Quijotes desde el balcón

jueves, 1 de noviembre de 2018

El escondite

por Marina León

Desde el momento en el que sus padres se lo dijeron, Lucía sabía que no sería una buena idea. Esa era la noche en la que la empresa donde trabajaba su padre iba a celebrar el aumento de ventas y la ampliación a Francia. Su padre era el jefe del departamento comercial y no podía faltar. Solo llevaban cuatro días viviendo en la casa nueva. Lucía no quería quedarse en aquella enorme casa sola. Pero allí estaba, en el vacío salón, todavía lleno de cajas sin abrir y con todas las luces encendidas y la televisión a todo volumen. Hacía solo unos minutos que sus padres se habían ido a la fiesta en el nuevo Seat que su padre había comprado unos meses atrás, al igual que lo había comprado la mitad de Madrid en aquel 1963.

Con muchos recovecos aún por descubrir, la nueva casa de la familia de Lucía había pertenecido a una familia de republicanos que había huido al comienzo de la dictadura. La casa llevaba vacía desde entonces y la familia de Lucía era la primera que se instalaba.

Lucía empezó a escuchar unos golpes repetitivos que venían de la parte de arriba de la casa. Pum, pum, pum. Era un sonido rítmico, como un llamar a la puerta. Pensando que podría pertenecer al ruido de la televisión, Lucía se levantó y le quitó el sonido, pero entonces el ruido se hizo más patente todavía: Pum, pum, pum. Ahí estaban otra vez, los mismos tres golpes con el mismo ritmo. Proveniente de la misma parte de la casa. Lucía volvió a subir el sonido de la televisión y a sentarse en el sofá. Pum, pum, pum, pum, esta vez fueron cuatro llamadas. Y al minuto otra vez, pum, pum, pum, pum. La siguiente vez fue a los treinta segundos, hasta que hubo un momento en el que los golpes no pararon. Cada vez que uno de los golpes sonaba, Lucía pegaba un salto en el sofá. Por mucho miedo que tuviese, el horrible ruido fue superior a ella, y tuvo que levantarse. Mientras, los golpes continuaban pum, pum, pum, pum. Acompañaban cada uno de los pasos que Lucía daba subiendo los escalones hacía el segundo piso de la casa, donde se encontraban las habitaciones. Los golpes no cesaban: pum, pum, pum, pum y provenían de una de las habitaciones que aún no habían limpiado.

Paso a paso Lucía se posicionó en frente de la puerta de la habitación, cogió la manija de la puerta y abrió lentamente. En el momento en el que la puerta se abrió los golpes pararon. Lucía encendió la luz de la habitación y se encontró ante un montón de muebles tapados por sábanas. Los antiguos aparejos y mobiliario de los anteriores dueños de la casa. Ahí se agolpaban percheros, cómodas, espejos, mesas, sillas… Todo lo que alguna vez había sido de utilidad a otras personas y que ahora se encontraba olvidado. Al fondo de la habitación pudo ver un gran armario de madera, exquisitamente decorado, el único elemento de la habitación que no se encontraba bajo una sábana. Lucía comenzó a adentrarse en la habitación cuando los golpes volvieron a sonar pum, pum, pum, pum. Esta vez su procedencia estaba clara, venían del armario.

Con paso tembloroso y aún más palpitante pulso, Lucía se acercó a él. Estaba claro, los golpes venían de ahí adentro. Se paró delante y otra vez se hizo el silencio. Subió la mano hasta posarla en la llave que cerraba la puerta derecha, la giró lentamente y abrió la puerta. Un grito ahogado subió hasta su garganta y se quedó ahí, pasmada ante lo que la tenue luz de la habitación estaba mostrando. El armario era un escondite oculto. Dentro, se había excavado en la pared y en el hueco había una cama muy pequeña sobre la que se tendía un esqueleto, que parecía ser un hombre ataviado con las ropas que estaban de moda treinta años atrás. Junto a la cama, había una buena montaña de libros y varias botellas vacías, así como periódicos de la posguerra. La familia republicana que antes vivía allí había estado ocultando a alguien en ese escondrijo, alguien que se quedó allí encerrado y olvidado sin ver nunca más la luz del sol. Mientras Lucía seguía contemplando con horror al hombre muerto en su escondite, escuchó a sus padres llegar a casa y llamarla gritando. Esa misma noche Lucía y sus padres dejaron la casa, abandonando al triste y solitario residente del escondite en el armario.

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