Así que este verano decidí irme solo de vacaciones a Riviera Maya. |
Hoy, 8 de septiembre de 2019, he vuelto de mis vacaciones y me he reincorporado al trabajo en el bar. Llevo ya cuatro años trabajando aquí por las tardes hasta bien entrada la noche, ayudando al propietario. Así consigo sacarme un dinerillo que me viene bien para pagar mis estudios en la universidad.
Así que este verano decidí irme solo de vacaciones a Riviera Maya. Tras
muchos años sin vacaciones y
dejándome los codos en el pupitre, me merecía un descanso. O eso pensaba yo.
Estoy aquí de vuelta, en el bar, limpiando la máquina de café a solas con
mi jefe, ambos detrás de la barra, y no dejo de pensar en mis recientes
vacaciones en el Caribe.
Debo reconocer que soy un optimista patológico, así que cuando nada más
llegar en autobús a Madrid me atracaron dos tíos a punta de navaja en la
estación de Avenida América, pensé estoicamente que eso no iba a joderme las
vacaciones. Al fin y al cabo solo se llevaron mi cartera con documentación, mi
DNI, 50 euros, una tarjeta de crédito y fotos carnet de mis padres. Una rápida visita al puesto de la Guardia Civil en el
aeropuerto, denuncia puesta y listo para coger el avión. Por suerte llevaba el
pasaporte en la maleta, la cual no les dio tiempo a robarme.
El vuelo de ida fue solo regular: me pasé las ocho horas sin pegar ojo
por culpa de un recién nacido que no dejaba de llorar en el asiento de al lado.
La madre, ni caso. No obstante, pensé que tengo el cuerpo más que acostumbrado
a dormir poco cuando trabajo en el bar hasta el cierre a altas horas de la
madrugada. Así que ese bebé, que parecía tener el estómago perforado por los
berridos que daba, no iba a ser un problema para mí.
Los primeros días, una vez instalado en el resort, no pude bañarme
demasiado, la verdad. Al darme la llave de la habitación me advirtieron que
estaban cerradas todas las piscinas y zonas exteriores, y que se habían
cancelado todas las excursiones a causa de una tormenta tropical que “no
duraría más de veinticuatro horas”, según palabras textuales de la
recepcionista. La tormentilla acabó
siendo un huracán de categoría 3 que arrasó medio complejo. Cuando al cabo de
varios días nos permitieron salir de las habitaciones, el escenario era
desolador: parecía que el apocalipsis había tenido lugar en el mismo centro de
mi paradisiaco hotel.
Después de eso, me quedaban pocos días allí y estaba más blanco que
cuando llegué, así que decidí aprovechar el escaso tiempo que me quedaba a
tope. Esa mañana soleada, sin vientos ni lluvias, me sentía bien, así que
decidí empezar el día con un desayuno digno de un ciclista que va a empezar la
etapa reina del tour y haciendo gasto en el buffet libre. Me puse hasta los
topes de comida, amortizando los días que había estado enclaustrado en la
habitación comiendo insulsos “emparedados”, como los llaman en Méjico.
No sé si fue el agua de la zona, y mira que me dijeron que siempre
embotellada y que nunca del grifo, o los huevos que estaban pasados o qué, pero
ese mismo día por la tarde volvía a estar atrapado en mi habitación, agarrado
con fuerza al inodoro como el que se monta por primera vez en una montaña rusa.
El espectáculo era dantesco, peor que la devastación tras el huracán. A ratos
me iba por arriba, a ratos me iba por abajo. No sabía dónde acudir, como dicen
en mi pueblo. Pensé que me iban a enterrar en tinajas, pero al cabo de dos días
el Fortasec hizo su efecto y detuvo
mi gastroenteritis de caballo.
A esas alturas ya solo me quedaba una noche por allí. En vez de venirme
abajo y quedarme en la habitación descansando y viendo la televisión por
satélite, me duché, me arreglé con mis mejores galas y mirándome al espejo me
dije: “esta noche a por todas, aún hay partido”.
La cosa empezó genial: había fiesta latina en el hotel y todos los
turistas bailábamos mientras sonaba de fondo Luis Miguel, conocido como “El Sol
de México”. Viéndolo con perspectiva, debo reconocer que hasta eso fue una
farsa, ya que el tipo es puertorriqueño.
El caso es que ahí estaba yo, dándolo todo, haciendo la conga y tragando
cubalibres de tres en tres. Mi sprint final estaba dando resultado, y es que
como decimos en España: “hasta el rabo todo es toro”. No todo estaba perdido.
Me puse a bailar pegado con una mulata tremenda, la invité a una copa, luego a
otra, luego a otra, luego susurró algo en mi oído (no recuerdo qué me dijo, a
esas alturas ya tenía un follón como una catedral) y nos fuimos a mi
habitación, a rematar la faena y salir por la puerta grande. La vida es irónica
a veces, y es que la anterior frase (“hasta el rabo, todo es toro”) se
materializó aquella noche delante de mis narices, nunca mejor dicho, cuando la jamelga se desnudó y descubrí el
panorama. Toro no había, pero rabo, para dar y regalar.
Salí de allí como pude y sin pensarlo dos veces, cogí un taxi y puse
rumbo al aeropuerto. Debía de tener muy mal aspecto, porque dos policías con
armas semiautomáticas y chalecos antibalas me llevaron a una sala tras pasar el
arco de seguridad, convencidos de que yo era
un narco o algo así. Me parezco a Pablo
Escobar en el blanco de los ojos, pero esta gente no entendía de explicaciones
y de malas formas, al grito de “¡cállese, pinche pendejo higüeputa!” me pasaron por la máquina de rayos X y como no acababan
de estar convencidos de que no llevaba nada, más que un disgusto del quince,
terminaron por hacerme una exploración anal sin previo aviso y hasta los
nudillos. Cuando por fin se convencieron de que no escondía nada ilegal en mi cuerpo,
me soltaron de malas maneras en la zona de embarque.
Con ojeras, deshidratado por la colitis de días previos y con el ánimo
por los suelos, dormí como pude en un asiento de plástico del aeropuerto
internacional de Cancún hasta que empezó el
embarque de mi vuelo.
El viaje de regreso fue de órdago. Más turbulencias y sacudidas que en el
barco vikingo de la feria. Eché hasta la última papilla y no recuerdo más, creo
que me dormí por puro cansancio, o bien me desmayé.
De postre, cuando ya en el aeropuerto de Madrid-Barajas fui a la cinta a
recoger la maleta que había facturado previamente, descubrí atónito que la
habían perdido. No me molesté ni en reclamar a la compañía, solo quería volver
a casa. Sudado, con lo puesto y el poco efectivo que me quedaba, cogí un
autobús de vuelta. He llegado hace apenas una hora a casa y me he venido
directamente al bar, a empezar mi jornada laboral.
Aún no doy
crédito tras todo lo sucedido, no sé si fue un sueño de Resines o una película
de terror. Mi jefe, que me ha visto raro, callado y pensativo, me ha
preguntado:
- ¡Bueno,
cuéntame! ¿Y qué ha sido lo mejor de las vacaciones? Yo, con la mirada perdida
en el infinito, le he contestado:
-
Volver. Lo mejor ha sido volver.
1 comentario:
Muy bueno Ricardo.
Nunca sabes, cual huevo kinder sorpresa, lo que te vas a encontrar tras las vestiduras de una noche loca.
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