Quijotes desde el balcón

domingo, 30 de septiembre de 2018

Adiós, cinema, adiós

por Alfredo Luque

El muchacho había bajado la persiana del ambigú con un golpe casi imperceptible. El último ambigú de los sueños se alzaba entre el mostrador de piedra marrón y el verde y ocre de las paredes que flanqueaban las grandes puertas doradas de la sala. Dentro, las butacas rojas se alineaban en el pasillo interminable, hasta llegar al telón de fondo y a los palcos laterales. El acomodador, un jubilado burlón, curtido en once mil películas,  dormitaba, con la camisa desabrochada, el logotipo colgando y la boca abierta como la de un moribundo en el desierto, retrepado en los asientos del hall con las moscas campando a sus anchas en aquel castillo sin almenas.

Los ronquidos se esparcian en el vestíbulo, llegando hasta donde la taquillera se limaba, incesante, las uñas. El gerente y su gabardina asomaron desde la nada, embutidos en una figura tan vieja como la fachada del edificio al tiempo que subía cabizbajo la escalera en busca quizás, de la vespertina recaudacion. Arriba, el operador se enrollaba linterna en mano entre los platos,  la vetusta máquina Ossa y algunas revistas apiladas, para matar el tiempo. Tiempo de bobinas de filmes. Yo aprovechaba entonces para recorrer los pasillos de aquel trocadero interminable, buscando una lámpara de repuesto, entre Mary Poppins, Sonrisas y Lágrimas, Depredador o Convictos del aire. Sofía Loren y la chica de Pret a Porter eran las damas marchitas de aquellos afiches cubiertos de polvo, que me miraban infranqueables.

Solo para mis ojos.

Rebusque en las taquillas oxidadas y encontré una lata de película, perdida y mohosa. La etiqueta tenía escrito en letras doradas y negras la palabra Casablanca.  Ya nada sería lo mismo. El tiempo pasó y yo seguí colgando los viejos rostros y aquellas frases publicitarias en el dado luminoso de la esquina, mientras la ciudad dormía entre los susurros de los coches patrulla y el zumbido del camión de la basura. Me encantaba aquella nocturnidad con alevosía de las sesiones y las vistas desde aquel pedestal en los viernes lluviosos de estreno, mientras allí colgado, recordaba sueños de celuloide gris. Como un Harold Lloyd cualquiera me descolgué en la oscuridad para besar lentamente el rostro difuminado de Audrey Hepburn en la pared.

Hoy, todo esto de lo que hablo, ya no existe más que entre nosotros. Tal vez todo haya sido un sueño tan dorado como el logo de la Century Fox, tan fuerte como el rugido del león de la Metro o tan añejo como la antena de la RKO. Quizás solo fuera la brisa fresca entre las butacas rojas, lo que me hizo devolverte la última mirada, cuando unos dedos de fantasma me rozaron. Por un momento creí ver algo brillante en la pantalla. Una tira de celuloide en llamas y dentro, la sombra de un vaquero cabalgando hacia la puesta de sol. 

Adiós, viejo cinema, adios...

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