Quijotes desde el balcón

lunes, 29 de enero de 2018

El sueño alcalaíno

por Ricardo San Martín Molina

Abro los ojos y veo el cielo completamente blanco, veo grandes copos de nieve que caen sobre mí. Sigo observando y veo altos rascacielos que se extienden hasta el infinito, hacia arriba. No sé dónde estoy. Estoy tirado en el suelo, intento moverme y no puedo. Se me cierran los ojos, creo que me he mareado. Intento no perder la consciencia otra vez. Giro la cabeza y veo una muchedumbre curiosa que se acerca en círculo, pero no me tocan. Vale, estoy tirado en mitad de la calle. Reconozco la zona, estoy a escasos metros de Wall Street, en pleno corazón de Manhattan.
¿Qué coño hacen mirándome? Me siento débil y confuso, sigo inmóvil tirado en la acera. Odio los mirones curiosos. Consigo despegar la nuca unos centímetros del pavimento y veo la calle completamente nevada. El hombre del tiempo tenía razón, esta vez acertó. Fuertes nevadas en Nueva York. Los copos siguen cayendo sobre mí. Recuerdo cuando de pequeño en Alcalá nevaba y jugaba con mi hermano a dejar la boca abierta y comernos los copos mientras se descolgaban del cielo. No sé por qué me acuerdo ahora de eso.

Vuelvo a elevar ligeramente la cabeza y lo que veo parece uno de esos cuadros de arte moderno que tienen expuestos en el MoMA. Es un lienzo de blanco con una gran mancha roja irregular y salpicaduras rojas. Lo colgaría en mi apartamento de diseño minimalista, si no fuera mi sangre saliendo a borbotones sobre la nieve. Debo haber perdido bastante mientras estaba inconsciente, porque la mancha se va extendiendo y llega hasta los pies de los curiosos, que no dejan de mirar. Algunos sacan el móvil y me echan fotos. Para colmo, tengo mi abrigo nuevo de 500 dólares lleno de sangre. Sigue nevando, ahora con más fuerza, y empiezo a tener frío. Dejo que mi cabeza repose de nuevo sobre la acera y veo cómo los copos son cada vez más grandes, vienen directos hacia mí.

Por fin consigo recordar. Vale, ya está. Son las diez de la mañana, estoy al lado de mi trabajo, en el corazón financiero de Manhattan. Recuerdo al tío con la navaja cuando giré la esquina. No lo tomé en serio. ¿Un atraco a plena luz del día? ¿Estamos locos? Pensé que era una de esas cámaras ocultas que ponen los domingos por la noche en la FOX. Además, el tío era más bajo que yo, le sacaba una cabeza. No debí confiarme, me pasé de listo. Forcejeé con él y el acero acabó en mi estómago. Ahora estoy tirado en el suelo, desangrándome, con decenas de transeúntes que no conozco de nada a mi alrededor, echándome fotos y subiéndolas a Twitter. ¿Cuál será el hastag? ¿#rajadocomouncochino, así, del tirón y sin espacios?

¿Cuánto tiempo llevo en el suelo? ¿Unos segundos? ¿un minuto? ¿quizá más tiempo? Hago un esfuerzo para intentar incorporarme y un relámpago de dolor recorre mi cuerpo. Joder, yo no tenía que estar aquí. Debería estar presentando los resultados del último trimestre en mi empresa y conseguir el maldito bonus que me prometió mi jefe. Por algún motivo no puedo mover el brazo izquierdo, así que tengo que hacerlo todo con la mano derecha. Me desabrocho como puedo el único botón de mi americana Hugo Boss y aprecio que está empapada en sangre, al igual que el abrigo. Genial, otros $200 a la basura. Ahora sí que voy a necesitar conseguir el dichoso bonus en mi nómina. Palpo el bolsillo interior de la chaqueta del traje y constato que, para mi tranquilidad, al menos no se ha llevado la cartera. Mejor, porque no tengo tiempo para cancelar tarjetas de crédito y renovar toda mi documentación.

Aparto la corbata y sigo desabrochando como puedo, con una sola mano, los botones inferiores de mi camisa blanca, que ha pasado a ser roja casi en su totalidad. Miro de reojo mi abdomen. Hay mucha sangre. Joder, son mis intestinos. Mierda. En un inglés perfecto con acento americano balbuceo pidiendo ayuda: Please, help me. Mi cuerpo empieza a estar cubierto por la nieve, y la sangre se sigue mezclando con el blanco elemento. Un señor mayor con gorra de los Yankees se quita su abrigo y me lo pone encima, intentando no tocarme. Gracias, al fin alguien que actúa y no solo mira, empiezo a estar helado. Creo que voy a perder el conocimiento otra vez. Oigo las sirenas de la ambulancia al final de la calle. Es como si el tiempo se hubiese ralentizado para mí.

