Quijotes desde el balcón

domingo, 1 de noviembre de 2020

La muerte vive en Edimburgo por Ricardo San Martín Vadillo

 

He visitado muchas veces Edimburgo y la conozco bien pues he viajado allí en múltiples ocasiones. Allí vivió y trabajó mi hijo Diego cuatro años. Durante el tiempo que duró cada una de mis visitas tuve ocasión de descubrir en detalle su historia, sus monumentos y sus lugares  de interés. Es una ciudad donde la muerte está muy presente desde hace siglos.

Tras la jubilación de Dama ésta se incorporó a los viajes periódicos a esa capital para visitar a nuestro hijo. Unas veces él, otras yo hacíamos de guía y enseñábamos a Dama los lugares que tan bien conocíamos. A Dama le encantaban las historias de apariciones y fantasmas.

En las mañanas, después del preceptivo “English breakfast”, nos echábamos a la calle. De los primeros lugares en visitar fue la plaza de Grassmarket. Le contaba yo a Dama:

―En este lugar, hace siglos, la vida era dura y la muerte era un espectáculo. Mira, ese es el pub llamado “The Last Drop”, “La Última Gota”. Los que iban a ser colgados tenían derecho a tomar un último trago antes de subir al patíbulo. Se les concedía irse de este mundo con un oloroso “scotch” en la barriga o una pinta de cerveza. Era un último placer que se otorgaba a los condenados antes de abandonar aquella vida de miserias.

―¿Qué hay de cierto en la historia de una tal Maggie “no sé cuántos” que me apuntó Diego? ―quiso saber Dama.

―Es una historia totalmente verídica. Se desarrolla aquí, en Grassmarket, donde ahora estamos, en 1723. La protagonista se llamaba Maggie Dickson. Resulta que Maggie tuvo un romance con el hijo de un panadero, se quedó embarazada y ocultó su preñez. El niño nació muerto y en su intento se hacer desaparecer el cuerpo fue detenida, juzgada y condenada. En septiembre de 1724 fue ahorcada. Lógicamente la dieron por muerta y se introdujo su cuerpo en el ataúd, que fue llevado a Mousselburgh. Durante el traslado, se oyeron ruidos dentro del féretro.  Resultó estar aún viva. El ahorcamiento no había acabado con ella. Su corazón se había parado, pero durante el traslado volvió a latir. En Edimburgo se refieren a Margaret Dickson como “Half Hang it Maggie”, es decir, “Maggie la medio ahorcada”.

―Escucha ―le digo a Dama―, si te ha sorprendido mi anterior historia, verás cuando oigas esta otra. Se trata de los dos asesinos, William Burke y William Hare, que en 1828, se solían reunir a tomar sus pintas y otros licores espiritosos tras sus fechorías en el pub “The White Hart Inn”, “el pub del ciervo blanco”. Al principio robaban de los cementerios los cadáveres de personas fallecidas para vendérselos a la escuela de medicina de la ciudad, al doctor Knox. Pero las  necesidades de la facultad de medicina era mayores que el número de defunciones, así pues Burk y Hare empezaron a “producir” cadáveres, es decir, mataban a las personas y vendían sus cuerpos para las lecciones de medicina.

―Impactante, ―reconoce Dama― sacar provecho de los muertos. Hace tiempo leí la noticia de que en 2008, el norteamericano Michael Mastromarino se declaró culpable ante un juez de haber traficado con 1.800 cadáveres durante cinco años para extraerles órganos sin permiso de sus familiares. Hay un mercado negro de huesos, tejidos y válvulas cardíacas.

Seguimos paseando por la plaza. Llegamos frente al pub Greyfriar’s, a su lado está el cementerio del mismo nombre. Justo enfrente del pub hay una pequeña efigie en bronce. 

―Anda, una estatua de un perro.  ¿Y eso?, ―quiere saber mi mujer.

