Quijotes desde el balcón

domingo, 1 de noviembre de 2020

Me gusta leer por Juanjo Zafra Díaz

 

Me gusta leer.


Seré un poco más concreto, me gusta leer tranquilo. Sin ruidos que me distraigan. Con la luz justa para ver, que no me haga entrecerrar los ojos. Tapado con una manta o con la enagua para estar calentito y cómodo. En definitiva, me gusta “leer a gusto”.

Pero este sábado eso estaba resultando muy difícil.

Había mucho bullicio en la casa, todos iban de arriba para abajo, haciendo mucho jaleo, y en el salón, donde yo me había establecido esa tarde, era imposible estar tranquilo. Así que decidí cruzar toda la casa y refugiarme en la otra casa, que está al final de la cochera, en el punto más alejado.

Le decimos la otra casa, aunque no son más que un par de habitaciones y un salón cocina, de esos que se acostumbraban a construir hace algunos años. Hay una gran estantería junto a la encimera donde descansan más de ciento cincuenta libros acumulando polvo, que mis padres han ido coleccionando a lo largo de los años. Frente a la biblioteca, al otro lado de la habitación, hay otra estantería de idéntico tamaño que, en lugar de libros, contiene fotografías de familiares lejanos y recuerdos de celebraciones. La mayor parte de las fotografías que reposan en los estantes muestran niños en edad de realizar la primera comunión o durante ese mismo día. Un par de sillones escoltan un hogar de ladrillo visto donde, cuando esta no era la otra casa, una hoguera repartía calor por toda la habitación.

Me acerqué a la ventana y subí un poco la persiana, tomé asiento en uno de los butacones y retomé mi libro desde donde lo había dejado hacia unos instantes. Aunque ya estaba muy metido el otoño, la temperatura del ambiente era muy agradable, así que prescindí de mi habitual manta.

A la derecha del hogar esta la entrada que accede al pasillo, donde se encuentran dos puertas en la pared izquierda que dan a un par de habitaciones, y un cuarto de baño al final del pasaje. No hay luz en ese pasillo, salvo por un minúsculo tragaluz que deja en penumbra el corredor dándole un aspecto tétrico. La primera puerta conduce a un pequeño dormitorio donde hay una antigua cama con un cabecero de hierro cromado algo desgastado por el paso de los años. Junto a la cama hay un baúl de madera, cuyo color azul persiste en algunos trazos de pintura que han sobrevivido al paso del tiempo, y a la izquierda de la puerta hay un armario que abarca toda la pared. En la puerta del armario hay un espejo desde donde se refleja la poca luz que logra pasar por los agujeros de la persiana, que siempre permanece bajada en esta habitación.

La segunda habitación está cerrada con candado desde hace muchos años. Nunca he sabido que hay dentro, y la verdad tampoco me ha interesado lo suficiente para preguntar. No suelo visitar esta parte de la casa muy a menudo salvo cuando busco tranquilidad.

Finalmente, tras una media hora de lectura, finalicé la novela que estaba leyendo. Siempre que termino un libro lo cierro y lo dejo reposar un poco en mí, reflexionando brevemente. El silencio de la habitación se veía interrumpido por el jaleo que había al otro lado de la casa, lo que indicaba que mis padres aún seguían muy ocupados, por lo que me decanté por buscar una nueva víctima en la estantería y de este modo mantenerme alejado del alboroto.

Repasé con el dedo el lomo de varios libros con títulos que ya conocía, y algunos que me eran totalmente nuevos. Una ráfaga de aire bajó por la chimenea y movió la puerta produciendo un chirrido que me erizó la piel. Me giré por que sentí una presencia en la habitación y permanecí un momento mirando fijamente la habitación.

Quizá la butaca estaba un poco más girada hacia el hogar.

Quizá la puerta del pasillo estuviese algo más abierta.

Quizá una pequeña ráfaga de aire me había asustado.

Definitivamente opté por la última opción.

