La muerte forma parte de la vida. Y qué bonita forma tiene la muerte de decirnos que nos espera.
Nos da toda una vida de experiencias, ilusiones, desengaños, conocimiento, aprendizaje y crecimiento, para después arrebatárnoslo poco a poco con el paso de los años.
Nos enseña a vivir para después tener que aceptarla, sin estar preparados, sin saber cómo va a ser, sin saber qué hay detrás.
En esta dualidad continua, en un extremo a otro, que oscila sin la menor importancia, porque a la muerte no le importa quién seas, no le importa qué hagas, no le importa que te dejas por hacer o a quién te dejas.
La muerte no entiende de sentimientos humanos, porque ser humano no forma parte de la muerte.
La muerte nos humilla, quizás en nuestro peor momento, o nos adentra en uno de ellos.
La muerte no se arrodilla nunca, porque siempre gana, y decidió que la vida triunfase, aparentemente, unos años más.
La muerte nos olvida, nos hace recuerdos, nos guarda en un historial del que nuestra descendencia partirá, y jamás se detendrá.
Esa esencia tan propia de la muerte...
Desconsuelo
Tristeza
Melancolía
Eternidad...
Ese sentimiento de eternidad inmundo que te vuelve loco, que te rompe, que te hace aterrizar en la realidad, en la desesperación de no volver jamás, a abrazar.
Si la muerte me promete ser mejor que la vida, cosa que desconozco, me entrego a ella eternamente.
Siempre que no me espere otro concepto abstracto del que no esté preparada, como cuando decidió darme la vida.
Para después quitármela.
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