Cierro los ojos y recuerdo cuando nevaba de verdad en Alcalá. Recuerdo esa nevada, un domingo del año 89, yo tenía 7 años. Como casi todos los alcalaínos, ese día salí a la calle a jugar con la nieve. Mis padres me tiraban bolazos y mi hermano intentaba tirarme al suelo. Entre todos los vecinos del barrio hicimos un muñeco de nieve con su nariz de zanahoria, manos, ojos, bufanda... Mi padre inmortalizó el momento en diapositivas de la época.

A veces, cuando ya estudiaba en el instituto Alfonso XI, empezaba a nevar y todos los alumnos presionábamos a los profesores:
- Como siga nevando, va a ser imposible que salga el autobús escolar. La gente de las aldeas no llega, deberían cortar las clases.
Al final acababan cortando las clases por precaución y nos íbamos al paseo a comer chocolate con churros.

Recuerdo a Ana, mi primera novia en el instituto. Solía ayudarle con las Matemáticas, aunque ella terminó COU y no quiso (o no pudo) hacer la selectividad. Se quedó trabajando en el bar de sus padres, echando una mano. Mis primeros años de carrera seguíamos saliendo y nos veíamos los fines de semana en Alcalá. Total, Granada está a un paso. Esos años pasaron rápido, quizás demasiado rápido. La relación se acabó enfriando hasta ser apenas conocidos. Yo me centré en mi licenciatura en Economía. Tenía que ser el mejor, no me valía otra opción.

Aún tengo grabadas las palabras de mi padre cuando iba a ayudarle a recoger la aceituna:
- Hijo, para los estudios eres un portento, pero para el campo no vales.
De mi madre recuerdo todo su cariño, la bondad de un ama de casa que aunque no entendía de acciones, dividendos, índices bursátiles ni derivados, los fines de semana cuando iba a verlos a Alcalá me traía la merienda a mi cuarto:
- Anda hijo, deja los libros un rato, sal que te de un ratico el sol y aprovecha el fin de semana.
Yo sonreía sin apartar la vista de los apuntes y le decía:
- Luego, mamá, no te preocupes.
Después ella cerraba la puerta de mi habitación casi sin hacer ruido y se iba. Incluso Granada se me quedó pequeña. Luego vinieron exámenes, más exámenes, la vorágine de terminar cuanto antes la carrera, las matrículas de honor año tras año y la beca en Estados Unidos.

Cuando me despedí de mis padres y mi hermano en el aeropuerto de Barajas aún era un chaval de 23 años que quería comerse el mundo, insaciable. Era mi sueño y todo me parecía poco. Jamás olvidaré a mi madre diciéndome:
- Hijo, lleva el chaquetón a mano, que como a alguien le de por bajar las ventanillas en el avión te vas a congelar.
Mi padre, corrigiéndola, exclamó:
- Que no, mujer, esos aviones llevan ya todos calefacción. ¡Esto no es como la Alsina!.
Mi hermano y yo nos miramos con una sonrisa cómplice y me despedí de todos ellos tras un largo abrazo y muchos besos de mi madre.

Cambié el Paseo de los Álamos y su fuente por Central Park, la casa de mis padres en la calle Veracruz por un ático con vistas al Puente de Brooklyn, las tostadas de aceite en el desayuno por el muffin de chocolate y café americano del Starbucks para llevar.

¿Cómo he llegado hasta aquí? La vida te va llevando, dice la gente. Hice lo que debía: avanzar, progresar, ganar. Espero que mis padres estén orgullosos de mí. Pienso en lo feliz que fui en Alcalá y tengo ganas de llorar.

Vuelvo a abrir los ojos y regresa el dolor gélido y centelleante. Por fin han llegado los paramédicos. Todo es como en las series americanas que veo en Netflix cuando llego por la noche a casa de la oficina: tienen guantes de látex azules, empujan una camilla y uno de ellos lleva un maletín naranja con un desfibrilador. El círculo de curiosos, que parecen muertos vivientes, impasibles con sus teléfonos móviles, se abre para dejar que los técnicos de emergencias lleguen hasta mí. Mi cuerpo está semienterrado a causa de la nevada, que sigue arreciando con furia. Tengo mucho frío. El charco de sangre, disuelto en los cristales de hielo, se ha extendido y ha pasado a ser de un color rojo oscuro, casi negro.

Pierdo el conocimiento. Me elevo de forma cenital y veo mi cuerpo, el manto blanco del suelo y una enorme mancha de sangre, todo ello rodeado por una muchedumbre. Vuelo hacia arriba y me mezclo con las nubes y los copos de nieve. Ya no tengo frío, ni tampoco dolor. Avanzo a gran velocidad y, sin saber muy bien por qué, estoy en Alcalá. También está nevando, aunque empieza a anochecer. Veo el castillo, que parece observarlo todo desde su promontorio. Bajo sus faldas se extienden las casas con los tejados blancos. Aumento la velocidad y voy directo hacia la Mota. Tan solo existe el blanco, me fusiono con él. Jamás fui tan feliz.

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