Seguí con mi proceso de selección de libros y finalmente me detuve en un libro pequeño del segundo estante empezando desde abajo que llamó mi atención. No tenía título y era de un color violáceo algo oscuro y gastado por la acumulación de polvo y el desuso. Lo saque y lo sostuve en mis manos unos segundos estudiándolo detenidamente. En la portada tampoco había ningún título, y de la parte de abajo se dejaba caer un pequeño separa páginas de tela roja. El viento volvió a agitar la puerta, abriéndola un poco más y dejando que la bulla que tenían montada mis padres pasase a través de ella. Me acerqué a echar un vistazo afuera, y al ver solo la enorme cochera vacía la cerré totalmente y me senté de nuevo en el sillón.

Abrí el libro por la primera página donde por fin, en la parte superior, encontré un título para el ejemplar. “Diario de Rocío”. Un diario. Que hacia un diario en la biblioteca de la otra casa. Por la letra parecía el diario de una niña entre seis y siete años. La curiosidad ya rebosaba dentro de mí así que pasé las páginas hasta la primera que estaba escrita.

“Hoy es el mejor día de mi vida. Por fin voy a conocer a mis nuevos papis. La hermana Cecilia me ha dicho que son doctores. Que alegría, nunca más me pondré malita, porque ellos me cuidaran mejor que nadie. Y no solo porque sean médicos, también son mis padres. Estoy deseando ver mi nueva casa, y mi nueva habitación. Todo va a ser maravilloso.”

Era el diario de una niña adoptada. Seguí leyendo algunas páginas más donde Rocío relataba su llegada a la casa y como había conocido a su hermano mayor Cristóbal, el hijo de sus padres adoptivos, que era un año mayor que ella. También hablaba de su adaptación a la vivienda y de que sus padres le impartían clase tanto a ella como a su hermano en su propia casa. A medida que avanzaba, la letra era mucho más fácil de entender, y progresaba más rápido con la lectura del cuaderno. Casi nunca hablaba acerca de parques o compras, por lo que supuse que no saldrían mucho. Solían jugar al escondite en la casa, en el patio, en la otra casa…

La otra casa.

Qué curioso. Supuse que Rocío había vivido aquí, en esta residencia. Seguro. Quizá es una prima o tía lejana que pasó un tiempo en la vivienda hasta que mis padres se quedaron con ella. Quizá hasta la conociese, aunque no recordaba a ninguna Rocío en la familia. Me pareció que algo se había movido en el pasillo, así que me levanté dejando el diario apoyado en la butaca y me acerque para ver, pero el pasillo estaba vacío.

Volví a sentarme y continué leyendo

“Hace días que Cristóbal se fue de campamentos. Lo echo de menos. Papa y Mama han estado muy ocupados estos días, y yo me he sentido muy sola. Juego mucho en la otra casa, incluso suelo quedarme dormida en la habitación del espejo. Un día intenté abrir la habitación cerrada, pero es imposible. ¿Qué habrá dentro? Le he preguntado a mamá y me ha dicho que es un almacén donde guardan sus cosas de médicos y que los niños no deben entrar allí. Creo que no me acercaré más. También le pregunté por los niños de las fotos, y me dijo que eran primos y familiares lejanos, y que si me portaba bien y dejaba de hacer preguntas un día iríamos a verlos y pasaríamos el día fuera. Qué ilusión, no volveré a abrir la boca nunca más”

Definitivamente era esta habitación, el mismo sitio donde me encontraba yo ahora mismo. Me levanté fui hacia el estante de las fotos para repasarlas. Todos los ojos de los jóvenes estaban fijos en mí, parecían seguirme. En los recuerdos de comunión ponían fecha y el nombre de los jóvenes que había retratados. Pedro, Alberto, María, Antonio, Sandra, Cristóbal, Silvia… Un momento. Cristóbal. Repasé el diario que había leído hasta entonces, donde la fecha que había escrita en la foto quedaba muy atrás, y releí los pasajes detenidamente hasta llegar al punto donde me había detenido. En ningún momento Rocío mencionó la comunión de Cristóbal, y por lo que había leído de ella en la última hora es un dato que dudo mucho que olvidase resaltar.