―Se trata de Bobby, un perrito skye terrier, ―le explico― su dueño John Gray, era un vigilante nocturno de la policía de Edimburgo. Tenía la costumbre de ir a tomarse su pinta de cerveza al pub siempre a la misma hora, escoltado por su inseparable y fiel Bobby. En febrero de 1858, murió John Gray de tuberculosis y fue enterrado en ese cementerio al lado del pub. El día del entierro, su fiel perrillo Bobby  permaneció junto a la tumba. Le echaron fuera porque la ley no permite que los animales permanezcan en el cementerio. Pero Bobby siguió volviendo al lado de la sepultura de su amo cada día. Así durante catorce años, pues en 1872 murió el mismo Bobby. El alcalde de la ciudad, a petición de la familia de John Gray y de vecinos del barrio, concedió permiso  excepcional para enterrar al chucho cerca de la puerta de entrada del cementerio, no lejos de donde yacía su amo. 


―Un caso de fidelidad canina. Siempre he dicho que los humanos tenemos mucho que aprender del comportamiento de los animales, ―sentencia Dama.

Nuestro paseo prosigue por la animadas calles de Edimburgo. Poco a poco nos dirigimos hasta el parque de Holyrood. Le cuento a Dama, señalando las colinas que se extienden frente a nosotros:

―Estamos a los pies de Arthur´s Seat, ya sabes, el mítico rey Arturo. Se trata de un antiguo volcán extinguido. Aquí, en junio de 1836, unos chicos que habían salido a cazar conejos en las laderas, descubrieron, enterrados en una cueva oculta, 17 ataúdes en miniatura, tallados en madera. Cada ataúd contenía una figura humana ataviada con un par de botas y ropa confeccionada a medida, como una especie de diminutas momias. 

―Ahora que lo mencionas, recuerdo que nuestro hijo Diego ya me habló de este extraño descubrimiento ¿Cuál pudo ser el significado y finalidad de esos ínfimos ataúdes? 

―Cierto o no hay opiniones que relacionan este hecho con las 17 víctimas de los asesinos Burke y Hare, los que te he contado que mataban a conciudadanos para vender los cadáveres a la escuela de anatomía de Edimburgo. Esos pequeños ataúdes se conservan actualmente en el Museo Nacional de Escocia.

Como el día es fresco y la hora lo pide, en un pub cercano entramos y pedimos sendos tés con unas pastas. Después del descanso volvemos caminando al centro.

―Te diré, Dama, que bajo tierra están los muertos, pero en Edimburgo, en el siglo XIX, bajo tierra estaban los vivos. Hay todo un mundo de calles en el subsuelo. Así sucede en Mary King’s Close que hoy en día se puede visitar y nos da una idea de la miseria en la que vivían y morían ciertas familias: entre ratas e inmundicias, sin luz. Condiciones ideales para que la peste matase a innumerables ciudadanos que malvivían en aquellas insalubres condiciones.

―Sí, Diego me ha recomendado realizar una visita guiada. Creo que te trajo aquí en tu primer viaje a esta preciosa ciudad.

Ahora estamos en los cuidados jardines de Princes Street. En lo alto se recorta la recia figura del castillo.

―Ese es otro lugar digno de ser visitado, ―le digo a Dama, mientras señalo al castillo―. Ha conservado todo el encanto y las dependencias de diversas épocas. Hay una leyenda que hace referencia a The  Lone Piper, “El gaitero solitario”. El castillo, erigido en lo alto de esa colina, dominando la ciudad, se asienta sobre una sólida base rocosa. Ésta fue excavada y se construyeron diversos túneles y pasadizos que permitían la huida de quienes lo ocupaban en caso de asedio. Para saber a dónde se dirigían estos pasadizos, se decidió mandar a un gaitero escocés que caminaba por los túneles haciendo sonar su gaita de forma estridente. Otros soldados, desde el exterior, trataban de ir siguiendo el sonido y conocer la dirección por donde transcurrían los pasadizos. Pero el sonido se perdió y el gaitero nunca volvió a emerger de aquellas profundidades. Hay quien dice que a veces aún se oye sonido de una gaita bajo tierra. No puedo decir que en mis dos visitas al lugar haya escuchado la más leve nota de una gaita y mira que son estridentes. 

