Quijotes desde el balcón

lunes, 30 de abril de 2012

El Despertador

Cuando el despertador empezó a sonar, maldije mi eterna intención de madrugar. Miré con desprecio a ese cacharro con números parpadeantes y lo apagué, molesto.

Tras unos segundos en la cama, me puse en pie y fui al salón. Estuve unos segundos cegado por la luz que entraba por el ventanal, por lo que al principio tanteé el camino a la cocina, hasta que mi vista se acostumbró. Estaba asqueado, por las mañanas no solía tener hambre, pero necesitaba desayunar, aunque fueran los cereales del fondo del armario.

Me senté a comer y encendí la tele. Las tertulias, que normalmente trataban sobre política, hablaban del último escándalo de un joven rico. Me asqueé tanto de la noticia que estuve unos minutos sin comer, pensando. Siempre pasaba lo mismo. Muchos niños nacían con la vida resuelta, con herencias astronómicas y sin pudor ni ética para o en qué gastárselo.




El sonido del teléfono me sacó de mi ensimismamiento. Era mi madre. Hacían tres años que había decidido ir a vivir sólo. Por aquel entonces estaba lleno de ilusión y motivación, y empecé la carrera de literatura. La pobre no aguantó más de seis meses en mi vida por falta de efectivo. Y, a pesar de llevar escritos a una y otra editorial, nadie quería arriesgarse con un novato sin referencias. Esos bastardos preferían seguir sacando libros a autores que hacían tiempo habían perdido las ganas de escribir, y que ahora se dedicaban a aumentar su nómina. Sin embargo, no quise decepcionarla, por lo que creía que seguía estudiando y con Carla, mi ex. Me había dejado hacía meses por un editor que si le podía facilitar el sueño de ser escritora.




Me despedí de mi madre, apurado por la hora. Faltaba media hora para entrar a trabajar en la vieja librería, y el jefe detestaba a los impuntuales. Me puse lo primero que vi decente en las sillas llenas de camisas, guardé la chaqueta de cuero, el móvil, la cartera y las llaves en la mochila y me dirigí a la salida, pero paré a medio camino. Debajo de un montón de ropa estaba mi eReader, lo cogí y me marché rumbo al trabajo.




El metro por la mañana siempre me superó. Demasiada gente, todos queriendo ir de un lado a otro con prisas, atacando como perros de caza por un asiento libre. Imitando a la mitad del vagón, saqué mi eReader y miré mi último escrito en el Status. Hacía tres meses que no lo actualizaba, ni falta que hacía. Nadie acabaría leyendo lo que fue mi vida, o lo que aprendí en ella, propósito de Status. No obstante, oía el rasgueo de punteros en las pantallas táctiles a mí alrededor, y pude ver a un grupo de jóvenes escribiendo en él, contando alguna de sus batallitas.




Recordé la primera vez que me regalaron un eReader, y como mis padres me empujaron a que usara el Status para que mis hijos aprendieran de mí. Por aquel entonces no entendía que era una pérdida de tiempo, nadie gastaría el tiempo escuchando el relato de un fracasado, cuyo único objetivo en la vida era la máxima puntuación en algún juego o que el casero no llamara a la policía por pagos atrasados. Me había acostumbrado a ello. Centré de nuevo mi vista en el eReader, parpadeando por publicidad engañosa, y continué leyendo Don Quijote de La Mancha. En mis tiempos de alumno, había aprendido a valorar los libros más allá de los significados de sus palabras, y qué mejor libro que ese para intentar entender los mensajes de Cervantes.




El tren avisó del cierre de puertas y, con un rápido movimiento, me bajé en mi parada. Por poco me paso, y entonces si hubiera sido problemático. Anduve apresurado por el andén, esquivando gente que caminaba pisando huevos hasta que, haciendo un movimiento de adelanto a una señora, choqué con un chico más joven que yo. Me levanté, me disculpé y, al querer coger mi mochila, esta no estaba cerca.




Miré a mí alrededor, y al fondo la vi. Inconfundible, negra con rayas verdes, en el hombro de un hombre que no conocía. Lo seguí, nadando en el mar de personas, siempre viéndolo de lejos, gritándole para que se detuviera. Salí a la calle y, bajo la atenta mirada de los grises edificios, corrí tras aquél hombre que parecía caminar, pero que tenía una velocidad endiablada. Cuando creía que lo cogería, un coche casi me atropella. Había cruzado antes de que el semáforo se pusiera en rojo, y yo no.