La puerta del pasillo se abrió completamente dejando ver todo lo largo del pasadizo y al fondo el cuarto de baño, totalmente blanco, tan blanco, que aún sin tener ventanas reflejaba mucha luz y brillaba por sí mismo. La cortina cubría totalmente la bañera y no dejaba ver su interior, aunque parecía que hubiese una sombra agitándose dentro.

Volví a centrar mi mirada en los retratos hasta encontrar lo que de repente me pareció lógico que estuviese allí. La niña rubia me devolvía la mirada con ojos alegres de un color marrón verdoso. Era preciosa. Sonreía a la cámara con la facilidad que tienen los niños de esa edad, una sonrisa sin ninguna intención, una sonrisa de simple y llana alegría. Sobre la foto se podía leer su nombre y una fecha que deduzco fue cuando realizó el acto sacramental. Me sorprendió ver que en esa fecha nosotros ya estábamos mudados en esta casa.

Abrí el diario de nuevo y continué leyendo:

“Mañana será un día maravilloso. Voy a tener un nuevo hermanito. Esta vez mama y papa han adoptado un bebe, y va a ser genial cuidarlo, y quererlo, y jugaremos juntos, y todo va a ser maravilloso. Viva. Sigo echando de menos a Cristóbal. Aun no vuelve de los campamentos. Mama me ha dicho que pronto yo iré a los campamentos con él. Tengo muchas ganas de verlo y contarle todas las cosas chulas que me han pasado este año. Papa me ha dicho hoy el nombre del niño, y me encanta, estoy deseando que vengas ya pequeño…”

Venga ya. Mi nombre. Leí y releí de nuevo. Si, era mi nombre. Y comparando la fecha del diario podía ser posible. ¿Soy adoptado? ¿Tengo una hermana? Mi cabeza iba a explotar. Volví a repasar las fotos para ver si encontraba alguna con mi nombre, pero no tuve éxito. No me lo podía creer. Era mi nombre… De repente me di cuenta de que el bullicio había cesado. No me había dado cuenta, y no sabría decir cuánto tiempo había pasado. Me acerqué a la puerta y eché un vistazo. La cochera seguía vacía. Cerré la puerta de nuevo y caminé sin darme cuenta hacia el pasillo, cogí el diario de nuevo y me fui a la última página del libro. Necesitaba saber que fue de Rocío, que fue de mi hermana.

“Estoy muy nerviosa. Mama se está retocando en el baño, y yo mientras espero en la salita de la otra casa. Todas las fotos de mis familiares me miran desde el estante. Es normal, estoy guapísima con mi vestido de comunión. He cogido la foto de Cristóbal y la tengo aquí a mi lado mientras escribo. El también hizo su primera comunión antes de irse. En cuanto Papa duerma al pequeño y Mamá termine de arreglarse nos iremos a la iglesia. Además hoy es un día de descubrimientos, por fin he visto lo que hay tras la habitación del candado. Es cierto que es un almacén de cosas médicas. De hecho parece una sala para operar personas. Mamá ha estado preparándola porque va a venir alguien a operarse hoy creo. Tienen un montón de cajas blancas preparadas con bolsas de hielo.”

El diario terminaba ahí. Dejé el diario sobre la butaca y me quedé dubitativo. Un quirófano en casa. Miré hacia el fondo del pasillo y vi que la puerta del candado estaba abierta. Rocío asomaba media cabecita a través del marco. Su pelo rubio caía en cascada hacia el suelo y parecía ser casi transparente. Como toda ella.

Ensimismado me acerqué despacio. Era mi hermana. ¿Había estado ahí todo este tiempo? Quería decirle algo pero no me salían las palabras. Justo cuando estaba cruzando frente a la entrada de la otra habitación, Rocío desapareció al tiempo que la puerta se cerraba de un portazo. Y me quedé allí, de pie, en medio del pasillo. Sin saber qué otra cosa hacer corrí y toqué la puerta del candado, que volvía a estar completamente cerrada y la llamé, pero no obtuve respuesta. ¿Habría sido una alucinación? Era lo más posible.

Me volví hacia el salón cocina, algo confuso, y allí, al final del pasillo, esperaba mi madre de pie, sosteniendo el diario de Rocío en una mano y mirándome con una sonrisa macabra. 


No hay comentarios:

Archivo del Blog