Quijotes desde el balcón

domingo, 8 de septiembre de 2019

Síndrome postvacacional (Por Ricardo San Martín Molina)






Así que este verano decidí irme solo de vacaciones a Riviera Maya.


Hoy, 8 de septiembre de 2019, he vuelto de mis vacaciones y me he reincorporado al trabajo en el bar. Llevo ya cuatro años trabajando aquí por las tardes hasta bien entrada la noche, ayudando al propietario. Así consigo sacarme un dinerillo que me viene bien para pagar mis estudios en la universidad.

 
Cuatro años llevo así: por la mañana, quemándome las pestañas con el flexo en la biblioteca, y por las tardes y noches sirviendo cafés y cubatas, según se tercie.

Así que este verano decidí irme solo de vacaciones a Riviera Maya. Tras muchos años sin vacaciones y dejándome los codos en el pupitre, me merecía un descanso. O eso pensaba yo.

Estoy aquí de vuelta, en el bar, limpiando la máquina de café a solas con mi jefe, ambos detrás de la barra, y no dejo de pensar en mis recientes vacaciones en el Caribe.

Debo reconocer que soy un optimista patológico, así que cuando nada más llegar en autobús a Madrid me atracaron dos tíos a punta de navaja en la estación de Avenida América, pensé estoicamente que eso no iba a joderme las vacaciones. Al fin y al cabo solo se llevaron mi cartera con documentación, mi DNI, 50 euros, una tarjeta de crédito y fotos carnet de mis padres. Una rápida visita al puesto de la Guardia Civil en el aeropuerto, denuncia puesta y listo para coger el avión. Por suerte llevaba el pasaporte en la maleta, la cual no les dio tiempo a robarme.

El vuelo de ida fue solo regular: me pasé las ocho horas sin pegar ojo por culpa de un recién nacido que no dejaba de llorar en el asiento de al lado. La madre, ni caso. No obstante, pensé que tengo el cuerpo más que acostumbrado a dormir poco cuando trabajo en el bar hasta el cierre a altas horas de la madrugada. Así que ese bebé, que parecía tener el estómago perforado por los berridos que daba, no iba a ser un problema para mí.

Los primeros días, una vez instalado en el resort, no pude bañarme demasiado, la verdad. Al darme la llave de la habitación me advirtieron que estaban cerradas todas las piscinas y zonas exteriores, y que se habían cancelado todas las excursiones a causa de una tormenta tropical que “no duraría más de veinticuatro horas”, según palabras textuales de la recepcionista. La tormentilla acabó siendo un huracán de categoría 3 que arrasó medio complejo. Cuando al cabo de varios días nos permitieron salir de las habitaciones, el escenario era desolador: parecía que el apocalipsis había tenido lugar en el mismo centro de mi paradisiaco hotel.

Después de eso, me quedaban pocos días allí y estaba más blanco que cuando llegué, así que decidí aprovechar el escaso tiempo que me quedaba a tope. Esa mañana soleada, sin vientos ni lluvias, me sentía bien, así que decidí empezar el día con un desayuno digno de un ciclista que va a empezar la etapa reina del tour y haciendo gasto en el buffet libre. Me puse hasta los topes de comida, amortizando los días que había estado enclaustrado en la habitación comiendo insulsos “emparedados”, como los llaman en Méjico.

No sé si fue el agua de la zona, y mira que me dijeron que siempre embotellada y que nunca del grifo, o los huevos que estaban pasados o qué, pero ese mismo día por la tarde volvía a estar atrapado en mi habitación, agarrado con fuerza al inodoro como el que se monta por primera vez en una montaña rusa. El espectáculo era dantesco, peor que la devastación tras el huracán. A ratos me iba por arriba, a ratos me iba por abajo. No sabía dónde acudir, como dicen en mi pueblo. Pensé que me iban a enterrar en tinajas, pero al cabo de dos días el Fortasec hizo su efecto y detuvo mi gastroenteritis de caballo.

A esas alturas ya solo me quedaba una noche por allí. En vez de venirme abajo y quedarme en la habitación descansando y viendo la televisión por satélite, me duché, me arreglé con mis mejores galas y mirándome al espejo me dije: “esta noche a por todas, aún hay partido”.

La cosa empezó genial: había fiesta latina en el hotel y todos los turistas bailábamos mientras sonaba de fondo Luis Miguel, conocido como “El Sol de México”. Viéndolo con perspectiva, debo reconocer que hasta eso fue una farsa, ya que el tipo es puertorriqueño.

El caso es que ahí estaba yo, dándolo todo, haciendo la conga y tragando cubalibres de tres en tres. Mi sprint final estaba dando resultado, y es que como decimos en España: “hasta el rabo todo es toro”. No todo estaba perdido. Me puse a bailar pegado con una mulata tremenda, la invité a una copa, luego a otra, luego a otra, luego susurró algo en mi oído (no recuerdo qué me dijo, a esas alturas ya tenía un follón como una catedral) y nos fuimos a mi habitación, a rematar la faena y salir por la puerta grande. La vida es irónica a veces, y es que la anterior frase (“hasta el rabo, todo es toro”) se materializó aquella noche delante de mis narices, nunca mejor dicho, cuando la jamelga se desnudó y descubrí el panorama. Toro no había, pero rabo, para dar y regalar.

Salí de allí como pude y sin pensarlo dos veces, cogí un taxi y puse rumbo al aeropuerto. Debía de tener muy mal aspecto, porque dos policías con armas semiautomáticas y chalecos antibalas me llevaron a una sala tras pasar el arco de seguridad, convencidos de que yo era un narco o algo así.  Me parezco a Pablo Escobar en el blanco de los ojos, pero esta gente no entendía de explicaciones y de malas formas, al grito de “¡cállese, pinche pendejo higüeputa!” me pasaron por la máquina de rayos X y como no acababan de estar convencidos de que no llevaba nada, más que un disgusto del quince, terminaron por hacerme una exploración anal sin previo aviso y hasta los nudillos. Cuando por fin se convencieron de que no escondía nada ilegal en mi cuerpo, me soltaron de malas maneras en la zona de embarque.

Con ojeras, deshidratado por la colitis de días previos y con el ánimo por los suelos, dormí como pude en un asiento de plástico del aeropuerto internacional de Cancún hasta que empezó el  embarque de mi vuelo.

El viaje de regreso fue de órdago. Más turbulencias y sacudidas que en el barco vikingo de la feria. Eché hasta la última papilla y no recuerdo más, creo que me dormí por puro cansancio, o bien me desmayé.

De postre, cuando ya en el aeropuerto de Madrid-Barajas fui a la cinta a recoger la maleta que había facturado previamente, descubrí atónito que la habían perdido. No me molesté ni en reclamar a la compañía, solo quería volver a casa. Sudado, con lo puesto y el poco efectivo que me quedaba, cogí un autobús de vuelta. He llegado hace apenas una hora a casa y me he venido directamente al bar, a empezar mi jornada laboral.

Aún no doy crédito tras todo lo sucedido, no sé si fue un sueño de Resines o una película de terror. Mi jefe, que me ha visto raro, callado y pensativo, me ha preguntado:
-  ¡Bueno, cuéntame! ¿Y qué ha sido lo mejor de las vacaciones? Yo, con la mirada perdida en el infinito, le he contestado:
-  Volver. Lo mejor ha sido volver.

1 comentario:

ruyelcid dijo...

Muy bueno Ricardo.
Nunca sabes, cual huevo kinder sorpresa, lo que te vas a encontrar tras las vestiduras de una noche loca.

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