Quijotes desde el balcón

domingo, 12 de diciembre de 2021

¡Enséñame a leer!

 

Edward Hopper, Tarde azul, 1914. Whitney Museum of American Art, Nueva York








«Pero no basta, no, no basta / la luz del sol, ni su cálido aliento.»

Vicente Aleixandre, Sombra del Paraíso, 1944


Aquellos días las funciones de las cinco y las siete de la tarde tenían otros colores y otro ritmo para Juan “el fino”. Como un muñeco de cuerda, él llegaba, cumplía su función, asombraba a niños y mayores con su fuerza, después las reverencias, aplausos y fin. Así durante veinticuatro años ya en aquella compañía de circo tradicional. Pero la función principal llegaba después de los aplausos, algo nuevo había roto la monotonía interna del circo, esa que los espectadores ni se imaginan, esa monotonía nómada, fría y casi humillante que es que te vean siempre por lo que representas, por lo que actúas, sin pararse siquiera a pensar que detrás de ese papel diario hay sentimientos, traumas, ausencias y también, porque no, otras virtudes. 

Pero todo eso había cambiado desde hace algo más de un mes en la vida de “el fino”. 

Sus músculos, sus venas marcadas, y su fuerza descomunal, dieron pasos a unos sonidos anteriormente ajenos a su entendimiento, los latidos de su corazón y a unos sentimientos que pintaban su universo repleto de curvas, esferas, elipses, atajos y escondrijos, al contrario de la planicie de colores vacíos; inertes, que poblaban anteriormente sus horas.

Si, como ya habréis deducido, Juan “el fino” había encontrado el amor. El amor correspondido, el más difícil de todos los amores. Una especie de amor gravemente en peligro de extinción.

Hacía un par de meses que el Circo Hispano, en el que él Juan trabajaba había, por casualidades de la vida, contratado a una mujer barbuda. Pasaban por un pequeño pueblo de Extremadura llamado Onofre del Río y pararon a comer en una taberna/posada de las afueras. El director y dueño del circo juntaba a los artistas principales y les invitaba a comer, luego llevaban comida a los montadores. La cocina estaba a la vista tras una puerta de esas de vaivén, como la de las cantinas del viejo oeste. El director del circo, muy habido en eso de sacar petróleo de cualquier rincón, distinguió, de camino al baño, una joven alta sentada de espaldas a todos pelando patatas, a la vuelta, se fijó en el reflejo de la gran olla donde echaba las patatas y los ojos del director se iluminaron como lunas llenas. Había oído hablar de ellas de otros circos pero jamás se había encontrado con ninguna. Aquella joven sentada de espaldas pelando patatas en un rincón desconocido del mundo era una auténtica mujer barbuda. Inmediatamente, el director del circo, arrimó un taburete a la barra y se sentó con su copa de vino en la esquina donde estaba el posadero secando vasos. De cómos y porqués de lo que allí se habló jamás sabremos nada, el caso es que en esa misma sobremesa, aquella mujer con barba que tantos años había escondido su padre de las burlas y maltratos de la gente de aquel pueblo, se unió al Circo Hispano.

Todos regresaron en silencio, digiriendo la comida y este nuevo “fenómeno de la naturaleza”, así nos presentaba el director cada día en cada pueblo, que se había incorporado a nuestra pequeña familia.

Pasaron unos días y Eva, comenzó a relajarse entre los suyos, por fin no era ella la rara, el monstruo eran todos. 

Una tarde, tras la función, Juan se acercó a la parte trasera de la caravana en la que viajaba Eva, la mujer barbuda, y se dispuso a hablar con ella algo más que un simple saludo. Juan era muy fuerte de físico, pero muy tímido e indeciso a la hora de sociabilizar con alguien. Así que fue Eva la que tomó la iniciativa.

   ―Si. Lleva conmigo desde jovencita. Y si, me la podría cortar pero me crece rápido de nuevo. – se anticipó ella a contestar.

   ―¿Qué lees? –le preguntó el forzudo con una voz flojita, cargada de timidez, que no se correspondía con toda aquella mole de masa muscular.

   ―Moby Dick. La historia de un hombre obsesionado con cazar una gran ballena. ¿Lo has leído?

   ―¿Leer? yo no sé leer. Puedo hacer muchas cosas que otros no pueden pero no sé leer. Nunca me ha hecho falta. –añadió.

   ―Yo te enseñaré. Tenemos mucho tiempo por delante. Cuando aprendas a leer te darás cuenta de que si te hacía falta; viajar con las palabras, perderse en otros mundos, en playas escondidas o montañas interminables, enamorarse y desenamorarse; todo eso lo puedes hacer desde las profundidades de un buen libro, sin moverte del sitio.

Sin ni siquiera abrir la boca, Juan “el flaco” cogió un taburete y se sentó a su lado.

Así, durante muchos años y kilómetros, Eva, la mujer barbuda, y Juan “el flaco”, antepusieron la fuerza del amor a sus hazañas como monstruos o fenómenos de la naturaleza. Recorrieron toda la península leyendo todo tipo de libros que las gentes del lugar les regalaban o que el director del circo les compraba cada mes.

Y vivieron felices y comieron páginas y páginas de innumerables aventuras.

Colorín Colorado este relato ha terminado.






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