Quijotes desde el balcón

viernes, 22 de diciembre de 2017

Dije adiós en verano

por Ricardo San Martín

Las cosas importantes de la vida se aprenden sin querer y a veces por casualidad.

Yo no quería ir a Villarcayo, aquel pueblo de Burgos, a pasar el verano del 58, fueron las circunstancias las que me obligaron a ello. Mis padres se iban a trabajar dos meses a los hoteles en Mallorca; así pues, me enviaron con mi hermana Alicia al pueblo de mis abuelos. Con lágrimas en los ojos me despedí de mis padres en la parada de San Antón:
- No me quiero separar de vosotros-, les dije con pena.
-Tiene que ser así. Obedece a tu hermana y a los abuelos-, me contestó mi madre hecha una Verónica.
El viaje fue una experiencia nueva para mí. Tan sólo había salido de Alcalá para ir con mis padres a Granada, para alguna compra o al médico.

Atravesar toda la península fue descubrir la diversidad geográfica y paisajística de España. Más allá de Despeñaperros, descubrí que no todos los campos son lomas y lomas de olivos, sino planicie y viñas. Hacer transbordo en Madrid fue como meterme dentro de un laberinto.
- Dani, no vayas a soltarte de mi mano-, me advirtió mi hermana. Con ojos como platos recorrí andenes con cientos de pasajeros yendo y viniendo.
- ¿Por qué hay tanta gente aquí, Alicia?
- Esto es la capital de España. Hay personas de todas partes.
De nuevo en el tren, vi cambiar el paisaje, ahora era de campos inmensos de trigo verde.

Cuando entramos en Burgos, le dije a Alicia:
- ¡Anda, mira qué iglesia tan alta!
- No es una iglesia, Dani. Es una catedral. Es de estilo gótico. Tardaron siglos en construirla.
Ahora empezaban a tener sentido las cosas que había estudiado en los libros de la escuela: la geografía, las nociones básicas de arte...

Villarcayo era un pueblo más pequeño que Alcalá, pero los veraneantes de Bilbao y Madrid le daban un aire festivo y cosmopolita.

Llegué triste y preocupado al pensar en los meses de julio y agosto que debería pasar alejado de mis padres, en aquel pueblo nuevo y extraño para mí. Sin embargo, mis aprehensiones pronto se desvanecieron. Conocí a otros niños del barrio: Carlos, Diego, Miguel, Josele... Con ellos disfruté de mil juegos infantiles: tarjos, chapas, escondite, piola, la cadena... Era divertido estar con ellos.

Un día propusieron una excursión a la Tesla, un monte que se veía en la distancia y que a mí se me antojaba impresionante.

Ellos conocían el camino y yo me dejé guiar. Todo era nuevo a mis ojos; no había ni un olivo, por el contrario, los campos rebosaban de lozanía, llenos de chopos, nogales, fresnos, alisos, encinas... El campo tenía un verde intenso, muchas tardes había tormentas y llovía. Para mí era un cambio radical.

Y de pronto me vi solo en aquel paisaje desacostumbrado. Esperé que mis nuevos amigos apareciesen. ¿Dónde están?, ¿Dónde estoy yo?, ¿Cómo se vuelve a casa de los abuelos? Pasaron las horas. Desconsolado lloré sentado en una piedra. Caían ya las sombras cuando oí las esquilas de un rebaño. Al verme abandonado, el pastor me preguntó: -¿Qué haces aquí solo, rapaz?, ¿Dónde vives?, ¿Te has perdido? Bien poco podía aclararle. Mientras hipaba, me llevó al pueblo y alguien me reconoció:
-Ese es el nieto de Víctor y Carmen, el andaluz.
Comprendí que mis amigos me habían hecho una trastada. Desperté de mi inocencia, dije adiós a la ingenuidad.

Durante los días siguientes eludí reunirme con los niños del barrio. Fue entonces cuando conocí a Teresa, una vecinita con la que comencé a jugar. Corríamos, saltábamos, nos contábamos cosas, compartíamos mis TBOs: Roberto Alcázar y Pedrín, El Jabato, Capitán Trueno, el Guerrero del Antifaz...

