Quijotes desde el balcón

domingo, 26 de agosto de 2018

El secreto de Álex

por Apolo

Era una tarde soleada del mes de mayo. En casa de Álex reinaba el caos. Una mujer buscaba algo entre los diversos compartimentos de un gran bolso con estampados florales en color blanco, rosa y azul. La mujer parecía desesperada. Después buscó con más ahínco en la estantería color caoba que dominaba el pequeño salón, mientras una niña pizpireta de cortas trenzas, vestida con un traje de flamenca con lunares, insistía diciendo:
- Mamá vamos a llegar tarde. Por favor vámonos, venga -mientras tiraba de la falda de su madre.
La madre hizo un gesto con la nariz como acordándose de algo, entonces abrió una cremallera de su bolso con un llavero de un pequeño autobús, y suspiró aliviada. Cogió fuertemente con una mano las llaves del coche, con la otra agarró delicadamente la mano de su hija.

- Álex, llevo a tu hermana a las clases de baile. Luego iré a comprar. Si vas a salir llévate llave. ¿Me has escuchado? -dijo mientras abría la puerta.
- ¡Qué sí, pesada! -contestó desde su habitación.
- ¡Oye, a mí no me hables así, que últimamente estás muy subidito! -replicó su madre con firmeza.
Álex notó como la culpa le invadía por dentro. Sintió vergüenza por haber gritado de esa forma a la mujer que le dio la vida, así que se quitó rápidamente los auriculares, dejó el portátil y bajó con velocidad las escaleras.
- Perdona mamá, no quería que te enfadaras -suplicó Alex con voz suave.
Ella lo miró con resignación, como cualquier madre que sabe que pese a lo que haga su hijo siempre habrá lugar para el perdón.
- Cuando te vayas cierra la puerta con llave y no tardes mucho -dijo mientras cogía a la niña pequeña, que cada vez se volvía más impaciente hacia el coche aparcado en fila enfrente de casa.
Una vez que su madre se hubo marchado, Alex subió de nuevo a su habitación y continuó escuchando música, su favorita, el reguetón.

Álex es un chico de 17 años, de pelo corto castaño y ojos color marrón oscuro. De estatura media y complexión delgada, cosa de la que se siente muy satisfecho pues no le gusta nada cuidarse. La verdad es que no le gustaba mucho su cuerpo, aspecto que se veía ratificado con los insultos de sus compañeros de clase. En el instituto tenía pocos amigos, o mejor dicho casi ninguno, pero él se convencía a sí mismo de que los amigos no sirven para nada, como si esa excusa fuera a borrar de un plumazo la soledad que sentía.

Cuando se sentaba en su cama con el portátil se pasaba las horas observando los perfiles de Facebook de sus compañeros de clase. Analizaba cada detalle de las fotos que daban abundante testimonio de su ajetreada vida social, en comparación con la suya que parecía enterrada en un ataúd. Y con cada foto se culpaba a sí mismo de no ser como ellos, de no tener la vida de ellos, porque en el fondo se odiaba a sí mismo, odiaba su cuerpo y odiaba su propia vida. ¿Por qué no puedo ser como ellos? ¿Por qué no puedo ser atractivo? ¿Por qué nadie puede quererme? ¿Es que estoy destinado a estar solo eternamente? Eran preguntas que se repetía constantemente mientras observaba aquellos rostros de felicidad digital. Era como un ejercicio de tortura, cuyo fruto era alguna lágrima que rodaba por sus mejillas.

Se detuvo un instante a observar el reloj y vio como las agujas marcaban las siete y media de la tarde. En un salto dejó el portátil, abrió el armario y comenzó a elegir qué ropa ponerse.
Y es que aquella tarde de sábado no era como las demás. Aquel día la hermandad a la que pertenecía Álex, desde los cinco años y buena parte de su familia, celebraba su solemne fiesta religiosa. Una cita que Álex no se perdía por nada del mundo. Después de varios minutos de indecisión, finalmente decidió ponerse una camisa blanca con el cuello azul oscuro y unos pantalones color pistacho. Después se puso enfrente del gran cuadro de una dolorosa que dominaba su habitación, cogió con cuidado una medalla que colgaba de una de sus esquinas, la besó con fe y cariño y se la colocó alrededor del cuello. Se quedó unos minutos observando aquella imagen mientras se le escapaba algún que otro suspiro, como si quisiera contarle algo que golpeaba con fuerza por salir. Miró de nuevo el reloj que había en su mesita de noche, y al ver la hora, se apresuró a bajar las escaleras, no sin antes pasar por el aseo para dar un último retoque a su peinado, cogió la llave que su madre había dejado sobre la mesa de la entrada y cerró.