―Estridentes y pesadas, ―se queja Dama con razón―. Mira, ahí tienes un gaitero, con toda su indumentaria tradicional escocesa y dale que dale a la gaita. Escucharla los cinco primeros minutos es llevadero, luego se convierte en un incordio y termina por ponerte los nervios de punta.

―Totalmente de acuerdo contigo, Dama. Y retomando las historias del castillo, se dice que es lugar por donde vaga el fantasma de un niño tamborilero. El relato nos dice que aquel muchacho comenzó a tocar su tambor para indicar a la tropa que, de forma inminente, iban a entrar en combate. En ese momento se produjo un disparo de cañón del enemigo que arrancó de cuajo al tamborilero su cabeza.

―Muy fantasiosas me parecen las dos últimas historias. Háblame de alguna otra que tenga mayor fundamento histórico, anda.

―De acuerdo. Al parecer sí es real y verídica la historia de Jessie King y su amante, Thomas Pearson. Ambos vivieron en el Edimburgo victoriano, en el barrio de Stockbridge. En esos años finales del siglo XIX las mujeres que tenían un hijo como fruto de sus relaciones sexuales a veces recurrían (si tenían medios económicos) a pagar a una familia que se hiciese cargo del recién nacido y ocultar así la deshonra. Jessie y Thomas habían encontrado un modo de lograr ingresos haciéndose cargo de bebés recién nacidos y cobrando por criarlos en su domicilio. Sucedió un día que unos niños, jugando junto a su casa, descubrieron los restos de un bebé. Llegada la policía, entraron en la casa de esta pareja y hallaron los restos de otros niños que habían sido estrangulados o ahogados. Fueron detenidos, pero Jessie se declaró única culpable en un intento de exculpar y salvar a su amado. Ella fue juzgada, condenada y ejecutada por ahorcamiento el 11 de marzo de 1889. Fue la última mujer a la que se le aplicó la pena de muerte por sus delitos.

Lo mismo que es real y forma parte de la historia de la ciudad, la columna coronada por un unicornio en la plaza que hay junto a la catedral de Saint Gile`s. En ese lugar se llevaba a cabo el castigo a las personas que habían sido pilladas robando. La pena consistía en clavarle la oreja con un clavo a la pared durante veinticuatro horas. Si el ladrón quería marcharse de aquel escenario, debía dar un fuerte y doloroso tirón y rasgar su oreja para quedar libre. A partir de entonces quedaba señalado como delincuente. De ahí procede el término “earmarked” para referirse a algo conocido o señalado.

Y en el cementerio Greyfriars se levanta el mausoleo de George Mackenzie, aquel personaje que encarceló y condenó a los “covenanters” (movimiento religioso). En varias ocasiones, visitantes del mausoleo se han quejado de sufrir arañazos y desmayos. Se llegó a realizar exorcismo en el lugar para librarle de su influencia negativa. Hoy en día está catalogado en nivel 3 (el máximo) de los lugares con actividad paranormal.

―Esos relatos sí parecen tener una plausible credibilidad. Lo mismo que lo que Diego me contó. Me dijo que en 1440, William, el sexto conde de Douglas y su hermano fueron invitados a una cena por el rey Jacobo II. Dado que el clan Douglas era odiado por el poder e influencias que concentraban, durante la cena fueron arrestados por otros nobles, entre ellos Lord Crichton, que a la sazón era canciller real. Fueron juzgados allí mismo y decapitados. Curiosamente durante la cena se había servido una cabeza de toro decapitado que es símbolo de muerte. Así pues, los malos augurios se cumplieron.

―Bien por ti, Dama, veo que te has informado de traiciones y muertes en la corte real. Eso me trae a la memoria otro hecho similar sucedido en marzo de 1566. En dependencias del palacio fue donde lord Darnley, marido de la reina María Estuardo, asesinó a David Rizzio, supuesto amante de su esposa. Durante siglos, las manchas de sangre del suelo de su habitación, testimonio de la tragedia que se había desarrollado, se negaban a desaparecer a pesar de constantes esfuerzos por eliminarlas. Todavía hoy parecen surgir de vez en cuando. 