Una tarde Teresa me cogió de la mano y me llevó a la huerta de su casa. Comimos fresas, tiramos piedras al agua de la alberca, nos subimos a los árboles... De pronto me dijo: -Dani, vamos a jugar a los médicos. Estoy malita, ponme una inyección. Se bajó sus braguitas con lazos rosa y vi una piel nívea que al tocarla me recordó la piel de un melocotón. Y me fue enseñando. Abrió su camisa y puso mi mano sobre un pecho que no era más grande que un botón. Algo se despertó en mí, algo nuevo y desconocido hasta entonces. Algo mágico y maravilloso.

Carlos, Diego, Miguel, Josele... vinieron un día en mi busca, extrañados de mi indiferencia. Reanudamos los juegos, pero yo seguía recordando aquellas horas a los pies de la Tesla, abandonado como un perrillo indefenso.

Propusieron ir al río, a bañarnos. El Nela es un río precioso, fuente inagotable de aventuras: pescar cangrejos, coger ranas, hacer cabañas con ramas y juncos... Nos quitamos la ropa y nos bañamos. Nos salpicábamos, tratábamos de darnos aguadillas unos a otros. Pero mi mente estaba dolida  por el miedo pasado en la soledad de las faldas de la Tesla. La bondad que mis padres me habían inculcado, se había disipado, parecía haberse hundido en las aguas del Nela. Algo nuevo había surgido en mí: el deseo de revancha.

Salí del agua, con las manos cubiertas por mis calcetines cogí ortigas y las escondí en los pantalones de mis amigos. Cuando salieron del río y se comenzaron a vestir para regresar al pueblo fue mi momento de gloria: se agarraban sus partes escocidas al contacto con el ácido fórmico de las plantas, daban saltos, maldecían, se trataban de lavar en el río. Me fui corriendo, huyendo de unas represalias que intuía dolorosas.

Curiosamente no rompieron su amistad conmigo. Todo lo contrario: parecieron valorar mi acto como merecedor de consideración y respeto.

No todos, porque Quino, un muchachote grande y fornido que me sacaba la cabeza en altura comenzó un acoso reiterado. Cualquier ocasión era buena para darme una tunda:
- Cateto andaluz, que no sabes ni hablar y te comes las eses de las palabras.
Al llegar a casa, mi hermana y mis abuelos me preguntaban:
- ¿Qué te pasó, Dani? ¿Cómo te hiciste esa herida?
Les mentía: Me caí de un carro, me di un golpe con una rama... Todo menos admitir mi indefensión. Fueron días horribles. Quino siempre encontraba la ocasión para pillarme: unas veces en la plaza, otras en el campo de futbol, otras al doblar una esquina... El final era siempre el mismo: me daba una buena somanta. Yo vivía con miedo; por las noches me despertaba con pesadillas en las que un gigante me perseguía y golpeaba.

Una mañana de finales de agosto, en la que estaba en el balcón de mis abuelos, vi venir a Quino calle arriba. Seguro que estaba esperándome para otra paliza. Bajé al patio, cogí una teja y volví a asomarme. En el momento en que Quino pasaba bajo el balcón, solté el proyectil. Ahora pienso que si le hubiera acertado en la cabeza podría haberle matado. La teja le rozó la oreja, haciéndole un corte y rompiéndose sobre su hombro derecho. Cayó al suelo entre gritos de dolor. Nadie me vio. Con sentimientos encontrados oí salir a mi abuela Carmen a ayudar a Quino y hacerle una primera cura:
- Por Dios, qué mala suerte que esa teja se desprendiera de la cubierta de la casa-, se disculpaba.
En los días siguientes volví a ver a Quino con un brazo en cabestrillo y un apósito cubriéndole la oreja. Quizás él intuyó lo sucedido, pero no dijo nada. Había rabia en su mirada, pero no estaba en condiciones de intentar golpearme.

Y así llegó el final de agosto. Un día mi hermana y yo debimos despedirnos de nuestros abuelos. Desde lo alto del autobús que nos llevaría a coger un tren en Burgos, dije adiós a mis amigos Carlos, Diego, Miguel, Josele... Todos estaban allí, incluso me pareció ver en una esquina a Quino con su mirada torva. Teresa agitó su mano y yo le sonreí de forma cómplice.

Me despedí de todos ellos, como despedí a una serie de sentimientos: la inocencia, el miedo, la bisoñez, la bondad... Y di la bienvenida a otros sentimientos hasta aquel verano de Villarcayo desconocidos: la astucia, la venganza, el sexo...

Todo eso dejaba atrás, todo eso me llevaba de regreso a Alcalá.

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