La iglesia no estaba muy lejos de su casa, sólo tenía que cruzar una larga calle, luego subir una pequeña cuesta y atravesar un parque. Álex se detuvo un momento a beber agua en una fuente. Tras esto cruzó un paso de peatones que daba acceso a la plaza donde se encontraba el templo.
Desde la distancia pudo ver como dos chicas se acercaron a él. Una era rubia y la otra pelirroja.
- Buenas primo, cuánto tiempo sin verte -dijo la pelirroja mientras tocaba con su mano la espalda de Álex.
- Si quieres siéntate con nosotras, hemos venido con nuestros padres -dijo la otra chica señalando con su dedo índice la puerta que daba acceso al interior del templo.
- Lo siento mucho -insistió Álex-, es que he quedado con unos amigos. Nos vemos otro día -dijo despidiéndose de ellas.
La verdad es que no había quedado con nadie, mentir es algo que no se le daba muy mal, de hecho, al primero que se mentía era a él mismo. Aquel día no estaba de muy buen ánimo y sabía que sus primas, que eran unas cotillas por naturaleza, empezarían a preguntarle por su vida, y una de las preguntas favoritas eran las chicas: qué, ¿te has echado ya novia? o, al menos habrás ligado con alguna tía¨. Seguro que una de ellas le preguntaría en el más incómodo y menos acertado momento. Pero hoy no, hoy no tenía el cuerpo ni la cabeza para responder a esas preguntas. Hoy sólo había venido para acompañar a su Virgen en su día grande, y en cuanto acabara, volvería derechito a su casa. Eso es lo que debía de hacer.

Conforme entró al edificio, multitud de recuerdos se le vinieron a la cabeza, recuerdos de su abuelo, que hacía tres años se había ido para siempre, de cómo lo traía a esa misma iglesia cuando era pequeño, lo cogía en sus brazos y con el dedo índice le decía con su voz dulce: Mira, ahí están el Señor y la Virgen. Después sacaba de su bolsillo su vieja cartera y cogía un par de euros, se los daba a Álex y, él, iba corriendo hacia el limosnero lo introducía en la abertura y veía sorprendido como, por arte de magia, se encendía una fila de velas. Al salir su abuelo le recordaba como hacer la señal de la cruz y juntos volvían de la mano a casa.

Pero hoy todo era muy distinto. Cuánto lo echaba de menos. Lo que daría por volver a oír su voz. Respiró hondo y profundo y decidió calmarse. Tengo que ser fuerte, repetía en su cabeza mientras respiraba.

Cuando estuvo más calmado se acercó hacia la nave principal de la iglesia. El templo era de nueva factura, su abuelo le decía que lo construyeron hace veinte años, las paredes eran de color blanco inmaculado y el techo tenía apliques en madera que imitaban al estilo mudéjar. A los lados se situaban pequeñas columnas de piedra y mármol con diversas imágenes de santos y santas, algunas de buena factura otras de factura inferior. En la nave principal, sobre un decorado altar de cultos se encontraba el centro de todas las miradas, una dolorosa, coquetamente ataviada con un manto azul celeste bordado y una saya bordada en tono marfil. Llevaba una sobre su sien, una bella corona dorada y estaba rodeada por tres filas de candelería, salteadas por varios jarrones con exornos florales en forma cónica.

Álex se arrodilló sobre el reclinatorio del banco y comenzó a rezar las oraciones que había aprendido de niño. Tras estar unos minutos en esa posición se levantó y se sentó sobre el asiento del banco.

De pronto un chico, acompañado de unos amigos, se sentó en el banco delante suyo. No puede ser, ¡mierda! pensaba con fuerza. Era Pedro, un chico atractivo de dieciocho años, que iba al mismo instituto que Álex. Pedro era alto, moreno con pelo oscuro, ojos profundos color miel y cuerpo atlético. Llevaba una camisa rosa ceñida y unos pantalones vaqueros ajustados. Álex, que hasta ese momento había estado sereno y tranquilo, comenzó a ponerse nervioso. Una parte de él quería marcharse, pero la otra empujaba por quedarse, por estar un poco más cerca de él, por permanecer extasiado contemplando todo su ser.