―¿Sabes lo que me ha llamado la atención cuando paseábamos por los jardines de Princes Street? Esos bancos con sus placas individuales, cada una diferente, ―me comenta Dama.

―Pues sí. Esta es una ciudad que honra a los muertos. Como dices, hay decenas de bancos de madera. Son donaciones de particulares al ayuntamiento de la ciudad. Los familiares de cualquier fallecido corren con los gastos de construcción del banco, fijan una placa de bronce en él con una inscripción que explica que ese banco está ahí en recuerdo de un padre, madre, hermana. marido o esposa. Es una bonita costumbre que cumple con una doble finalidad: recordar a los familiares muertos y proporcionar descanso a los visitantes de los jardines.

―Por cierto, me contó Diego que estos frondosos jardines fueron hace siglos un lago. En  1816 se terminó de drenar el Nor’ Loch y se descubrieron 300 cuerpos, en su mayoría de mujeres. Al parecer, el descubrimiento no sorprendió demasiado, ya que éste era el lugar en el que se arrojaba a las supuestas brujas para saber si realmente lo eran. La prueba era sencilla aunque difícil de superar: les ataban una piedra a manos y pies y las arrojaban a la ciénaga, si conseguían salir a flote eran brujas, si se hundían es que no lo eran. Me pregunto si alguna consiguió salir.

―Ah, pues al parecer sí se salvaron algunas, porque la cantidad de basura que allí había les hacía flotar y otras por sus propias vestimentas.

Por cierto, ahora que nombras a nuestro hijo Diego, aún recuerdo mi primera visita a Edimburgo con él, aquel año de 2009. Fue un invierno inclemente. Mientras él trabajaba en la empresa, yo pasaba la mañana conociendo la ciudad. Por las tardes las horas de luz eran cortas. Nos reuníamos a las siete y media y paseábamos por los “closes” ya en medio de la oscuridad. Juntos recorrimos aquellos tenebrosos pasajes y empinadas escaleras.

Una de las gélidas noches que bajábamos los pinos escalones de aquel callejón que conducía desde Royal Mile a Princes Street y al monumento a Walter Scott, me dijo Diego: 

―Agárrate al pasamanos, los peldaños están resbaladizos y el lugar es peligroso. 

En ese momento vimos aquel grupo de gente: policías, enfermeros y funcionarios; un plástico amarillo tapaba lo que claramente era un cuerpo tendido en el suelo. Nada dijimos, pasamos junto al equipo en silencio, ellos siguieron con su trabajo.

Al día siguiente en las portadas de los diarios vi la noticia: “Encontrado muerto un ciudadano en Advocate´s Close”. Se le había hallado desnucado. La noticia daba como causa probable una caída accidental en aquel pasadizo.

La pobre iluminación y el hielo en los escalones me siguen intimidando en medio de la oscuridad. Uno tiembla de frío en las noches edimburguesas, pero también siente un pellizco de temor y respeto por esos lúgubres pasajes que han contemplado la muerte y que han servido de inspiración para novelas y películas.

―Ya lo creo, Edimburgo es la ciudad que más escritores ha producido por metro cuadrado. En esta ciudad vivieron, entre otros, el filósofo David Hume, en 1751; Robert Burns, de 1759 a 1796, Robert Louis Stevenson, autor de la novela La isla del tesoro, Robert Ferguson, Sir Walter Scott, autor de Ivanhoe, Sir Arthur Conan Doyle, creador de los personajes de Sherlock Holmes y de Watson;  y en la actualidad Ian Rankin, autor de novelas policiacas, y J.K. Rowling, la creadora del personaje de Harry Potter.

Para acabar con el tema de la muerte en esta ciudad, incluso hoy en día la gente convive con los difuntos de una forma natural en Edimburgo. Al lado de la catedral de Saint Giles, está el cementerio del mismo nombre. Allí, pegados a las lápidas de las tumbas, hay al menos tres pubs que sirven comidas y bebidas.

―Cierto, recuerdo que un día que el tiempo lo permitía, comimos allí. Los clientes tomamos nuestras consumiciones en las mesas que están al lado de las sepulturas. Las pintas de cerveza saben allí “divinas de la muerte”.


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