Hanami
“La flor del cerezo es el símbolo de lo efímero. Se abre en una noche, florece unos días, y desaparece para siempre, no se puede detener.” (Cerezos en flor. Película.2008)
La respiración de Jesús se iba entrecortando a cada kilómetro que su inadaptado coche se adentraba en el inevitable desierto. Habrían pasado unos veinte años ya desde aquella partida de ping-pong que alguien jugó con su alma, cuando todavía ésta era de uso público. Jesús iba disminuyendo la velocidad a medida que se acercaba al lugar donde su visión del amor; de la pasión, saltaría las vallas de la cuna de temprana inocencia para toparse con un suelo de mármol ensangrentado de realidades. La primera espada, pidiendo permiso para clavarse en cualquier ventrículo del corazón de su memoria, llegó al pasar por la puerta del Hostal Calatrava, donde Inés se alojaba, y donde casi todo ocurrió o no. Hostal, repleto de pensionistas que querían revivir en persona sus amadas películas del oeste visitando el Mini-Hollywood.
A tan solo cuatro minutos en coche del Hostal Calatrava estaba el del Restaurante-Venta del Compadre, parada casi obligada al atravesar aquellos arios parajes. La cerveza y el inagotable güisqui que Juan, camarero de los de la muy vieja escuela, les sirvió, sabedor del color que tomaría la noche de aquellos dos encontrados, no hicieron más que dotar de un sonido estéreo animal cada grito de placer que Inés soltaba a cada sudoroso envite de aquel agraciado desconocido.
A tan solo cuatro minutos en coche del Hostal Calatrava estaba el del Restaurante-Venta del Compadre, parada casi obligada al atravesar aquellos arios parajes. La cerveza y el inagotable güisqui que Juan, camarero de los de la muy vieja escuela, les sirvió, sabedor del color que tomaría la noche de aquellos dos encontrados, no hicieron más que dotar de un sonido estéreo animal cada grito de placer que Inés soltaba a cada sudoroso envite de aquel agraciado desconocido.
Jesús, despertó esa madrugada por las hostias biológicas de la propia resaca y por el desatinado cacareo de un gallo al que nada importaba que una triste pensión diera sombra a su corral. Miró de reojo aquel manantial en medio del desierto que había conocido tan solo unas pocas horas antes y se marchó hacia su hostal, a tan solo unos kilómetros de allí. Dejó los restos de pasión al azar y al deshoje de las circunstancias y de la capacidad de liarla en bucle por la que se había caracterizado en su juventud.
Se pasó el día siguiente mirando las aspas del ventilador que colgaba del techo de su habitación en el Hostal 93 y asumiendo que los pequeños charcos de cerveza y vómito no eran suficientes como para sacarlo de la cama.
A eso de las nueve y media de la noche, alguien llamó con fuerza a la puerta insistiendo en la urgencia de la situación.
Jesús, abrió sin molestarse siquiera en buscar un pantalón e inmediatamente el dueño del hostal asintió con la cabeza a los dos policías nacionales que lo acompañaban. Aún estaba acabando de entreabrir los ojos ante aquellas dos moles, cuando ya tenía unas esposas sujetando sus manos y a uno de los agentes cogiéndolo por la cabeza y conduciéndolo hacía la puerta. Ni abrió la boca pidiendo respuestas ni haciendo preguntas, para qué, en cualquier sitio estaría mejor que en el charco de fluidos en el que acabó la noche.
El coche policial paró en la puerta de la Venta Del Compadre. A Jesús le costó aguantar el vómito nada más recordar todo el alcohol que bebió la noche de antes y el poco que se dejó sin beber. Apoyada en la puerta de la entrada, con una especie de manta rodeándola, estaba Inés. Uno de los agentes cogió de los pelos a Jesús le levantó la cabeza y está asintió con la cabeza, casi avergonzada de haber tenido algo que ver con lo que aquel tipo hubiera causado.
Entraron a la zona del bar de la Venta y allí, como si de una pequeña Ermita se tratara, estaba Juan, el camarero, clavado en las astas de la cabeza de toro que colgaba de la pared de la barra. Esa escena, casi bíblica, jamás dejo de asistir a las pesadillas de Jesús de ahí en adelante.
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(Habrían pasado unos veinte años ya desde aquella partida de ping-pong que alguien jugó con su alma) |
Habían pasado ya casi veinte años de aquella noche y aquel día; veinte años de silencios, de noches en vela intentando reconstruir lo que otros estudiosos de la ley ya reconstruyeron por él en su memoria; veinte años de sometimiento, acatamiento de una forzada y difusa realidad confeccionada a golpe de taquígrafo y un par de años menos de pena, regalados por buena conducta. El caso es que Jesús, como guiado por ese magnetismo religioso que nos impulsa a poner la otra mejilla, no pudo evitar parar en el Restaurante-Venta donde todo ocurrió o no. Tenía sed y hambre y aún faltaban bastantes kilómetros hasta llegar al hotel en Vera Playa donde su agente de la condicional le había conseguido un trabajo como friegaplatos durante la temporada de verano. Algo es algo y él ya estaba en un punto donde se agarraba a lo que le echaran encima.
Respirando varias veces con ansiedad enfermiza antes de entrar, tragó saliva y se acercó hacía la barra.
— ¿Qué le pongo? –le preguntó una señora alta, morena y arrugada por el mal trato que el desierto da a todo lo que viva dentro de él.
— Una cerveza bien fría y un bocadillo de calamares. –contestó Jesús de forma matemática.
— Disculpe señora. ¿Le puedo preguntar cómo se llama?
— Inés, le contestó sin darse la vuelta siquiera.
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