Llevaba años guardando ese gran secreto, ocultando un amor que, desde su corazón, daba voces en grito queriendo salir. ¿Cómo contener un manantial en un pequeño vaso? Imposible, ¿verdad?, y sin embargo es lo que Álex intentaba una y otra vez: reprimir, renegar, esconder, encubrir y disimular.

Lo que más le excitaba de él era su cuerpo. No podía dejar de mirarlo, y no de cualquier manera, sino como un león observa a su próxima presa, se sentía un cazador y Pedro era su víctima. Lo devoraba con la mirada. Intentaba resistirse, pero era inútil. Todo en él era perfecto: sus dulces ojos, sus labios carnosos, sus manos, su cabello aterciopelado, su físico fornido, su voz viril...

De pronto, a su alrededor, los presentes se pusieron en pie, el coro comenzó a cantar y el sacerdote, con casulla blanca, salió de la sacristía dirigiéndose hacia el altar. La celebración había comenzado, y Álex se sentía el centro de las miradas, se veía a sí mismo como un criminal que había cometido un crimen atroz, por el que merecía un justo castigo. Es como si la fachada de naipes que, con tanto ahínco, se había esforzado por construir para ocultar su verdadero yo estuviera a punto de venirse abajo. Por eso cuando llegó el acto penitencial, se golpeaba fuertemente el pecho en señal de contrición, como quien implora a Dios que le perdone de una vez todos los pecados. Se percibía a sí mismo como un ser sucio e impuro, indigno de la menor compasión. La culpa le reconcomía por dentro. ¿Cómo podía tener esos pensamientos en aquel lugar sagrado? Porque si al menos fuera con una chica sería normal, pero ¿por qué con un chico?, ¿por qué me tiene que pasar esto a mí?, se decía. Y con la mirada buscaba el consuelo maternal de aquella imagen, como intentando hallar una respuesta que no llegaba.

Durante la homilía, no dejaba de apretar con fuerza su medalla, tal vez pensaba que aquel objeto plateado tenía el poder de contener toda la pasión que estaba experimentado. Intentaba controlar su mente, pero, en aquellos instantes, era un caballo desbocado. Su imaginación volaba enloquecida. Se preguntaba a sí mismo como sería el cuerpo desnudo de Pedro, y en su cabeza, fabricaba imágenes de él en las posturas más sensuales y seductoras. Se veía rodeando con sus brazos su cuerpo, moviéndose al compás de su cintura. Deseaba recorrer con sus labios cada parte de su anatomía, deseaba acariciar… ¨ ¿Pero qué estoy haciendo? ¨ de golpe una pregunta rompió en un instante las fantasías que se apilaban en su inconsciente. ¨ ¡Basta ya!, ¡deja ya esas tonterías!, esto no está bien¨ se repetía de forma incesante como un mantra aprendido. Debía hacer todo lo posible por alejar de sí mismo esos pensamientos que, la policía inquisidora de su mente, les había puesto el sambenito de impuros e inmorales. Capaces de demoler la fortaleza de hierro de correcta moralidad que tanto tiempo le había dedicado construir.

Los minutos que sucedieron después, se afanó en mantener su mente ocupada en otros asuntos. Esto rebajó su tensión e hizo que se olvidara un poco de Pedro. Sin embargo, lo peor estaba aún por llegar. Cuando el sacerdote dijo con las manos extendidas: La paz esté con vosotros.  Álex vio perplejo como Pedro se daba la vuelta y hacía un gesto de darle la mano. Al sentir el suave tacto de su piel, la excitación de su pantalón comenzó a despertar. Fue tal la vergüenza que lo invadió en aquel maldito instante, que salió corriendo de la iglesia. Fue tan rápido como le fue posible a su casa. La culpabilidad lo atormentaba y lo fustigaba por dentro.

Al llegar a casa se miró al espejo y se vio deforme y asqueroso, un monstruo sucio manchado por la lujuria y el pecado, un ser repugnante que merecía el más horrible y espantoso de los castigos. Cerró los puños apretando lo más fuerte que pudo intentando contener la ira que sentía contra él mismo. Entonces, en un ataque de rabia, cogió un objeto de cristal que había sobre una estantería y lo lanzó sin piedad contra la pared rompiéndolo en mil pedazos. Después se sentó en un rincón y comenzó a llorar sin control igual que un niño aterrorizado. ¿Hasta cuándo podré seguir así? se preguntaba una y otra vez. Algún día tendría que dejarlo salir, pero hasta entonces tendría bien guardado este secreto.

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