Quijotes desde el balcón

lunes, 1 de octubre de 2018

Una vida entre películas

por Ricardo San Martín Vadillo

No puedo decir que la mía sea una vida de película. A mis cincuenta y dos años los cincuenta primeros fueron como los de cualquiera de vosotros. Tan sólo los dos últimos años tienen emoción e intriga. Lo que sí puedo decir es que la mía es una existencia vivida entre películas.

Nacido en un pueblecito del norte de España, mi padre era cartero y además, durante los fines de semana, se  encargaba de manejar la máquina que proyectaba las películas en aquel cine vetusto. El cine Capitol era una sala que olía a viejo. También olía al plástico recalentado por las lentes de aquel proyector de 35mm que hacía un ruido casi como el de un camión mientras giraban las grandes bobinas con las películas.

Siendo yo hijo de quien proyectaba aquellas cintas tuve ocasión de verlas casi todas. Y aquellos visionados de películas modelaron, en parte, mi personalidad. Con las del oeste aprendí a pelearme con mis compañeros de escuela; había que dar unas tortas contundentes, como John Wayne. Al igual que Messala en Ben Hur aprendí a conducir mi bici, cual si fuera una cuadriga, a toda velocidad, derrapando en las curvas. Tarzán y el safari perdido me creó un deseo de emulación del actor Gordon Scott que terminó con una pierna rota al caerme de un manzano en la huerta familiar. Con Los Diez Mandamientos y con Marcelino, pan y vino se despertó en mí un sentimiento religioso que no había logrado insuflarme la lectura del catecismo. La proyección de El Cid enalteció mi orgullo de castellano. Aquellos besos apasionados entre Clark Gable y  Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó  prendieron la mecha de una incipiente sexualidad. Ese fue el modelo que pretendí seguir en la pose de mi primer beso a Marianita, una muchacha que vivía en mi misma calle.

Aún recuerdo aquellas escenas del No-Do antes de cada película y el conocimiento parcial y sesgado de la política, como toda información oficial que se emite. Y recuerdo el sonido de la cinta rota, girando loca en la bobina y los pitidos de los espectadores reclamando una reparación ágil e inmediata del celuloide por mi padre.

Mi vida se siguió desarrollando entre películas cuando, con dieciséis años, acabado el bachillerato, fui a Burgos a estudiar tres cursos de Magisterio. Muchas fueron las tardes que acudí al Cinema Atenas o al Cervantes. Fueron años para aficionarme al cine español: Aquel inefable, El Cochecito, con el inimitable Pepe Isbert preguntando con su voz ronca: ¿Me dejarán tener el cochecito en la cárcel?  Atraco a las tres de José María Forqué, u otras de más calado: El Verdugo, de Luis García Berlanga o Viridiana de Luis Buñuel o la impactante La caza, de Carlos Saura. En el Cervantes tuve mis primeras experiencias sexuales con aquella temprana novia, Matilde, que tenía unas piernas recias y unos pechos diminutos. ¡Qué emoción besar sus labios, que éxtasis mientras mi mano ascendía por sus piernas, cual columnas de Hércules!

Con diecinueve años mis padres se vinieron a vivir a Alcalá y yo fui a estudiar Filología Inglesa a Granada. Sí, Granada, además de la universidad, las clases, los exámenes, era la Alhambra, la Plaza Bib Rambla, los bares de la calle Elvira, los encuentros estudiantiles en bodegas Muñoz. Pero también era el cine Goya, el Aliatar y el cine de la manta. En el Goya proyectaban doble sesión y en el cine de la manta, en Camino de Ronda, podías disfrutar de la película mientras cenabas al aire libre a base de bocadillos, bebías una Coca Cola y compartías las caricias con Montse, Inma o Soledad en las noches ya cálidas de junio.

En el Aliatar vi una película que marcó mi vida: Muerte en el Nilo, basada en la novela homónima de Agatha Christie. Aprendí que hay que matar con disimulo, a la chita callando y sin dejar rastro. Esa lección fue más importante que las clases de Anglosajón, las de Instituciones Británicas o las de Didáctica del Inglés. Ahora después entenderéis por qué.

Pero fue en el cine Príncipe donde vi la película más bestial y guarra que recuerdo, Saló o los 120 días de Sodoma, de Pier Paolo Pasolini. Aquella peli me supuso la ruptura con la novieta que por entonces tenía: Nieves. Escandalizada quedó la muchacha con las escenas de torturas y sado masoquismo: comer carne de perro o heces. No llegó a ver el final. Llena de indignación se levantó de la butaca y me dijo: “Si me traes a ver este tipo de películas, sepa Dios que otro tipo de perversiones aloja tu alma. Hemos terminado”. Y se fue.

El cine influyó también en mis gustos musicales. La música era para mí una prolongación de las películas: Cantando bajo la lluvia, Sonrisas y Lágrimas, Cabaret, West Side Story, Candilejas, Los Miserables o La Misión entre otras. Las he escuchado decenas de veces y sus melodías flotan en mis oídos acompañándome a todas horas.

Acabada la carrera, casado y con tres hijas, mientras trabajaba como profesor de inglés en un instituto de Granada sucedió algo hace dos años que cambió mi vida de forma radical. Un día me contactó el CNI y me ofreció hacer ciertos trabajos para ellos.

Fue una tarde en el cine Isabel la Católica, en la Acera del Casino, mientras veía la película El tercer hombre y cuando Harry Lime, que no es otro sino Orson Wells, va a matar a su amigo Holy Martins, alguien se me acercó al oído y me sorprendió: “Señor Huidobro, tengo algo que proponerle. No, no se vuelva, tan sólo escúcheme. El CNI necesita sus servicios, su experiencia en idiomas y sus conocimientos de varios países. ¿Aceptaría trabajar para nosotros? Estaría bien remunerado”. Así han transcurrido estos dos últimos años: dando clases de inglés, prosiguiendo mi vida familiar con mi mujer y mis hijas, pero a la vez haciendo desaparecer objetivos, que en román paladino no es sino matando personas por encargo.

El último trabajo para el CNI lo realicé hace una semana en los cines de Kinepolis. Me habían marcado el objetivo: un árabe de barba poblada y tez oscura, responsable de organizar varios atentados yihadistas. Le seguí en mi coche y ambos aparcamos en la amplia explanada. Compré la entrada y me senté tras él. No había casi espectadores en la sala 13 donde se proyectaba Misión imposible. No fue tal. Mi largo estilete atravesó la butaca, salvó sus costillas y se clavó en su pulmón. Le provocó una hemorragia interna que llenó de sangre su garganta cuando quiso gritar, tal vez pedir auxilio.

Abandoné la sala caminando despacio, me incorporé al tropel del público en el vestíbulo, pedí un café con leche y me senté a esperar. Pronto oí el revuelo de gente, la encargada de la sala con el móvil pidiendo una ambulancia, el ulular de la sirena, los médicos y enfermeras corriendo.

Mientras pagaba mi consumición, me dio tiempo a ver cómo salían con la camilla y un cuerpo inerte totalmente cubierto por una sábana blanca.

“Fin de la película para ti, amigo”, pensé. Y salí al exterior, al aparcamiento donde había dejado mi coche. Caían las primeras sombras de la noche sobre Granada. Se apagaba un día, como yo había apagado la vida de un terrorista: calladamente, como aprendí en la película Muerte en el Nilo.

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