Quijotes desde el balcón

lunes, 2 de septiembre de 2019

LUZ (relato escrito para el libro de las Fiestas Patronales 2019)


LUZ
(A mi prima)

Allí, ante el misterio que aquellas columnas, suelos y paredes de mármoles desgastados por el tiempo y el peso de la fe, representaban, Lucio giró sus ojos, su llama tenue, cargada de chisporroteos finales.
La cara de Aurora, la mejor alumbrante que una vela podría haber tenido en su gran día, era la cara de la satisfacción plena. Jamás nadie la había entendido tanto, de forma tan profundo, tan sencilla y sin tanta compasión lastimosa, como aquel pedazo de cera y su luz.

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Lucio llevaba ya semanas impaciente, esperando aquel quince de agosto; su gran actuación, el motivo de su existencia.

   ― ¿Quién sería? ¿Se entenderían? ¿Sabría, el alumbrante, llevarlo? ¿Sería él digno de la persona que lo eligiera?




Y así, cuando sintió aquella joven, fría y recién perfumada mano agarrando con suavidad su cuerpo, aquella vela, bien preparada para la misión de su vida desde inicios de año, se cargó de una extraña energía de la que nadie le había hablado. Lucio sintió un calor repentino a lo largo de su cuerpo, un calor que no era el propio que ya sabía de antemano, el propio de su llama, de los ojos que culminan su cuerpo. Se cargó con un sentimiento a punto de explotar de fe a raudales; ilusión arrastrada tras años, confianza y certeza.

Los primeros metros de la procesión fueron para Lucio y Aurora de pura adaptación. El ansia de cumplir la misión de uno, y la fe; el silencio, el intercambio de sentimientos y esperanza desinteresada de la otra, se fueron convirtiendo en cosquillas eléctricas que se intercambiaban entre los dedos de Aurora y los llameteos disparejos de Lucio.


Ella siguió sus pasos, conocía bien el camino, el final de la procesión estaba cerca.



Bajando la calle Veracruz, Lucio ya estaba en completa simbiosis con su alumbrante. Sabía por qué Aurora estaba allí, sabía por qué había estado tantas veces más. Sabía por qué en ningún momento había perdido la mínima pizca de fe en sus pasos, en ese día, en su patrona y en la luz.

Lucio, al verse ya entrando en la plaza del ayuntamiento, sabía que el final de la procesión estaba cerca. Su llama, comenzó a arder con un intenso color anaranjado distinto al amarillo clásico de todos sus compañeros. Aurora comenzó a notar, en su mano, un calor mucho más intenso que de costumbre. Se cambió la vela de mano pero el calor creciente le recorría el cuerpo de arriba a abajo. Ella siguió sus pasos, conocía bien el camino, el final de la procesión estaba cerca. Los sueños de Aurora, su fe, sus preguntas y sus propias respuestas, aún permanecían intactas, como la primera vez que decidió salir alumbrando en la procesión de su amiga, de sus ojos confidentes y su doctora la Virgen de las Mercedes.

Entrando ya a la altura del compás de Consolación, Aurora estaba sudando a causa de esa nueva energía extraña para ella, pero con una sonrisa perpetua. La llama de Lucio iluminaba todo alrededor de Aurora, en contraste con su menguante cuerpo cilíndrico y ese extraño color anaranjado en su fuego impropio de aquellas velas.

Aurora tenía por costumbre rezar un último Ave María ante los escalones del altar de su patrona, y allí, en una esquinita del lampadario más próximo, dejar lo que le quedara de vela en señal de última ofrenda. Al bajar los medidos escalones de la iglesia, esos pasos los tenía ella más que contados desde el primer día de su accidental ceguera, los ojos de Aurora empezaron a parpadear de forma extraña y continuada. Durante el pasillo central Aurora comenzó a ver una especie de sombras alargadas moverse a su alrededor y la mano con la que sujetaba la vela estaba ya casi quemándola. Comenzó a respirar de forma intensa, miles de escalofríos la recorrían de arriba a abajo. Aquellas sombras alargadas se convirtieron lentamente en claras figuras humanas; luces tenues por todos lados, manos y pies moviéndose a su alrededor y ella, empapada en lágrimas y escalofríos, comenzó a arrodillarse ante los escalones donde aguardaría a su patrona, donde se despediría de ella hasta el quince de agosto del año que viene y de todo los otros que vendrían.

Lucio, pegó un retemblido en forma de llama azul y amarilla y lloró por última vez, sabía que su alumbrante había sido recompensada. Era el máximo honor al que un portador de fe podría aspirar. Había oído leyendas sobre hechos así, pero jamás pensó que esos cuentos de sus antepasados se convertirían en realidad y que él formaría parte del milagro.




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