ¡si es una niña! -y no le era desconocida. ¿Dónde la había visto antes? ¿Dónde?
- Ya, ya viene a por mí -decía conforme la luz se acercaba rodeada de algo blanco. Pum, Pum, Pum, Pum latía el corazón-. Pero... ¿si? ¡oh! ¡mierda! ¡si es una niña! -y no le era desconocida. ¿Dónde la había visto antes? ¿Dónde?
Él se ocultó. La chica pasó a su lado con un farol en la mano y las uñas llenas de tierra. Pero ¿por qué no le había matado y convertido en espíritu?
Decidió prudentemente seguirla a través de las tumbas. Cuando vio que el farol no se movía se acercó sigilosamente. Allí, agachada la niña desenterraba algo. ¿Qué es? ¿Qué busca? se preguntó Emilio. De pronto exclamó
-Ya, ya sé quién es. Se sienta sola en el patio del colegio y nunca se junta con nadie. Es Elena. Vive con su abuela al otro lado del río desde que a sus padres los fusilaron en la guerra. Es la niña de la mirada más triste que vi jamás. Pero ¿qué hace aquí sola? y sin miedo.
Así que esperó a que se fuera y se acercó donde había estado con la tierra: escarbó y removió sintiéndose un intruso; y, voitlà, una caja de galletas oxidada fue lo que halló. La abrió con manos temblorosas deseando de ver qué había. Lo que vio lo dejó pensativo: una vieja foto de un matrimonio feliz mirando con mucho amor a una niña.
- ¡Oh! Es Elena con tres o cuatro años menos, y esos deben de ser sus padres. Pero ¿por qué guarda aquí la foto y no en su casa?
Cuando Emilio llegó al colegio a otro día le abrían el paso como a un héroe.
- Emilio ¿quieres jugar? Emilio ¿nos contarás que pasó allí dentro? Emilio, Emilio, Emilio...
Emilio ya no tuvo más miedo nunca más. Los compañeros lo respetaron y Emilio decidió que averiguaría el porqué de aquella foto allí escondida. Pero esa es ya otra historia, aunque tiene final. Si insistís os la cuento.
El porqué es que su abuela, la abuela de Elena, no quería tener nada en su casa que le recordara su hija fallecida. Cuando su hija fue fusilada pues decidió destruir todo lo que había de ellos. Menos esa foto que la niña guardaba con ella. Como sabía que su abuela no quería tenerla allí la llevó al cementerio y la enterró, porque su abuela decía siempre Los muertos tienen que estar con los muertos.
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