Huraño y solitario, pero más de un tiempo a esta parte. Aarón Marquina decía no tener motivos
para rodearse de gente. Nadie le parecía lo suficientemente interesante y a fe que sus
habilidades para seducir a otros hacia su figura distaban mucho de estar a tono. Así, Aarón se
limitaba a cumplir con una rutina mediocre, el café en el bar de siempre y la mínima conversación
posible en el supermercado donde efectuaba la compra diaria.
Como no tenía invitados, su nevera albergaba tristeza y desolación. La misma, a decir verdad,
que él había atesorado durante su vida, acompañadas de un aspecto desaliñado y enfermizo que
rozaba lo tétrico y que le había valido entre los niños de su barrio el apodo de el muerto Marquina.
Pero era su vida, y él no pronunciaba una sola queja. Cumplía su mecánico rol de vida, miraba
con desdén a los demás y se preguntaba si sería verdad aquello que escuchó una vez en algún
sitio: esta vida que vivimos no es más que el infierno de una existencia anterior.
Su reciente jubilación, lejos de proporcionarle nuevos espacios, le sumió en una mayor
introversión. Prácticamente lo convirtió en uno de esos bichos bola con los que jugaba en su
niñez y de alguna manera se redujeron aún más sus escasas interacciones con el entorno. Hasta
tenía pesadillas. En ellas se veía tendido en un lugar iluminado, inmóvil y sin muestras de vida.
Despertaba sobresaltado y ya le era imposible conciliar el sueño en la oscuridad de su minúsculo
apartamento, en el que habían dejado de funcionar la electricidad y el suministro de agua.
Por la ventana escuchaba la algarabía en la calle, que aquella tarde se había multiplicado.
Echando un vistazo al calendario vio que era 31 de octubre y al arrimar la nariz a la ventana
comprobó que ese estruendo correspondía al ir y venir de los chiquillos, los disfraces, y el truco o
trato del adoptado Halloween.
- ¡Malditas modas americanas! -susurró para su adentros-. El día menos pensado vamos a
acabar celebrando Acción de Gracias y el Cuatro de Julio como auténticos gilipollas.
Pero su inquietud por las visiones que le atormentaban iba en aumento. Sin querer recordó que al
final de su calle vivía y tenía su librería La Dulce Patricia. Sus estanterías rebosaban de libros
extraños, que hablaban de conjuros y apariciones. De ella se decía que no eran sus libros lo más
desquiciado de aquel lugar. Aseguraban que le faltaban varios tornillos y que, por si fuera poco,
era capaz de invocar a los muertos. Antes de darse cuenta, Aarón estaba a la puerta de La Dulce
Patricia, y ella, tras el cristal, le hacía gestos invitándolo a pasar.
- Te esperaba, Aarón -le espetó dándole la espalda mientras echaba el cerrojo de la tienda y
colocaba el vuelvo en diez minutos-. Debiste venir antes.
- ¿Cómo sabes quien soy? -le preguntó él sorprendido-.
- Sé quien eres, lo que buscas y lo que te está pasando. Pasa ahí y siéntate.
La trastienda era aún más fascinante que la propia librería: pequeña y repleta de absurdos
ornamentos y cacharros, pentáculos, atrapasueños y demás parafernalia esotérica.
Cuando Aarón se sentó se sobresaltó al toparse con Patricia ya en la silla de enfrente.
- Necesito invocar a los espíritus -bramó Aarón con verdadero convencimiento-.
- ¿En serio? -respondió Patricia sin inmutarse-. ¿Eso es lo que crees que quieres?
- ¡No creo una mierda en nada de esto pero lo que sea lleva días jugando conmigo!
La exclamación de aquel incrédulo despertó en Patricia una sonora carcajada, seguida de un
gesto serio y agreste. Clavando los ojos en Aarón, Patricia sentenció con ceremonia.
- Te has invocado a ti mismo, Aarón Marquina. Una parte de ti ya ha muerto y la otra lo está
deseando. Debes facilitar que eso ocurra, o quedarás atrapado aquí.
- ¿Qué rayos estás diciendo? -interrogó sorprendido-. ¿Me tomas por imbécil?
- ¿Desde cuándo no hablas con nadie, Aarón? ¿Cómo explicas que lleves semanas sin
comer? ¿Has pensado en cómo tu apartamento prácticamente ya es un piso deshabitado?
Hace frío y has aparecido aquí sin ninguna prenda de abrigo. No sientes dolor, no sientes
calor… ¿Cómo has llegado a mi puerta? ¿Te has encontrado con alguien…?
Las sucesivas preguntas de la dulce Patricia estremecieron a Aarón. Era cierto. No había cruzado
palabra con nadie en días, no había probado bocado y tampoco lo había echado en falta. Su
apartamento… se palpó y notó que no llevaba encima las llaves, pero entraba y salía de él
continuamente. Sin pronunciar palabra, se levantó y abandonó la librería mientras Patricia le
seguía con la mirada.
De vuelta, constató que la gente no reparaba en él, los niños correteaban a su alrededor y ya no
provocaba en ellos la reacción habitual, aquella que le valió el mote de el muerto Marquina. Solo
los perros parecían notar su presencia, y ladraban a su paso. Inexplicablemente los jack-o'-lantern
le inquietaban y aterraban y comprobó que los escaparates no le devolvían su propio reflejo.
Definitivamente se había vuelto loco o aquella maldita bruja tenía razón.
Dejó que sus pies guiaran sus pasos y sin darse cuenta, como antes ocurriera con su viaje a la
papelería de La Dulce Patricia, se vio a las puertas del hospital y un poco después en el vestíbulo
del área de cuidados intensivos. En una sala iluminada, se vio a sí mismo como en sus
pesadillas. Allí además se vio conectado a varias máquinas que parpadeaban y emitían pitidos
intermitentes. Ahora estaba seguro; Patricia llevaba razón, su existencia ya no era completa y no
tenía sentido continuar.
Se colocó junto a la cama y entornó los ojos. En ese momento los pitidos intermitentes se
convirtieron en un zumbido continuo. Por primera vez en días sintió un frío intenso en el cuerpo y
todo se desvaneció.
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