Me metí en un callejón, un poco intentando adivinar dónde estaba. A lo lejos vi una casa de dos pisos, diferente entre la homogeneidad de edificios de varias plantas, y al lado de la puerta de entrada, mi mochila. Cuando la cogí, me percaté que la entrada estaba abierta, como ofreciéndome entrar.




Y entré.




Sabía que podían despedirme del trabajo, pero en ese momento no me importó. Algo me llamaba, me incitaba a entrar a esa casa, a conocer quien vivía en ella. Me recibió un salón oscuro, con sábanas blancas cubriendo los muebles, y cortinas oscuras corridas, las cuales dejaban pasar un mínimo de luz. Subí por una escalera de caracol al segundo piso, con la esperanza de encontrar al hombre. Un pasillo oscuro se abría ante mí, con puertas cerradas a los lados. Y, al final de pasillo, una puerta entreabierta. Caminé despacio, y entré.




Un hombre miraba a través del ventanal. El mar, brillante, rompía contra la playa de arena negra. El sol caía sobre el infinito azul, que ahora se tenía de un naranja suave. No entendía nada de lo que pasaba.




- ¿Cómo es posible? - No fui yo quien pronunció esas palabras, sino él – Realmente tardaste mucho en venir, empezaba a creer que no entrarías. ¡Pero estás aquí! Dime qué es lo que ves.




- El… mar… Pero… ¡es imposible!




- ¿Ah, sí? ¿De veras lo crees? – Abrió el ventanal, y un magnífico olor a sal marina invadió mis sentidos y me envolvió – Dime, joven, ¿sigue siendo imposible? Escucha con atención.

El rumor de las olas iba y venía, y los gritos de unos niños jugando entraron en la habitación.




- Dime, joven, ¿qué es la vida? – La vida… no supe responderle, no me salían las palabras en ese instante -. Creo que la vida es un regalo, joven, del cual aprendemos quiénes somos y como debemos ser. No he podido resistirme a echar un ojo a tu Status… No le das mucho uso, ¿verdad?




- N… No, la verdad es que no… - Me miró, esperando que le diera una explicación -. No creo que tenga utilidad alguna para mí, nadie leerá lo que deje escrito cuando no esté.




- Hmpf, vaya, una respuesta bastante negativa. ¿Cuál crees que fue el motivo principal del ser humano desde su existencia? – Hice un gesto de duda, esperando a que continuara -. Dejar huella de su existencia. Dejar constancia de que, en algún momento, vivimos. Y no hacemos eso por orgullo, sino por miedo, miedo a que el olvido engulla nuestros actos mientras que estuvimos vivos; miedo a que nadie recuerde nuestro nombre, nuestra cara, nuestros logros, nuestros fallos y aciertos; miedo a no ser más que una mancha, un borrón en la historia que nunca mereció mención especial alguna. ¿No sientes lo mismo?




El miedo empezó a recorrer mi pecho, expandiéndose y tocando todas las partes de mí ser. No quería ser olvidado, no quería acabar en el vacío.





- Pero supongo que ese no es tu miedo, ¿verdad? Por eso no escribes lo que aprendes, porque no importa, ya que nadie lo leerá. Es muy egoísta pensar así. Toda experiencia debe ser ofrecida a los que vienen después de nosotros. Que sirva o no es otro tema, lo importante es dejar un legado de palabras y significados. Como cuando vas a una biblioteca: no sabes qué libro puede gustarte y, sin embargo, eliges...




- No sé qué...





- ... uno porque crees que es bueno. La existencia humana podría guardarse en una biblioteca, porque los que han estado antes que nosotros han querido mostrarnos su mundo, y cómo actuar ante él y los sucesos que en él se desarrollan. Sin embargo, si todos hubieran sido como tú, nada quedaría en nuestras bibliotecas. El ser humano es literatura, nuestros actos son palabras, nuestros pensamientos son ideas y nuestras etapas en la vida son capítulos. Desde el literario más estudioso hasta el joven más inexperto tienen un punto de vista y una imagen de la vida, y ambas son igual de necesarias para la existencia. Así que, dime, ¿crees que es necesario dar tu visión de la realidad?




- Yo…




- No respondas, no es con los labios con los que tienes que responder…






















El despertador sonó. Abrí los ojos suavemente, y lo apagué, confundido. Acababa de tener un sueño muy extraño…




Un libro abierto descansaba sobre mi pecho.




Steven Christiansen





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